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Una semana después, para calmar los ánimos de su hermana pequeña, y con la excusa de presentar al futuro marqués de Sotoñal a sus amistades, Mariana organizó una fiesta a la que invitó a las mejores familias de Manila, a los frailes más importantes y a las autoridades castrenses. Para esa fecha, el marqués había conseguido que se instalara la luz eléctrica en todo el palacete de Santa Clara, incluida la fachada y las farolas del jardín. Sólo hacía un par de años que la electricidad había llegado a Manila, y todavía no se disfrutaba más que en los centros oficiales, algunos conventos y una pequeña parte de las mansiones coloniales.

El palacio estaba completamente iluminado cuando comenzaron a llegar los carruajes. A medida que iban bajando de los coches, los invitados se maravillaban del aspecto que había adquirido el inmueble y, en lugar de entrar directamente, permanecían en el jardín admirando el espectáculo. Munda pensó en aprovechar aquel tumulto para salir por la puerta de cocheras con su traje de tagala. Resultaría muy fácil pasar desapercibida entre los cocheros y entre los curiosos que se agolpaban en las inmediaciones del palacete, extasiados por el prodigio que estaban contemplando.

Mani la ayudó a vestirse en el cuarto de la plancha.

—¡Ay, niña Munda! ¡Esto no me gusta nada! ¡Ya sabes lo que dijo tu padre el otro día, no deberías salir!

—No te preocupes, volveré enseguida, sólo quiero saber si le ha pasado algo a doña Lía. Espérame aquí con el vestido para la fiesta. Antes de que te hayas dado cuenta, estoy de vuelta. Ya lo verás.

Munda salió del palacete en dirección a la calle Real. Era la primera vez que salía sola tan tarde. Todavía no había anochecido completamente, pero hacía rato que se había puesto el sol. El corazón le latía con tanta fuerza que podía sentir la sangre en las sienes.

Antes de llegar al cruce de siempre, le asaltó la misma voz ronca de la semana anterior.

—¡Sígame, señorita Esclaramunda!

Anduvieron por las calles de Intramuros sin un rumbo que pareciera determinado, entrando y saliendo por callejuelas por las que ella no había transitado nunca. De vez en cuando, el guía la dejaba pasar unos metros por delante de él, y después la adelantaba y aligeraba el paso. Cuando pareció que estaba completamente seguro de que nadie les seguía, volvieron a la calle Real esquina con Magallanes y se colocó a su lado.

—¡Entre en la primera casa de la derecha y póngase esto!

El tagalo le entregó una cesta en cuyo interior había un pijama azul, idéntico al que él llevaba puesto.

—Deje su pijama en la cesta y cuélguela de un clavo que hay detrás de la puerta, más tarde lo recogerá.

Munda le obedeció. Entró en el zaguán de la casa y allí mismo se cambió de pijama. Sobre el suelo encontró una barra de madera de aproximadamente medio metro de longitud. En uno de sus extremos colgaba una olla de barro repleta de agua, que se tapaba con un medidor de madera del tamaño de la boca de la olla; en el otro extremo colgaba otro medidor de madera en forma de tubo alargado, bastante más grande que el anterior, de un diámetro similar al de la boca de la olla.

El guía le esperaba con un artilugio idéntico sobre el hombro, la olla hacia la espalda y el medidor, que ejercía de contrapeso, hacia delante. Para compensar la carga, que tendía a inclinarse hacia atrás por el peso de la olla, sujetaba la barra con el antebrazo. Munda se colocó su artilugio de la misma forma.

El falso aguador se dirigió hacia la muralla, camino del barrio de Binondo. Munda le seguía unos pasos más atrás. Después de unos cuantos cruces de calles, otro aguador se colocó al lado del primero, caminaron unos metros uno junto a otro, hasta que el primero desapareció doblando una esquina. Al segundo le sustituyó otro más al cabo de unos minutos, y a este, una tagala que llevaba un cesto de frutas sobre la cabeza. Estaba oscureciendo. Al llegar a la altura del puente que atravesaba el río Pasig, la tagala comenzó a hablarle animadamente mientras caminaba a su lado. Munda fingió que entendía y afirmaba y negaba con la cabeza como si estuviera siguiendo una conversación. Cuando comenzaron a cruzar el puente, el corazón le dio un vuelco. Al otro lado del río, sujetando sobre el hombro derecho una barra parecida a la suya, pudo distinguir a un hombre con un pijama de rayas verdes y moradas. Sólo podía verle la espalda, encorvada bajo el peso de la olla como si se tratara de un viejo, avanzando muy despacio hacia la calle principal de Binondo, pero estaba segura de que se trataba de Manuel.

Cuando la tagala llegó a la altura del viejo, giró a la derecha y le cedió el puesto. Munda caminó tras él hasta las afueras del barrio mestizo. Su corazón cada vez palpitaba más fuerte. Al cabo de media hora, entraron en una casa con corral, una gallera donde se permitían apuestas clandestinas. Manuel abrió la puerta y le cedió el paso antes de entrar. Después dejó sobre el suelo su artilugio de aguador y ayudó a Munda a desprenderse del suyo. La barra le había dejado una marca en el hombro y en el antebrazo con el que ejercía el contrapeso. Manuel le frotó los músculos entumecidos y la besó en los labios.

—Has sido muy valiente.

Munda no respondió, se limitó a mirarlo, inmóvil, buscando en sus ojos el momento en que los suyos pudieran echarse a llorar. Manuel la miró y la deseó al mismo tiempo. Tenía la misma expresión que el día en que se conocieron en el barco. Aquellos ojos expectantes, hondos, negros como la soledad de los que no quieren estar solos. Los mismos ojos que lloraban de miedo en el Isla de Luzón, cuando su padre perdió el sentido. La misma boca carnosa, las mismas manos, el mismo cuerpo que se adivinaba debajo de la chilaba, los mismos dedos que no soltaron la pluma manchada de tinta. La misma melena que volvió transformada en un moño al comedor de oficiales, con aquel mechón que le caía sobre el hombro, provocador, insolente, esperando que alguien lo llevara a la espalda para liberar el lunar que se asomaba debajo, sólo de vez en cuando.

Manuel la contempló como si quisiera abarcarla, como si pudiera guardársela y quedársela para siempre. Viéndola así, sudando, agotada tras el esfuerzo de haber caminado bajo el peso de los cántaros, sintió con más fuerza que nunca que la había querido desde mucho antes de lo que podía imaginar. Antes de conocerla. Antes de que le hablaran de ella. Antes de saber que superaba las expectativas que se había creado, cuando oyó decir que una de las hijas del marqués nunca salía de su camarote. Antes de embarcar. Antes de saber siquiera que embarcaría. Antes de negarse a quererla, de no mirarla, de controlar cada movimiento de su cuerpo para no acudir a las llamadas de atención que ella no sabía disimular en cubierta, de no saludarla cada mañana y cada tarde con un besamanos, despacio, muy despacio, acariciando sus dedos.

—No he debido meterte en esto. No es justo. Pero necesitaba volver a verte. ¡Esclaramunda!

Y Munda sentía cómo se aceleraba su pulso y le subía un calor a la cara que le llegaba desde no sabía dónde.

—Lo que no sería justo es que no lo hubieras hecho. Yo también necesitaba verte.

Se dejaron arrastrar hasta los montones de paja que el gallero tenía preparados para esparcir sobre el ring después de cada pelea. Se arrancaron los pijamas. Extendieron una manta sobre la paja limpia y se besaron cada palmo de la piel. Se mordieron. Se mimaron. Se impregnaron del olor de cada uno, del sabor que desprendían, de todas sus humedades, de las carcajadas y de los gritos que no pudieron sofocar. Se miraron despacio, se recorrieron centímetro a centímetro, sin importarles el hoy ni el mañana. Sin tiempo. Sin pensamientos. Sin reparar en otra cosa que en cada uno de los cinco sentidos que compartían el uno con el otro. Y se dijeron en susurros todo lo que no se habían atrevido en sus cartas.

Munda se abrazó a doña Lía como el día en que se conocieron, buscando en ella los brazos de su madre. Era la primera vez que se veían desde hacía meses.

—Me alegro de verte, pequeña.

—¡Ay, señora Punang! ¡Tenía tanto miedo por usted! Pensé que no volvería a verla.

—Yo sí que tengo miedo por ti, pequeña. No quiero que vuelvas a arriesgarte por las calles de Manila. Ya no son seguras. Cualquier día te descubre la Guardia Civil y tenemos un disgusto.

La gallera constaba de dos edificios y de un corral enorme. Desde el corral, se entraba directamente a las cuadras y a una especie de patio porticado al que daban las dos edificaciones. En una de ellas se situaba el ring para las peleas de gallos y las dependencias de la servidumbre; en la otra, la vivienda de los señores de la casa.

—¡Ven! Te voy a enseñar la gallera. Era de mi familia, pero nadie lo sabe. Cuando nos obligaron a cambiar nuestros apellidos por otros que entendieran los españoles, dejamos esta finca a nombre de mi madre, Lía Punang, y nosotros pasamos a llamarnos Sampaguitas, como la flor preferida del pueblo tagalo. Las sampaguitas huelen a jazmín, y simbolizan la pureza y la fidelidad. En esta finca seguimos siendo fieles a nuestras raíces. Aquí todos me conocen como Lía Punang, mi abuela tagala, de quien mi madre heredó su nombre. Las dos se llamaban Amalia, pero los indígenas tenemos la costumbre de acortar nuestros nombres y dejar sólo las últimas sílabas. Mi esposo era criollo, ya lo sabes. Para todos los demás soy María Sampaguita, la señora de Rubio, y como él era doctor, yo también soy la doctora. Cuando vienen malos tiempos me vengo a mi tierra, y me escondo en esta finca y en mi nombre tagalo.

Doña Lía le enseñó la gallera y les acompañó después hasta la puerta del patio porticado.

—¡Manuel, tienes que irte ya! Te echarán de menos en Mindanao si llegas demasiado tarde. Yo me ocuparé de Esclaramunda. A ella también la echarán de menos si tarda en volver.

Manuel besó la mano de su madre y le ofreció el brazo a Munda para salir al patio. Una vez allí, se escondieron detrás de una columna y volvió a abrazarla y a besarle la nuca.

—¡Esclaramunda! ¡Cómo me gusta tu nombre! Clara y Munda, el mundo entero y la claridad más deslumbradora.

—¡Llévame contigo!

—Te quiero demasiado para hacerte un daño así. Ten paciencia, nos veremos muy pronto. Hay una mujer embarazada a la que tendré que visitar dentro de poco. Por esta zona no hay médicos, los peninsulares no se atreven a venir por aquí, y los pocos criollos que consiguen terminar la carrera de Medicina suelen quedarse en la península, o montan sus consultas en Manila. Los indígenas y los mestizos necesitan médicos, por eso cruzo a Luzón cada vez que me avisan. Aunque no pueda verte, sé de ti mucho más de lo que imaginas. Vengo con frecuencia para atender a mis pacientes.

—Entonces déjame que vaya contigo, yo te ayudaré. Me enseñaron primeros auxilios en el colegio de Alejandría.

Manuel se echó a reír y le rodeó la cara con las dos manos.

—Nada me gustaría más, ¡Esclaramunda! Pero es muy peligroso. Sólo tengo permiso para ejercer en Mindanao. Si me cogen en Luzón, significará la cárcel, para mí y para todos los que me ayuden. Me buscan por propagandista. Por nada del mundo quisiera verte entre rejas.

Manuel abrió la cancela y se dispuso a salir al corral, pero antes se volvió hacia Munda y le dio un beso en la frente. Ella le sujetó por la pechera, le besó en los labios y deseó que el tiempo pudiera detenerse, igual que se había detenido en los montones de paja. Manuel no dejaba de mirarla.

—No me busques ni me escribas, ni vuelvas a ir a mi casa: es muy peligroso, los guardias civiles ven filibusteros por todas partes. Espera a que vuelva a ponerme en contacto contigo, ¡Esclaramunda! Nos veremos muy pronto. Pensaré en ti cada segundo del día.

Munda permaneció abrazada a los barrotes de la puerta hasta que su silueta desapareció entre la vegetación del camino que se adentraba en la selva.

En dos ocasiones giró la cabeza para dedicarle una sonrisa, la misma que le dedicó desde la pasarela del barco en Singapur; la misma con que le recibió en Manila, cuando ella iba sola en una calesa, camino del palacio vacío de la calle de Santa Clara; la misma que ella recordaba todas las noches, desde la primera vez que sintió esas cosquillas que le subían desde el estómago.

Doña Lía salió al corral cuando Manuel desapareció. Munda volvió a abrazarse a ella como se hubiera abrazado a su madre. La señora Punang la dejó llorar durante unos minutos y después le secó las lágrimas, para conducirla hacia el interior de la gallera.

—¡Ven conmigo, pequeña! Tengo que vestirte para una fiesta. Los invitados estarán llegando todavía. Ya sabes la fama que tenemos los filipinos, somos lentos y nos hacemos esperar. Tu familia estará ocupada recibiéndolos a todos, aún no se habrá preguntado dónde estás. Tenemos que darnos prisa.