Pasaron unos meses antes de que Munda volviera a tener noticias de Manuel o de la señora Punang. Se acercaba la Semana Santa, en las iglesias se arreglaban los pasos de las cofradías y se confeccionaban las cruces de los penitentes, que inundarían las calles. El Domingo de Ramos, el gobernador general de las islas ejercería la facultad de conceder el perdón a uno de los presos de la fortaleza de Santiago, emulando así la puesta en libertad de Barrabás por parte de Pilatos. El viernes anterior, don Francisco había anunciado en la cena la noticia que toda la familia esperaba desde la muerte del pequeño Francisco. El juicio de la nodriza había terminado.
—La han condenado a la pena capital.
Mariana no hizo ningún comentario, continuó con su sopa como si no hubiera escuchado nada. Su marido la miró, dirigió después una mirada huidiza al resto de la familia e imitó a su mujer. Munda miró a su padre como si le estuviera pidiendo socorro, pero el marqués optó por imitar también a su hija mayor y continuó con su sopa. Alejandra se echó a llorar.
—¿Y qué vamos a hacer?
Nadie contestó. Desde el fondo del comedor, un criado tagalo tiraba de una cuerda que se unía a una plancha rectangular suspendida del techo, una panca. El armazón, del mismo largo que la mesa, terminaba en un volante de machos de la misma tela fuerte de algodón con que se forraba la plancha, una tela de dril. El único sonido que se escuchaba en el comedor era el que producía el engranaje de la panca, que abanicaba a los comensales con su movimiento de izquierda a derecha. Munda miró a su padre y repitió la pregunta de Alejandra.
—¡Papá! ¿Qué vamos a hacer? Tendrás que hablar con el gobernador general.
En ese momento, Mariana soltó la cuchara y clavó sus ojos azules en los de su padre.
—¡No vamos a hacer nada, papá!
Munda se levantó de la mesa y volvió a dirigirse a don Francisco.
—Pero ¡se cometerá una injusticia! Tienes que pedirle al gobernador que la indulte el Domingo de Ramos.
Mariana también se levantó de la mesa. No gritó, pero su voz sonaba tan dura que Munda comprendió que su padre no haría nada sin su consentimiento.
—Nadie hablará con nadie.
—Pero, por favor, Mariana, ¡no podemos consentir que la maten! ¡Fue un accidente!
—¿Sabes tú más que un tribunal militar?
—Pero, Mariana, ¡tú sabes que fue un accidente!
—¡No! Yo no lo sé. ¿Cómo lo sabes tú? Munda volvió a mirar a su padre.
—¡Papá!
Pero no había nada que hacer, don Francisco continuaba en silencio, como si estuviera conforme en que Mariana llevara el peso de la conversación.
Munda se retiró de la mesa y se dirigió hacia la puerta de salida, no podía creer lo que estaba sucediendo. Antes de abandonar el comedor, se volvió hacia su padre.
—¡No es así como nos educaste! ¿Te acuerdas? «Escucha siempre la voz de tu conciencia, y ama al prójimo como si fueras tú mismo. Así conocerás a Dios algún día». Don Francisco se levantó de la mesa y le hizo un gesto al criado para que saliera del comedor.
—¡Munda! ¡Por favor, vuelve a la mesa!
Pero Munda se marchó. Alejandra se levantó también, y corrió detrás de su hermana. El llanto apenas le permitía hablar.
—Una condena a muerte no debería ser consuelo para ningún cristiano. Y mucho menos cuando el condenado es inocente.
Munda se había encerrado en la biblioteca, junto a los libros masones en los que se hablaba de la búsqueda de la igualdad, la fraternidad y la justicia. Lloró por ella, porque no sabía ya dónde buscar esos principios en los que había creído firmemente durante tantos años, pero también lloró por su padre.
¿Dónde se había quedado el hombre que ella admiró? ¿Qué había pasado con aquellas enseñanzas que la guiaron desde que era pequeña, aquella seguridad en la que se refugiaba en los momentos difíciles? ¿Dónde estaba el que la calmaba cuando tenía miedo? El que la abrazaba. El que la enseñaba a bailar. ¿Dónde?
Cuando su hermana entró en la biblioteca, Munda se abrazó a ella como si nadie más en la casa pudiera comprenderla.
Las dos lloraron con un desconsuelo al que ninguna encontraba salida. Mientras más lloraba la una, más lloraba la otra. Hasta que al cabo de un rato, Alejandra se apartó de los brazos de Munda y se secó las lágrimas.
—Ya no podemos llorar más. Así no conseguiremos nada. Piensa en algo que podamos hacer. Yo te ayudaré.
Munda se levantó y se arregló la falda.
—Todavía hay una esperanza. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Adónde?
—A ver al comandante Ribó.
—¿No sería mejor el gobernador general?
—Le extrañaría que fuéramos a verlo sin nuestro padre. A nosotras no nos tendría en cuenta. Pero si convencemos a Ribó para que retire su testimonio, o por lo menos para que lo cambie, quizá podamos conseguir que se revise el juicio.
—¡Vamos!
Alejandra parecía distinta desde hacía algún tiempo; todavía era una niña, pero en los últimos meses había conocido tanto sufrimiento, que cualquiera diría que se había convertido de pronto en una mujer. La desaparición de Manuel, la muerte del cabo, la de su sobrino, el arresto de la nodriza… Alejandra había llorado más en los últimos meses que en los casi catorce años que había vivido hasta entonces.
Estaba a punto de alcanzar a su hermana en estatura y, aunque apenas se parecían, no podían negar su parentesco. Los ademanes, el color de la piel, que por mucho que se lavara con agua de coco no había manera de blanquear, la mata de pelo negro, las manos huesudas. Pero sobre todo, la determinación: al igual que su hermana, ella nunca se rendía hasta que no conseguía sus propósitos.
Cuando llegaron a la Comandancia, se encontraron con la sorpresa de que su cuñado les esperaba en la puerta.
—¡Escuchad! Iré con vosotras a ver al gobernador general. Ya le he pedido audiencia. Mañana por la mañana nos recibirá en Gobernación. Pero, eso sí, por lo que más queráis, mi mujer no debe enterarse nunca de esto. ¿Sabréis guardar el secreto?
Munda se cogió de su brazo.
—¡Claro que sí! Gracias, Ricardo.
—Era mi hijo, pero un muerto no resucita a otro. No quiero este despropósito sobre mi conciencia.
—¿Vienes también a ver al comandante?
—No, eso lo dejo para vosotras. En mí sólo vería a un subordinado, débil y sin honor. No beneficiaría en nada a la nodriza.
Ricardo se dirigió a la calesa en la que había llegado desde el palacio de Santa Clara.
—Os veré mañana a las ocho en punto en la puerta de cocheras. Tendré la berlina enganchada para cuando bajéis. Procurad que no os vea nadie.
—Allí estaremos, gracias otra vez.
Munda y Alejandra se despidieron de él con un beso y se dirigieron a la garita de guardia para solicitar que avisaran al comandante Ribó, a quien esperaron en el patio de armas, un recinto porticado presidido por una bandera y una enorme cruz de piedra en el centro.
El comandante se acercó a ellas con una sonrisa. Siempre llevaba su uniforme impecable, blanco, impoluto, planchado, como si acabara de salir de la lavandería.
—¡Vaya, vaya! Las señoritas Camp de la Cruz. ¡Cuánto honor! ¿Y a qué debo esta maravillosa e inesperada visita?
Para sorpresa de Munda, fue Alejandra la primera en hablar.
—¡Señor! Hemos venido a pedir que se haga justicia.
—¿Justicia? ¡Querida Alejandra! ¿Y a qué viene esa palabra tan grande en una boca tan pequeña? Las niñas no deberían acudir a conceptos tan altos. Eres demasiado joven, querida.
—No soy joven para pedir un favor.
—¿Favor? ¿O justicia?
—Las dos cosas, si usted nos lo permite.
—¡Bien! Pide entonces.
El comandante sonrió a Munda. Probablemente, él ya conocía el motivo de la visita de las jóvenes, pero las dejó hablar. Munda tomó la palabra cuando su hermana le hizo un gesto para que continuara con la conversación.
—Verá, comandante, sabemos que han condenado a la nodriza de nuestro sobrino. Y nos preguntamos si sería posible que usted retirara su declaración.
—¡Vaya! ¡No sabía que le interesaran los independentistas!
—Ella no es independentista. Creemos que es inocente.
—¡Esto sí que es una sorpresa! Sobre todo, teniendo en cuenta que ha confesado. Yo mismo estaba presente cuando se inculpó.
—Pero eso no es posible, ¡fue un accidente!
—No es eso lo que ha dictaminado el tribunal. Ni lo que ella admitió en el interrogatorio.
—Pero, comandante, ni siquiera era suyo el alfiler. Se lo había colocado mi hermana en la pechera. Era un imperdible muy antiguo, nunca cerró bien del todo.
—¡Ya ve! No siempre se sabe de dónde vendrá el enemigo, ni qué armas utilizará en su ataque.
Usted no conoce a estos chatos, señorita Munda. No me extrañaría nada que lo hubiera hecho por rencor. Tenga en cuenta que mientras ella daba su leche a un niño blanco, su propio hijo tenía que ser alimentado con leche de búfala. Es una buena leche, desde luego, pero también es una lástima, si se piensa bien. Dejó a su hijo recién parido en una choza, para irse a un palacio a cuidar de otro. ¡Una lástima, sí!
—¡Por favor, comandante, si usted cambiara su declaración…!
—Sería inútil, querida, la filibustera salió esta mañana temprano para el parque de la Luneta.