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Una semana después, el comandante Ribó envió una nota al palacio de la calle de Santa Clara, en la que rogaba a la señorita doña Esclaramunda Camp de la Cruz y Castellanos que se personara en Comandancia General antes de las diez de la mañana. La nota no iba dirigida a Esclaramunda, no era mayor de edad, sino a su tutor y representante legal, señor don Francisco de Asís Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda, marqués de Sotoñal.

Al llegar a la Comandancia, don Francisco se acercó al oído de Munda y le señaló a un tagalo que caminaba unos pasos detrás del comandante.

—¡Mira quién viene con él!

Munda se colgó del brazo derecho de su padre y contuvo la respiración. Era el mismo tagalo que acompañaba a los guardias civiles que detuvieron su carruaje la semana anterior, cuando volvía de la montaña de Montalbán.

—¡Dios mío!

Don Francisco colocó su mano sobre la de su hija, y volvió a susurrarle al oído.

—¿Sabe algo Lucio Luzón que no debería saber? —Sí.

—Está bien, ahora déjame a mí. Pero cuando volvamos a casa, tienes que contarme muchas cosas.

El comandante se dirigió hacia ellos con una sonrisa forzada. No esperó a situarse a su altura para saludarles, sino que les habló a gritos desde una distancia en la que se aseguraba de que todos los presentes en el patio pudieran oírle.

—¡Buenos días, señor y señorita Camp de la Cruz! Les agradezco que hayan venido.

Ni Munda ni su padre contestaron, esperaron a que el comandante llegara hasta ellos y permanecieron en silencio. Don Francisco se había puesto uno de sus chaqués de verano, elegante y sobrio, hecho a medida. Hacía tiempo que no se vestía de ese modo, pero quiso mantener las distancias con el comandante llevando unas prendas que él jamás podría comprarse. Cuando se encontraron frente a frente, le saludó quitándose el sombrero de copa.

—¿Y bien? ¿Cuál es el motivo de la citación?

—¡Oh, no, por favor! No se trata de una citación. Confío en no haberles incomodado. Únicamente quería preguntarle a la señorita si conoce el barrio de Binondo. Allí hay una gallera donde se celebran importantes peleas de gallos, y quería saber si le apetecería asistir conmigo un día de estos. Eso era todo. Son clandestinas, ¡desde luego! Pero a veces hacemos la vista gorda, y nosotros mismos apostamos alguna que otra vez.

—Mi hija nunca ha estado en Binondo. Y no le interesan las peleas de gallos.

—¡Ya lo suponía! ¡Por cierto! ¿Se acuerdan de Lucio Luzón? Él sí les recuerda a ustedes.

El tagalo, que se mantenía un paso atrás del comandante, se inclinó en señal de saludo, pero no hizo ningún comentario, tan sólo miró a Munda con una sonrisa que a ella le pareció una amenaza.

El comandante se alejó de ellos hacia el otro lado del patio, como si el encuentro hubiera sido casual, y se despidió de la misma manera en que les había recibido, a voz en grito.

—¡Que ustedes sigan bien! ¡Espero verles pronto otra vez por aquí, señor y señorita Camp de la Cruz!

Don Francisco alquiló un carruaje para que Munda regresara al palacete de Santa Clara, y él se dirigió en el suyo directamente al edificio de Gobernación. Allí obtuvo la promesa firme del gobernador de mantener al comandante lejos de sus hijas y de su casa.

A su regreso al palacio, le pidió a Munda que le acompañara a la biblioteca.

—Va siendo hora de que me cuentes qué está pasando, ¿no crees?

—¡Papá! Necesito que me concedas la emancipación. No puedo contarte nada, pero necesito ser libre para tomar decisiones.

—¿Qué decisiones? Nunca os he impedido tomar decisiones libremente.

—Lo sé, pero esta vez lo necesito por escrito, papá. Necesito tu licencia para moverme por el país.

—Eso es imposible. Sólo tienes veintiún años.

—Mariana tenía dieciocho cuando se la entregaste a Ricardo en matrimonio.

—Conoces las leyes, Munda, ninguna mujer menor de veinticinco años puede salir de la casa paterna, a no ser que sea para casarse.

—Y a no ser que tenga la licencia de su padre. Te estoy pidiendo esa licencia, papá.

—Dime qué quieres hacer con ella.

Munda miró a su padre con todo el amor que le había negado desde que Mani le abrió los ojos, la noche antes de salir hacia las islas Filipinas. Había dejado de ser aquel hombre con aspecto de poeta que ella tanto admiró, pero sus ojos continuaban siendo los mismos, igual de fuertes, igual de intensos.

—Voy a casarme con Manuel. Nos iremos a Cuba si se lo permiten las autoridades.

—¿Qué Manuel?

—El doctor Rubio, papá.

—¡Santo Dios!

Don Francisco se abrazó a su hija. ¡Qué lejos había estado de ella! ¡Cómo había podido ausentarse así de su vida! Aquella niña que acudía a su cuarto para huir de los miedos nocturnos, y que le confesó que algún día sería masona, mantenía una relación de la que él desconocía absolutamente todo.

—Necesitarás algo más que mi licencia para esa boda, corazón, el doctor Rubio es un fugitivo, esta misma mañana he visto en Gobernación una orden de busca y captura contra él, me extrañaría mucho que le permitieran viajar a ninguna parte.

—¡No puede ser! ¡Estuve con él la semana pasada! Me dijo que el doctor Rizal había solicitado su traslado a Cuba, y que prácticamente se lo habían concedido, sólo faltan algunos formalismos burocráticos. Manuel también lo va a pedir. ¿Por qué no se lo van a conceder?

—Porque han detenido a su madre, acusada de pertenecer al Katipunan. Parece ser que daba cobijo a los independentistas en una de sus haciendas, cerca de la cueva de Bernardo Carpio.

—¡Doña Lía en prisión!

—¡Así es! Y van a utilizarla como cebo para detener al doctor. Están haciendo correr el rumor de que la dejarán libre si él se entrega.

—¡Papá! ¡Por lo que más quieras, tienes que ayudarlos! Conozco a doña Lía, nunca haría daño a nadie, y Manuel tampoco.

—Son del Katipunan, Munda, tú no debes mezclarte en estos asuntos.

—Ya estoy mezclada, papá. Te lo ruego, ayúdales. Ellos sólo piden los mismos derechos que tenemos nosotros.

—Pero utilizan las armas, Munda, no puedo aprobarlo.

—Ellos no. La señora Lía y Manuel no. ¡Papá! ¡Libertad, fraternidad e igualdad! ¿No te suena de algo? Por favor, papá, te lo ruego.

—Pero, Munda, estamos hablando de personas que defienden la lucha armada.

—¡Ellos no, papá! Por favor. ¡Solidaridad! Hacer de un hombre bueno un hombre mejor. ¡Eso es lo que ellos buscan! Y justicia para su pueblo. Tener los mismos derechos que nosotros. ¡Por favor, papá! ¡Son hermanos de rito!

—No, Munda. Los masones no nos metemos en política.

—Tú y yo sabemos que eso no es cierto, papá. ¿Quieres que te haga un recuento? Prim, Napoleón, Washington, Simón Bolívar, José Martí…

—¡Está bien, está bien, no sigas! Hablaré con el gobernador. Les ayudaré en lo que pueda. Pero no te prometo nada. Este asunto no me gusta, ya lo sabes.

—¿Y arreglarás las cosas para que pueda visitar a doña Lía?

—¡Eso sería una imprudencia, Munda! Ahora lo más importante es avisar al doctor Rubio para que no se acerque a Manila. Aunque se entregue, no liberarán a su madre. ¿Sabrás cómo avisarle?

—Creo que sí. Aunque me extrañaría que no estuviera al corriente de todo, y que no tuviera ya la intención de entregarse.

Munda recordó la actitud de su padre cuando condenaron a la nodriza del pequeño Francisco. Y no se resistió a preguntar.

—¡Papá! ¿Por qué no hiciste nada por el ama de cría? ¿Por qué ahora sí y antes no? Aquello fue muy injusto.

—¡Así es! Y yo testifiqué a su favor en el juicio y en la Comandancia. Pero cuando tú me pediste que intercediera por ella, yo ya sabía lo que había pasado esa mañana en el parque de la Luneta.

Al día siguiente, a pesar de las promesas del gobernador de que el comandante dejaría de acosarlos, este volvió a enviar una nota al palacio de la calle de Santa Clara. En ella volvía a requerir la presencia de Munda y de su padre en la Comandancia aquella misma mañana.

Nada más llegar, el comandante los condujo a una habitación cuyo mobiliario consistía tan sólo en una mesa de madera tosca y tres sillas. Dos de ellas se situaban en uno de los lados de la mesa, de espaldas a la puerta por la que habían entrado, y la otra, al otro lado, delante de otra puerta en cuya parte superior se abría un ventanuco por el que entraba algo de luz, pero que apenas alumbraba la habitación. El comandante les pidió a Munda y a su padre que se sentaran en las dos sillas que había de espaldas a la puerta, y él ocupó la otra. Después sacó una carta del bolsillo de su chaqueta y la extendió sobre la mesa sin soltarla de su mano.

—¿Reconoce esta carta, señorita Esclaramunda?

Munda miró horrorizada la carta de Manuel en las manos del comandante Ribó. El oficial nunca la había llamado Esclaramunda hasta ese momento.

—¿De dónde la ha sacado?

—«Mi muy admirada Esclaramunda», usted no ha venido aquí para hacer preguntas. ¿Reconoce la carta?

—Sería absurdo decir que no la reconozco, ¿no le parece?

El comandante dio un golpe en la mesa y se inclinó hasta casi rozar la cara de Munda con la suya. En ningún momento soltó la carta de Manuel.

—¡Señorita Munda! Más le valdría ser directa en sus contestaciones. ¡No estamos en un salón de baile! ¡Esto no es un juego!

Munda quiso responderle, pero el marqués se levantó de su silla, dando también un golpe en la mesa, y le gritó:

—¡Desde luego que no es un juego, comandante Ribó! Y si lo fuera, nosotros no estaríamos dispuestos a jugarlo. ¡Si tiene alguna acusación, hágala! ¡Si no es así, no tenemos nada más que decir! Y se lo advierto, no vuelva a molestarnos.

El comandante se levantó muy despacio, rodeó la mesa y sujetó la silla de Munda para que se levantara. Cuando Munda estuvo de pie, les señaló la puerta por la que habían entrado.

—No hay acusaciones.

Después metió la carta en el sobre y se la guardó en el bolsillo.

—De momento.

Antes de abandonar la habitación, don Francisco se giró y le habló en el mismo tono que él había utilizado, controlando la ira.

—Ninguna carta de amor podría servirle a usted para acusar a nadie.

—No se confunda, señor marqués, las cartas de amor no están escritas en clave.

Munda le miró directamente a su único ojo. El miedo no le dejaba pensar con claridad, pero no estaba dispuesta a que el militar se lo notara.

—Todo lo contrario, comandante, usted sí que se equivoca. ¿Acaso no ha escrito ninguna?

—Ninguna en la que pusiera sobre aviso a los rebeldes y a los conspiradores. No le quepa a usted la menor duda, «Mi muy admirada Esclaramunda».

—¡Eso no es cierto! ¡Sólo es una carta!

—Una carta, sí, que usted ha entregado a un miembro del Katipunan, de parte de un fugitivo de la justicia. Sabiéndolo o sin saberlo, ha actuado usted como correo de la insurgencia. Y eso puede costarle muy caro.

Don Francisco se puso el sombrero de copa y se dispuso a salir, pero antes se acercó al oído del comandante y bajó la voz.

—Si le hace daño a mi hija, juro que le destruiré para siempre. Sólo tengo que mover un dedo.

¡No lo olvide!

Salieron de la Comandancia sin hablarse. Don Francisco ayudó a su hija a subir a su berlina y le pidió al cochero que la llevase al palacete. Detrás de ellos había salido Lucio Luzón, en una calesa que se detuvo detrás del carruaje de Munda. El marqués besó a su hija en la frente a través de la ventanilla.

—No salgas de casa por ningún motivo. Ese hombre vigilará cada paso que des a partir de ahora. Me voy a la catedral para hablar con el arcediano. El tiene mucha influencia con el obispo, nos ayudarán a librarnos de esta pesadilla.

Munda le cogió la mano y le devolvió el beso.

—¡Gracias, papá!

Don Francisco contempló cómo se alejaba la berlina de su hija, y después se dirigió caminando hacia la catedral. El cargo de arcediano lo ocupaba un dominico con el que había trabado una gran amistad. Ambos hombres se habían entendido muy bien desde el día en que don Francisco se incorporó como organista en la basílica.

Comenzaron hablando sobre las piezas que tocaría en la misa del domingo siguiente, y sobre las dificultades del arcediano para encontrar un buen sacristán entre los frailes indígenas, todos le parecían vagos y sin ningún interés por aprender. Pero, poco a poco, la conversación fue derivando hacia temas más relacionados con los que preocupaban a don Francisco.

Antes de haberle explicado el motivo de su visita, el arcediano ya le previno sobre los malos tiempos que se avecinaban para todos. Incluso le aconsejó que abandonaran Manila lo antes posible.

—Llegará un día en que hasta nosotros tengamos que irnos. Los indios dicen que estamos en una frailocracia. ¡Figúrese usted! ¡Frailocracia! Dicen que en Filipinas gobiernan los frailes. ¡Qué barbaridad! Pero eso dicen, que gobernamos los frailes y los funcionarios. Los castilas, como ellos llaman a los blancos. No me extrañaría nada que arremetieran contra nosotros el día menos pensado. El otro día, en Binondo, ya hubo un conato de secuestro de un agustino. Deberían ustedes irse. Si por mí fuera, yo también me iría, créame. ¡Vaya usted a saber de lo que no llegamos a enterarnos! Aquí están pasando cosas muy fuertes. Yo que usted, me iría, se lo digo de verdad.

—Pero yo no puedo marcharme así. No puedo dejar otra vez la catedral sin organista. De todos modos, si me lo permite, no era ese el motivo de mi visita.

—¡Usted dirá!

—Necesito su ayuda, padre. Tengo un pequeño problema, que puede convertirse en algo serio si no lo atajamos.

—Pues habrá que atajarlo. Dígame qué puedo hacer por usted.

—Necesito que hable con el obispo. El comandante Ribó está acosando a mi familia. Pretendió a mi hija Munda hace unos meses y ella lo rechazó, y ahora no deja de inventar patrañas sobre ella.

—¡Pierda cuidado, señor marqués, el obispo llamará a capítulo a ese pecador! No es de buen cristiano actuar bajo el dictado del despecho. ¿Podemos hacer algo más por usted?

—De momento, me valdrá sólo con eso. El gobernador me ha prometido que pedirá el traslado de Ribó a la Península, pero no sabemos cuánto tiempo podría tardar, y qué cosas puede seguir inventando contra mi hija mientras tanto.

—Pero ¿no es mutilado de guerra? ¿No debería haberse ido ya con los heridos de su batallón? Tengo entendido que hace poco salió un barco hacia España cargado de soldados enfermos.

—Así es, pero el comandante solicitó mantenerse en Manila en labores de investigación. Parece ser que su lesión no le impide continuar en la carrera militar, y que ayuda a la Guardia Civil en los casos de insurgencia.

—Está bien, don Francisco, déjelo en mis manos. Hablaré esta misma tarde con el obispo. Y no se preocupe por su hija, no consentiremos que se viertan falsos testimonios sobre ella.