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A pesar de la muerte del pequeño Francisco, Mariana se esforzó en aparentar que no había ocurrido nada. Después de unos días encerrada en su cuarto, redobló sus actividades como si de ella dependiera el control absoluto de todo. El palacio, sus hermanas, su hija, su marido y, sobre todo, su padre, al que se afanaba en proteger para que no recayera en el abatimiento que vivió antes de que el niño naciera.

El luto aconsejaba recogimiento y prudencia en sus salidas del palacio, pero ella seguía acompañando a su padre a la catedral, ayudándole en los ensayos y animándole para que continuaran con sus paseos por el parque. De vez en cuando, contraviniendo todas las normas del periodo de duelo, incluso se atrevía a tocar al piano alguna melodía de las que llegaban desde España, alejadas por completo de las partituras que ensayaba con su padre para la liturgia de los oficios religiosos.

Todos esperaban el momento en que sus nervios se rompieran. Pero no estalló. Continuó como si la vida no le hubiera quitado una razón para vivir. Se centró en las obligaciones que ella misma se creó y simuló que nada había pasado. Eso sí, desde que despertó al día siguiente del entierro, después de haber llorado todo lo que se permitió a sí misma, ordenó a la niñera de María Francisca que, estuviese donde ella estuviese, su hija debía estar siempre a su lado. Desde entonces, la criada y la niña la seguían a todas partes. María Francisca estaba a punto de cumplir los dos años.

Durante el periodo de luto, Alejandra y Munda pasaban la mayor parte del tiempo con su padre. El comandante Ribó les visitaba con frecuencia, y a menudo intentaba quedarse a solas con Munda, bajo la mirada complacida de Mariana y del marqués, pero ella siempre encontraba un pretexto para volver al grupo, o para que les acompañara Alejandra. El luto no les permitía salir a la calle excepto para pasear y para asistir a los oficios religiosos, y menos aún les permitía acudir a los bailes que se organizaban en otros palacetes, de manera que Munda no necesitaba buscar excusas cada vez que el comandante la invitaba. En una de esas visitas, llevaba en la mano dos entradas para asistir al estreno de una zarzuela que acababa de llegar de Madrid.

—¡Señorita Munda! ¡No sabe lo que me ha costado conseguir estas entradas! Y no estoy dispuesto a ir al teatro si no es con usted. Sería una pena que se desperdiciasen. ¿No le parece?

—¡Absolutamente, comandante! Pero me temo que no será posible. Comprenda que estoy de luto. No podré aceptar su invitación hasta dentro de dos años.

—Yo la esperaría a usted dos vidas, si fuera preciso.

—¡Por lo que más quiera, comandante! No debería usted mirar tan lejos.

—Hasta el infinito miraría yo, si supiera que tenía alguna probabilidad con usted. ¿Sería muy imprudente por mi parte si le pidiera que me permita que la espere?

—Lo siento, comandante, no me gustaría parecer descortés, pero me temo que su espera no daría los frutos que usted desea.

—¡Entonces déjeme que la visite! ¡No volveré a invitarla! Sólo le pido que acepte mis visitas hasta que pueda aceptar mis invitaciones.

El comandante le pisó un pie con disimulo, pero Munda se retiró de su lado con un respingo, y no ocultó su malestar por el atrevimiento.

—Puede usted seguir visitando a mi familia siempre que lo desee, pero le ruego que no insista en sus pretensiones conmigo, estaremos más cómodos los dos. Si me lo permite, estoy muy cansada, voy a retirarme.

Después de aquel día, el comandante Ribó no volvió al palacete de Santa Clara. Algunos domingos coincidían en la misa de la catedral o en los paseos por el parque de la Luneta. Al principio se acercaba, pero ante la indiferencia de Munda, acabó por saludar con una inclinación de cabeza cuando pasaba a su lado, y seguía su camino como si nunca hubiera querido intimar con ella.