Los tagalos reverenciaban a un personaje legendario al que llamaban Bernardo Carpio, un rey cuyo nombre tomaron prestado de un héroe medieval español, Bernardo del Carpio, al que se atribuye la derrota de los franceses en Roncesvalles. La leyenda tagala decía que Bernardo Carpio era tan fuerte que fue capaz de partir una montaña para hacer un paso por el que salvaría a la población. En el corte de la montaña de Montalbán, al norte de Manila, aún se veían marcadas las manos del gigante. Pero el Rey acabó prisionero y encadenado en una cueva donde se había situado su palacio hacía tiempo, la cueva de San Mateo, también llamada la cueva de Bernardo Carpio. Allí acudían los indígenas con frecuencia en peregrinación. La leyenda decía que cada cien años, el héroe tagalo rompía una de sus cadenas, y cada vez que lo hacía se producía un terremoto. Ya tenía las manos y el pie izquierdo sin cadenas. Cuando se liberara por completo, liberaría a su pueblo de la opresión.
El día del Viernes Santo, Munda recibió una nota en la que Lía Punang la citaba en la cueva de San Mateo. Un coche la recogería a primera hora de la mañana en el cruce de siempre, y la devolvería a última hora de la noche, antes de que se cerraran las murallas de Intramuros. La nota especificaba que se vistiera a la moda española y que llevara encima su cédula de identidad.
Munda le ordenó a Mani que, a todos los efectos, dijera que se encontraba indispuesta y que no saldría de su habitación en todo el día. Excepto su hermana pequeña, que le serviría de coartada, por nada del mundo podía Mani consentir que nadie entrara en el cuarto. Cada vez que preguntaran por ella, Alejandra les diría a su padre y a Mariana que acababa de subir a verla y estaba dormida. La criada debía llevarle una bandeja con el desayuno, la comida y la cena, para que nadie sospechara de su ausencia.
Salió por la puerta de cocheras a primera hora de la mañana y se dirigió al cruce, donde la esperaba una berlina con los cristales de las ventanillas tapados con cortinones. Vestía de luto riguroso. Al salir de Intramuros, el carruaje se encaminó hacia la montaña de Montalbán, siguiendo el curso del Pasig.
A medida que avanzaban río arriba, la selva se hacía más espesa. Poco a poco, fueron dejando atrás los cañaverales, los bosquecillos de bambú, las chozas pintadas de blanco y azul, con sus techos de ñipa y de palma trenzada, las huertas, los campos de cultivo y los bancales escalonados sembrados de arroz.
Una hora después de salir del palacete, se encontraban en plena montaña. Rodeados de helechos, orquídeas salvajes, narcisos y enormes cascadas. De vez en cuando podían ver algún carabao salvaje y algún que otro mono volador, una de las comidas más exquisitas que se le podía ofrecer a un tagalo.
En algunas aldeas, el carruaje pasó por delante de parejas de la Guardia Civil, que, apostadas en los cruces, detenían a los transeúntes para pedirles la documentación.
Casi dos horas después de salir de Manila, llegaron a una hacienda cercana a la cueva de San Mateo. Allí le esperaba uno de los tagalos que le había llevado al barrio de Binondo unos meses atrás.
El indígena la acompañó hasta el patio de la casa, un edificio de piedra con grandes balconadas de madera en el piso superior, muy similar a la casa de Manila de la señora Punang. En el patio, doña Lía la esperaba dentro de otra berlina, que comenzó a moverse cuando Munda se acomodó en el asiento de enfrente y el criado cerró la portezuela.
—¡Mi querida Esclaramunda! ¡Qué alegría de verte!
Pero Munda no podía contestarle con la misma alegría. Aquellas palabras de doña Lía tenía que haberlas pronunciado Manuel.
Desde que salió de Manila había soñado en que aquel viaje tuviera una sola finalidad. No pensó en otra cosa durante todo el trayecto.
Desde el encuentro en la gallera, no habían vuelto a verse ni había tenido noticias suyas. Le había imaginado en cada esquina, en cada pijama de rayas y flores que se cruzó por la calle en los últimos cinco meses, en cada aguador. Pero no había dado señales de vida. Y cuando el tagalo abrió la portezuela del coche, la imagen de la señora Punang chocó contra su retina como si se tratara de una traición.
—¿Ha venido Manuel?
—No. Pero no te preocupes. Nos espera en la cueva de Bernardo Carpio. ¿Te gustaría asistir a una tenida del Katipunan?
A Munda se le abrieron los ojos como lunas.
—¡Claro!
—¡Pues vamos allá!
El interior de la cueva se encontraba iluminado por antorchas y por lucernas de carburo que colgaban de la pared. Hacía frío. El contraste de temperatura con la sensación térmica exterior debía de superar los diez grados. Doña Lía le había advertido que no hablara con nadie hasta que no terminase la ceremonia, ni siquiera con Manuel, en caso de que lo encontraran allí. Al Jefe Supremo del Katipunan no le gustaban los peninsulares, él sólo hablaba tagalo, no había sitio para el español en su revolución, igual que no había habido sitio para los tagalos en la cultura de los españoles. En más de trescientos años de colonización, ni siquiera les habían enseñado su lengua, la forma más sencilla en la que los dos pueblos podrían haberse encontrado. Pero ahora ya era tarde, ahora la patria tagala reclamaba sus raíces, y en ellas no había una sola sílaba de la lengua de los colonizadores.
Únicamente había consentido que Munda presenciara una ceremonia de iniciación porque se lo había pedido doña Lía, por respeto a ella, y por la amistad que le había unido con su esposo, muerto por defender los mismos principios que defendía la muy soberana y venerable Sociedad de los Hijos del Pueblo. Es más, por primera vez había tolerado otra excepción: Munda no sólo presenciaría la ceremonia iniciática, sino que acompañaría al candidato en cada uno de los pasos del ritual.
El caso era sumamente excepcional. Si se hubiera tratado de una logia masónica regular, jamás hubiera podido darse, nunca se le habría permitido a un profano presenciar una tenida, y mucho menos en un rito de iniciación. El único caso posible sería la presencia de la mujer de un aspirante en las llamadas «tenidas blancas», pero también eran muy excepcionales. Sin embargo, el Katipunan no era una logia masónica, aunque algunos de sus miembros hubieran pertenecido a sus filas y hubieran tomado como base de sus ritos los de sus admirados masones.
A Munda le hubiera gustado preguntarle muchas cosas a doña Lía. ¿Por qué unirse al Katipunan?
¿Era ella masona? Si era así, ¿dónde se había iniciado? ¿Cuándo? Pero no preguntó, cumplió su promesa y guardó silencio.
Cuando llegaron ante el Hermano Mayor, que ejercería como maestro de ceremonias, les vendaron los ojos y las condujeron por unas galerías hasta un lugar no muy alejado de la cueva. Hasta el momento en que les quitaron las vendas, Munda no supo que el candidato no era otro que la propia doña Lía. Doña María Sampaguita, viuda de Rubio, de nombre simbólico Lía Punang.
Se encontraban en una habitación apenas iluminada por una vela, en una de cuyas paredes había una puerta presidida por un letrero que Munda no comprendía. Doña Lía le tendió la mano y leyó para ella.
—«Si tienes fuerza y valor, pasa. Si es la curiosidad lo que te ha traído aquí, vete».
Munda se agarró con fuerza a la mano de doña Lía y traspasaron la puerta. Tres pasos cada una que iniciaron con el pie izquierdo. En medio de la habitación, sobre una mesa, encontraron un machete, una calavera, un revólver y una lista de preguntas escritas en tagalo, que la candidata tradujo para Munda en voz alta.
—¿En qué condiciones se encontraba el pueblo filipino cuando entraron los españoles? ¿En qué situación se encuentra ahora? ¿Qué le espera en el futuro?
Durante unos minutos, el silencio fue absoluto. Munda miraba los objetos de la mesa con la respiración contenida. Hasta ese momento, el ritual no difería demasiado de los rituales masónicos. Cada paso que habían dado podría figurar en el ceremonial de cualquier rito iniciático de una logia, excepto por una cosa: aquella pistola encima de la mesa la desconcertaba, en ninguno de los ritos sobre los que ella había leído aparecía una pistola. Al cabo de unos minutos, el maestro de ceremonias entró en la habitación vestido con una túnica de colores y se dirigió a la candidata.
—Si no eres valiente, debes dejarlo aquí.
Doña Lía no dijo nada, únicamente movió la cabeza en un gesto afirmativo para que el Hermano Mayor continuara.
Volvieron a vendarles los ojos y las condujeron hacia otra habitación. Una vez allí, Munda escuchó las voces del maestro de ceremonias y de doña Lía.
—¿Estás dispuesta a consagrar la vida a la noble causa del Katipunan?
—Lo estoy.
—¿Lucharás por la libertad, la igualdad, la integridad, el honor y la defensa de los oprimidos?
—Lucharé.
—¿Sacrificarás tu propia vida si la patria tagala la necesita?
—La sacrificaré.
—¿Lo juras?
—Lo juro.
Durante unos instantes, no se escuchó más que el roce contra el suelo de las vestiduras del maestro, que se movía de un lado a otro de la habitación sin decir nada. Munda continuaba con los ojos vendados y en silencio. Al cabo de unos segundos, escuchó más roces de túnicas, como si otras personas las estuvieran rodeando, formando un círculo alrededor de la habitación. Olía a vela encendida. Cuando cesó el sonido de los movimientos, Munda volvió a escuchar al Hermano Mayor.
—¡Extiende el brazo, apunta hacia delante y dispara!
Enseguida supo que ella actuaba de blanco, pero no se movió. Confiaba en doña Lía como habría confiado en su madre si hubiera estado en su lugar. No dispararía.
Sin embargo, a Munda no le dio tiempo de terminar su razonamiento a favor de la candidata: en el mismo instante en que estaba pensando que jamás haría nada que pudiera dañarla, el sonido del revólver rompió el silencio de la habitación.
Contra todos los argumentos que ella habría encontrado para justificar su negativa, doña Lía había disparado.
El mundo desapareció en una fracción de segundo, mucho menos que un instante, una milésima del tiempo que se tarda en tener conciencia del miedo. Munda se desplomó sobre el suelo antes de que el eco del chasquido desapareciese. El maestro de ceremonias le quitó la venda de los ojos a la señora Punang y le hizo un gesto para que se acercara a la joven. Nadie se movía. A su alrededor, una docena de personas vestidas con túnicas de colores sujetaban velones que proyectaban sombras deformes sobre la pared. Además de crucifijos y escapularios, todos llevaban sus anting colgados del cuello, talismanes y medallas de la Virgen de Antipolo que les servían de amuletos. El único sonido que podía escucharse era el del crepitar de las velas. En el centro de la sala, un tapiz ajedrezado de nueve por ocho casillas, los setenta y dos nombres de Dios.
Doña Lía le quitó la venda de los ojos y la llamó.
—¡Munda! ¡Despierta!
Pero Munda acababa de bajar a los infiernos, y no era capaz de remontar. Le ardía la boca. Sólo veía llamaradas a su alrededor. El cañón de una pistola no dejaba de expulsar fogonazos y de apuntarle directamente a la cabeza. La voz de doña Lía le llegaba desde lejos.
—¡Pequeña! ¡Vamos, despierta!
Cuando recobró el conocimiento, sus ojos estaban mojados, y su mano sujetaba la de la señora Punang como si esta fuera a salvarla de caer por un precipicio. Doña Lía la acarició.
—¡No estaba cargada! ¡No podía estarlo! Me pidieron que jurase un compromiso para luchar por la libertad y por el honor del pueblo tagalo. No era lógico que ese disparo pudiese mancillar la palabra que acababa de entregarles.
Después del juramento de sangre, la recién iniciada ofreció a sus hermanos katipuneros una fiesta en su casa. Manuel debería haber asistido tanto a la ceremonia de iniciación como a la fiesta, le esperaron hasta bien entrada la tarde, pero las horas pasaban y no daba señales de vida. La señora Punang no hacía otra cosa que mirar su reloj de cadena, una maquinaria alemana que había pertenecido a su esposo. Muy pronto se haría de noche. Había que devolver a Munda a Manila antes de que cerraran las murallas de Intramuros. Pero antes, decidió enviar a un criado a la cueva de Bernardo Carpio en busca de noticias.
El criado regresó al cabo de media hora.
—¡Señora! La Guardia Civil tiene la cueva vigilada. Dicen que el Jefe Supremo del Katipunan estuvo allí esta mañana, y que escribió en la pared «¡Viva la independencia filipina!». Nadie ha podido entrar en la cueva desde hace horas.
—¿Y mi hijo?
—Los caminos también están vigilados. No creo que haya podido ni siquiera acercarse.