El entierro de Francisco de Asís Guzmán del Torno y Camp de la Cruz se celebró tres días después de su muerte. Durante esos tres días, Mariana encargó para él las tres misas que dio cada sacerdote de Manila y ofreció en cada una de ellas cincuenta pesos para que los fieles rezaran por su alma. Por si esto fuera poco, compró la bula de difuntos, y un rosario de indulgencias que intercederían por él ante el Santísimo.
Al sepelio asistieron los amigos peninsulares de la familia, los frailes de la catedral, los militares de graduación y algunos criollos. Buena parte de las señoras tagalas que escucharon las palabras de Mariana en la fiesta sobre el traje de mestiza no acudieron al palacio a darle el pésame.
El mismo día de la muerte, la Guardia Civil se llevó a la nodriza al fuerte de Santiago, la fortaleza situada en uno de los extremos de la muralla. A pesar de que la familia no quiso presentar cargos contra ella, las autoridades insistieron en abrirle diligencias, puesto que, según su parecer, podía tratarse de un complot katipunero y masón para asustar a los peninsulares que vivían en las islas. Las fuerzas del orden no podían consentir que un crimen de aquellas dimensiones se resolviera sin un escarmiento ejemplarizante.
Las declaraciones del comandante Ribó sobre el extraño comportamiento de la india, que no soltó una sola lágrima mientras bajaba las escaleras con la víctima en los brazos, serían determinantes para condenar meses después al ama de cría, que hasta el momento de su detención nunca había oído hablar de la masonería ni del Katipunan.
Tras el funeral, los hombres acompañaron al padre y al abuelo al cementerio, y las mujeres acudieron al palacete de Santa Clara para rezar el rosario. Alejandra no dejaba de llorar. Mariana dormía bajo los efectos de un sedante y Munda recibía a las visitas, que se iban sentando en el salón formando corrillos en los que, entre padrenuestros y avemarías, comentaban la desgracia que le había tocado en suerte a aquella pobre madre. En uno de los corrillos, Munda pudo escuchar a un grupo de damas peninsulares que susurraban tapándose la boca.
—Dicen que hoy han fusilado a trece en la Luneta. Mi marido ha estado allí toda la mañana. Uno de ellos era un millonario, y otro un cabo. Indios los dos, ¡claro está!
—¡Dios mío! ¿Hasta dónde tendremos que llegar para que se entere el Gobierno de que tiene que enviarnos más tropas? Todos los días hay ejecuciones, y estos indios no aprenden.
—Mi marido dice que en Madrid se empeñan en arreglarlo todo a base de diplomacia. Pero esta gente no conoce lo que es eso. Lo ven como síntoma de debilidad y de inferioridad. ¡Mano dura, es lo que hace falta!
—¡Desde luego! Aquí si no es a base de palos, no hay manera. ¿Sabes lo que me dijo el otro día el mozo de comedor? Que mi marido no le quería porque no le pegaba bastante.
—¡Pues que le pegue más! O mándamelo a mi casa. Seguro que mi marido le compensaba la falta de cariño.
Sus risitas ahogadas se escucharon en todo el salón.
—¿No sabes cómo llaman él y sus amigotes a los fusilamientos? ¡Toros! Y dicen que ojalá hubiera toros todos los días. Cada vez que cae uno se hartan de decir «¡Viva España!», para que el muerto se lo cuente a Satanás. ¿Tú te crees? ¡Este marido mío es un caso!
Munda se marchó a la biblioteca y rompió a llorar.