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Mariana, su cuñado, su padre y Alejandra apenas la reconocieron cuando la vieron entrar en el salón de baile. Llevaba un traje de mestiza confeccionado en tela de piña. El cuello, también de piña, simulaba una toquilla que formaba picos por delante y por detrás. Los bordados que adornaban el vestido, en hilo de seda y de plata, representaban objetos característicos del pueblo filipino. Un cocotero con un manojo de cocos, una choza de ñipa, mariposas, pavos reales, orquídeas, sampaguitas, rosetones y un montón de bodoques diseminados por todo el tejido. Las mangas parecían alas de mariposa replegadas, bordadas con el mismo hilo de seda.

Una sobrefalda negra de encaje, a la que llamaban napis, se ajustaba al cuerpo desde la cintura hasta las rodillas. De la parte trasera del vestido surgía una cola que partía de la cintura y se arrastraba más de medio metro por el suelo, toda ella bordada de sampaguitas, la flor que predominaba en todos los bordados.

En la mano derecha, un enorme abanico de plumas de marabú, y como calzado, unas chinelas blancas bordadas en plata.

Llevaba el pelo recogido en una trenza que le caía desde la nuca hasta la mitad de la espalda, y una sonrisa, a caballo entre la plenitud y el misterio, de la que ninguno de los asistentes a aquel baile podía sospechar su procedencia.

El comandante Ribó la esperaba desde hacía más de una hora. Un parche negro le tapaba el ojo derecho.

—¡Señorita Munda! Siempre sorprendiéndonos a todos. Es usted como una aparición. Como una diosa.

Créame si le digo que no tiene rival, vaya donde vaya y como vaya. Munda se echó a reír.

—¡Vaya, vaya!

—Lo siento, quiero decir que… Mariana le interrumpió desde lejos.

—¡Mundita, hija! ¿Dónde te habías metido? ¿Y qué es lo que llevas puesto, por el amor de Dios?

¡Si pareces una criada negrita disfrazada para el día de su boda!

En el salón se hizo el silencio de repente, muchas de las mujeres que habían acudido a la fiesta, casi todas criollas o indígenas casadas con criollos, vestían trajes de mestiza similares al que llevaba Munda.

En un instante, todas las miradas se dirigieron a Mariana, que intentó corregir su torpeza en el mismo momento en que terminaba de cometerla.

—Lo siento, quería decir que a ella no le pegan esos vestidos. Es demasiado alta y desgarbada.

¿No les parece? A ustedes, sin embargo, les quedan maravillosamente. La tela se obtiene de la planta de la piña, ¿verdad? Es preciosa.

Pero el daño no podía repararse. Algunas tagalas se dirigían ya hacia la puerta de salida cuando, en medio del silencio, se escuchó un quejido que procedía de las escaleras.

—¡El niño, señora!

La nodriza emitía un sonido casi inaudible, un gemido que parecía costarle salir de la garganta.

—¡No sé cómo ha podido tragárselo!

Bajaba con el bebé en los brazos, susurrando, como si nadie más que ella tuviera que escuchar lo que decía.

—No me di cuenta de que no lo tenía prendido. No sé cómo pudo ser. Se lo ha tragado. Mariana corrió hacia las escaleras.

—¿Qué se ha tragado mi hijo? ¿Qué dices?

Cuando llegó hasta la nodriza, pudo ver la cara del niño, amoratada e inmóvil.

—¡Mi hijo!

Los gritos se oyeron en todo el palacio.

—¿Qué le has hecho a mi hijo?

No fue una pregunta, ni una acusación. Fue un alarido, un aullido, un dolor insoportable.

—¡Mi niño!

Todos los invitados a la fiesta pudieron sentir aquella angustia. Aquel abismo al que Mariana se acercaba sin remedio. Aquella desesperación. Aquel vacío.

—¿Qué le pasa a mi niño?

La nodriza seguía con el bebé en los brazos. Ausente, mirando a la nada, susurrando para sus adentros.

—El alfiler.

Cuando el marqués le quitó al niño de los brazos, la madre se abalanzó sobre ella y comenzó a golpearla con los puños cerrados.

La nodriza no se movía. Permanecía de pie en las escaleras, recibiendo los golpes de Mariana y repitiendo una y otra vez la misma frase.

—Se lo ha tragado, se lo ha tragado.

Mariana la golpeaba sobre los volantes de una blusa abierta, una pechera que debería cerrarse con un alfiler negro que la propia Mariana le había prestado minutos antes de la fiesta, para que lo luciera cuando bajara las escaleras con el futuro marqués en los brazos.

—¿Qué alfiler? ¿Qué alfiler?

En ese mismo momento, en España, la emperatriz de Austria-Hungría, Elisabeth de Wittelsbach, a la que todo el mundo conocía como Sissí, se admiraba de la palmera de ocho brazos que en Elche habían bautizado con su nombre. Un hermoso ejemplar situado en un jardín al que llamaban el Huerto del Cura.

La visita de la esposa de Francisco José, aprovechando un amarre forzoso de su buque en el puerto de Alicante, y los triunfos de Guerrita de Córdoba, Lagartijo y Frascuelo, en las plazas de la Maestranza y de Vista Alegre, en Bilbao, serían los acontecimientos más señalados por todos los periódicos nacionales.

Mientras tanto, en Cuba, donde nunca habían llegado a cerrarse las heridas de la guerra que había empezado hacía casi tres décadas, se fundaba el Club de la Estrella Solitaria y se fraguaba una nueva insurrección.

El llamado Grito de Baire, en recuerdo del lugar del primer levantamiento contra la Corona, se extendería por todas las provincias en menos de un año.

El Gobierno español, seguro de que dominaría la situación, nunca pensó que los cubanos alzados en armas podrían ganar la batalla por la independencia. Pero el grito de José Martí, al que todos llamarían después el padre de la patria cubana, se escuchaba por toda la isla: «Los derechos no se piden, se toman».