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De la fachada principal de la casa situada en la calle Real esquina con Legazpi colgaban dos enormes cuadros que representaban a los dueños de la vivienda. En uno de ellos, aparecía un criollo vestido de frac, sombrero de copa y bastón, ofreciéndole el brazo a una tagala vestida con el traje típico de las mujeres filipinas, el María Clara, de mangas abombadas que terminaban en el antebrazo.

La mujer impresionaba por su belleza. Delicada como la perla de Oriente que prestaba su nombre a la ciudad. Morena, cálida, con los ojos risueños y misteriosos. Se parecía a Manuel.

En la otra pintura, la mujer llevaba un vestido europeo con falda de polisón, y el criollo vestía falda tagala, camisa de rayas y bombín. También se parecía a Manuel. De todos los balcones de la casa colgaban banderas españolas y filipinas, en todas las españolas resaltaba un crespón negro sobre el color amarillo.

Hasta la altura del primer piso, la fachada de la calle Real combinaba la piedra con la mampostería encalada. Un portón de grandes proporciones daba entrada a la vivienda, pero se encontraba cerrado, al igual que la puerta de carruajes, que se situaba en medio de la fachada lateral, la que daba a la calle Legazpi. Lo único que permanecía abierto, como signo de que allí había alguien, era una puerta de reducido tamaño que formaba parte del propio portón, de una madera sólida y antigua, ribeteado de clavos enormes. La parte superior de la fachada se adornaba de grandes balconadas de madera pintadas de verde.

Munda y Alejandra habían caminado hasta allí desde el hotel. Una junto a la otra, vestidas con sus pijamas filipinos, peinadas con dos trenzas que les caían sobre el pecho y ocultas las caras con el sombrero de paja. Cuando tocaron el timbre y preguntaron por la señora Punang, Munda estaba temblando.

Les abrió una tagala que las condujo a un patio central, al que se accedía directamente desde el zaguán de la casa. El patio, que servía como distribuidor de las dependencias de la planta baja, se encontraba cubierto por un tragaluz. De una de sus esquinas, salían las escaleras de piedra que conducían a la galería donde se encontraban las habitaciones del piso superior. Las puertas, las barandillas y los cercos de las ventanas estaban pintados de verde, al igual que la madera de la fachada.

La señora Punang salió a recibirlas al patio y las condujo a un saloncito de la planta baja, decorado con muebles chinos y grandes jarrones de porcelana oriental. Parecía que las estaba esperando.

—¡Señorita Esclaramunda! ¡Cuánto me alegro de verla! ¡Ha sido usted muy valiente!

—No lo crea, señora Punang. En mi vida he pasado tanto miedo como hoy.

—¿Y tú, pequeña? ¿Tienes miedo?

—No, señora. Mi hermana lo acapara todo para ella.

Y era verdad. Munda temblaba como una hoja cuando se vistió el pijama. Temblaba cuando se peinó las trenzas. Cuando se dirigían calle Real arriba, camino de la esquina con Legazpi, y cuando hablaba con doña Lía. Pero su miedo no se debía al hecho de haber salido disfrazadas del hotel sin permiso de su padre, a él no le temía. Tampoco temía que las descubrieran, o que las delataran sus andares de europeas, o que alguien pudiera reconocerlas y poner sobre aviso a la Guardia Civil de que tenían contactos con la madre de Manuel. No. Su temor no procedía de fuera. Le salía de dentro, del hueco del estómago, que parecía contraerse cada vez que pensaba en él; de la necesidad de verle; de la incertidumbre; de la carta que acariciaba en las manos; de aquella letra de la que ahora tendría que desprenderse; de su olor a tabaco de pipa; y de su respiración.

Doña Lía le pidió que se sentase a su lado y le cogió las manos.

—No tengas miedo. Las mujeres como tú siempre consiguen vencer. Mi hijo me ha hablado mucho de ti, Esclaramunda. Ayer te esperó durante horas, pero al final tuvo que marcharse. Me encargó que te dijera que se alegraba de que hubieras sido prudente. ¡Hiciste bien, hija mía, en tiempos revueltos el corazón no puede mandar!

—¿Me vio ayer?

—Sí, en la puerta del hotel. Me dejó un paquete para ti, pero está claro que no hace ninguna falta que te lo lleves, entendiste el mensaje antes de que él te lo hubiera enviado.

La señora Punang cogió un paquete de una mesita situada junto a su butaca y se lo entregó a Munda. Se trataba de una caja de bambú, en cuyo interior encontró un pijama filipino como el que llevaba puesto Manuel cuando siguió a la calesa. Munda lo acarició y sonrió mirándose su propio pijama. Doña Lía también sonrió.

—Es la mejor forma de moverse a pie sin que se fijen en ti. Pero mi hijo no contaba con que tú eres una chica muy lista.

Aunque nadie la había avisado, al cabo de unos minutos apareció una doncella con una bandeja preparada con el servicio de té. Todas las piezas del juego estaban elaboradas con cortezas de coco engarzadas en plata. Munda admiró aquel trabajo mientras la señora Punang volvía a colocar la caja de bambú sobre la mesita de donde la había cogido.

—Está claro que esto ya no te hace falta. ¿Té?

—Sí, por favor. Solo. Es precioso el juego. Parece muy antiguo, ¿verdad?

—Me lo regaló mi esposo el día de nuestra boda. Id adoraba todo lo que tuviera el sabor de las islas Filipinas.

—¿Hace mucho tiempo que murió?

—Mi esposo no murió. Lo mataron por defender a los gomburza.

—¿Los gomburza?

—Los seguidores de Mariano Gómez, José Apolonio Burgos y Jacinto Zamora. Los ajusticiaron públicamente con garrote vil, acusados de traición. Pero sólo eran tres curas que protestaron cuando las parroquias gobernadas por sacerdotes filipinos fueron traspasadas a frailes españoles. Mi esposo los defendió, y también acabó en el patíbulo. Y ahora persiguen a mi hijo por escribir en un periódico. Sólo por eso, porque no les gustan las ideas que defiende.

La señora Punang miró a Alejandra y se disculpó.

—¡Oh! Lo siento, pequeña. No quería asustarte. Hablemos mejor de otra cosa.

Detrás de ella había un bargueño de madera lacada, con marquetería de marfil. Un mueble de estilo chino repleto de cajones, que se abría en forma de escritorio. Cuando Munda le entregó la carta de Manuel, doña Lía abrió uno de los cajones con una llave que sacó del bolsillo de su falda y la guardó.

No permanecieron allí más de media hora. La señora Punang les habló de las Filipinas. De sus más de siete mil cien islas. Descubiertas por Magallanes hacía poco más de trescientos años, y sometidas a los dictados de las órdenes religiosas desde que Legazpi las conquistara unos años después del descubrimiento.

Doña Lía seguía pareciendo tan joven y tan hermosa como la mujer del cuadro de la fachada, aún más, porque el artista no había podido captar, en toda su magnitud, la sonrisa y el misterio de aquellos ojos. Pero lo que más les impresionó de ella a Munda y a Alejandra fue la dulzura y la cercanía con que las trataba.

Se despidieron con el abrazo más tierno que recibían desde que tenían recuerdos, el que les hubiera dado su madre si la enfermedad se lo hubiera permitido. Doña Lía las acompañó hasta la puerta y les colocó los salakots, arqueándolos ligeramente hacia delante.

—Así nadie os verá la cara. Pueden estar vigilando la casa, por si mi hijo viniera.

Cuando ya estaba en la puerta de salida, Munda se volvió hacia ella y la saludó con una reverencia.

—¿Puedo pedirle algo?

—Por supuesto.

—Si no le importa. Me gustaría llevarme el paquete.

Mani las esperaba en el hotel con los nervios a punto de partirle en dos el corazón.

—¡Virgen de la Caridad del Cobre! ¡Tremendo susto me disteis, niñas! El comandante Ribó y el cabo primero vinieron por dos veces a despedirse. Se van mañana temprano. Y Mariana no deja de mandar recados para que vayáis al palacio. Ya han colocado los muebles.

—¡Ay, Mani! Manuel estuvo ayer esperándome en casa de su madre, por eso me pidió a mí que llevara la carta. ¡Si la vieras! Es la persona más maravillosa del mundo.

—Eso mismo decías de la señorita Inés, y mira ahora. ¡Venga! ¡Espabilad! ¿O queréis que Mariana se enfade más de lo que ya debe de estar?

—¡No, Mani! Munda tiene razón. La señora Punang tiene algo especial. Parece de porcelana oscura. ¡Y es tan cariñosa! Me gustaría que fuera mi madre. Pero, bueno, algún día será como la madre de Munda, ¿verdad? Y entonces también será como mi madre, ¿no?

—¡Anda! ¡Quítate esos pingos y ponte un vestido decente! ¡Apúrate! ¡Y tú! ¡No le metas más pájaros en la cabeza a esta criatura! ¡Y, por lo que más quieras, no te la vuelvas a llevar a estas correrías, sólo tiene doce años, por Dios bendito!

Pero sí se la llevó. Durante más de seis meses, Alejandra y Munda utilizaron su disfraz al menos una vez por semana, camino de la casa de doña Lía. Cada vez que cruzaban el umbral de la casona, Munda imaginaba que olía a tabaco de pipa. Pero Manuel no volvió a esperarla en su casa nunca más. A veces, le enviaba recados a través de doña Lía, diciéndole que tuviera paciencia, que volverían a verse muy pronto, y que escuchara a su madre. De vez en cuando, la señora Punang le entregaba una carta. Las primeras llevaban el mismo encabezamiento que la que le entregó el cabo primero, «Mi muy admirada Esclaramunda», pero poco a poco fue modificando el tratamiento hacia fórmulas más comprometidas. «Mi muy estimada Esclaramunda», «Mi muy querida Esclaramunda», «Mi Esclaramunda», «Esclaramunda mía», «¡Esclaramunda!». Ella le contestaba dirigiéndose a él con fórmulas parecidas, hasta que llegó al «Querido queridísimo» y ya nunca le trató de otra manera.

Guardaba todas sus cartas en la caja de bambú, junto al pijama de rayas. Se las sabía de memoria. Todas las noches las leía y las iba dejando sobre la cama, una detrás de otra, todas extendidas. Incluso guardaba copia de las que ella le contestaba, en previsión de que él no pudiera hacerlo. Algún día se las regalaría en recuerdo de aquella separación.

Durante más de seis meses esperó volver a sentir aquel aroma a tabaco de pipa que lo identificaba sólo a él. Hasta que un día en que se dirigía sola a ver a doña Lía, oculta bajo el sombrero filipino, le invadió la sensación de que Manuel se había detenido a su lado. Quiso girarse, pero antes de que hubiera iniciado el menor movimiento, sintió cómo una mano se apoyaba en su hombro y la empujaba a cruzar la calle.

—No me mires. Sigue andando hasta el cruce de Real con Magallanes y párate allí.

Al llegar al cruce, aquella mano en el hombro se deslizó hasta su nuca y le presionó el cuello.

—Nunca te he dicho cuánto me gusta tu nombre, ¡Esclaramunda! Nos veremos muy pronto. Manuel giró hacia la derecha y ella siguió calle arriba, sin rumbo, absorta, saboreando su nombre en la boca de él, intentando controlar el fuego que se había encendido en su nuca y empezaba a extenderse por todo su cuerpo.

Al cabo de dos semanas, en la misma esquina, mientras se preparaba para cruzar, volvió a sentir aquel olor a madera dulce y a especias, y una mano volvió a presionarle la nuca y a guiarla hacia la calle Real. Subieron calle arriba y giraron en Magallanes, sin mirarse, sin hablar, sintiendo cada uno el roce de la piel del otro. Al llegar a la primera casa, después de doblar la esquina, él la empujó hacia el zaguán y cerró el portón. Ella se giró antes de que la luz de la calle se apagara por completo. No hubo palabras, ni caricias, ni abrazos donde acurrucarse. Sólo una mano que le rodeaba la barbilla, y un beso largo, muy largo, en el que Munda se refugiaría a partir de ese momento, cuando se le hiciera insoportable el deseo de volver a verle.

Después, otra vez el silencio. La soledad. Los días interminables. Las idas y venidas de casa de doña Lía. Las semanas. Los meses. La espera.

Su padre no llegó a enterarse de sus salidas con el disfraz. Hacía tiempo que no mantenían una conversación que no fuera intrascendente. Don francisco había intentado muchas veces averiguar el motivo de su cambio de actitud para con él, pero Munda no estaba dispuesta a darle ese respiro. No había pretendido castigarle con la retirada de su afecto, eso no podía controlarlo, su castigo consistía en que no supiera la razón por la que se lo había retirado.

La última vez que hablaron a solas fue para liberarle del encargo que le había hecho en el barco con respecto a Manuel, después de recibir su carta de manos del cabo primero.

—Papá, ya no hace falta que busques a nadie de la Liga Filipina. Ya sé dónde está el doctor Rubio.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso no importa. Está en la isla de Mindanao con el doctor Rizal. Negoció con las autoridades de Madrid que si se deportaba voluntariamente, retirarían la orden de busca y captura. Y así lo ha hecho. No te preocupes de nada. Volverá en unos meses, cuando haya demostrado que no tiene nada que ver con el Katipunan.

Ella no quiso contarle más, todavía no se sentía cómoda hablando con él, y él no volvió a preguntarle. Sólo coincidían a la hora de las comidas. Él salía de casa a primera hora de la mañana en dirección a la Gobernación General junto a su yerno, al que habían asignado un puesto en el cuerpo de vigilancia de Capitanía. Después de su trabajo en el censo de los indios residentes en Manila, el marqués se dirigía a la catedral, donde practicaba con el órgano el resto de la mañana. Dedicaba las tardes a controlar las delegaciones de las empresas de exportación, en las que sus colaboradores se encargaban de la mayor parte del trabajo. Cuando regresaba al palacete, Mariana le esperaba con María Francisca para dar un paseo por el parque antes de la cena. A veces les acompañaban Alejandra y Mani en otra calesa, paseaban hasta el parque de la Luneta y después se dirigían hacia el río Pasig, a la zona donde las señoritas bien de Manila se bañaban acompañadas de sus criadas. Mariana lo consideraba una ordinariez, y nunca consintió en ponerse un traje de baño, ni siquiera cuando era pequeña y su madre la llevó a la playa de la Barceloneta, antes de embarcar para Alejandría, pero permitía que la niñera se bañara con María Francisca para que su padre se animara. La niña disfrutaba del agua y el abuelo sonreía. Su nieta era la única persona que le hacía feliz desde que llegaron al archipiélago, ella y el nuevo niño que esperaba Mariana, que también conseguía rescatarlo de aquella especie de melancolía en la que parecía consumirse. Mariana lo achacaba al desmayo que sufrió en el barco. Desde entonces, no volvió a ser el mismo. Su hermana Munda no se mostraba con él tan zalamera como antes, pero lo atribuía a que se había convertido en una mujer y, probablemente, ya no lo consideraba oportuno. La pequeña Inés, o Alejandra, nombre por el que ella se resistía a llamarla, tampoco le daba demasiado cariño. Seguía tan tímida y retraída como siempre, nunca se acercaba a nadie a menos que se lo pidieran, y ahora él no podía pedírselo. Desde hacía algún tiempo, Inés parecía la sombra de Munda. Apenas las veían. Desde que Munda se encerró en su camarote del Isla de Luzón, nada más embarcar en el puerto de Alejandría, Mariana tenía a su padre casi exclusivamente para ella. Nunca supo el motivo del enfado, ni cómo resolvieron el conflicto, si es que lo hicieron, pero el hecho era que ya no estaban tan unidos como antes. Ahora era ella quien se encargaba de cuidarle, sobre todo a raíz del síncope del barco. Desde que llegaron a Manila, controlaba sus comidas, le acompañaba en sus paseos después de la siesta, le ayudaba a preparar las partituras que debía tocar en el órgano de la catedral, e incluso acudía con él a los ensayos algunas mañanas. Mariana lo cuidaba como si se tratara de un enfermo, pero, en lugar de mejorar, el marqués adelgazaba y empalidecía a medida que pasaban los meses. Se le veía abatido, triste, sin fuerzas ni ganas de moverse, arrastrando los pies como el que arrastra la pena. Conservaba prácticamente todo el pelo, pero se le había cubierto de canas, sobre todo en el bigote y en la perilla. Enjuto, distraído, ausente, enredado en no se sabía qué pensamientos, Mariana era incapaz de sacarlo de su estado, a menos que le hablara de los niños. Ella sabía cuánto había anhelado su padre tener un varón, e intentaba animarle con la idea de que el que estaba en camino les traería esa alegría.

—¡Ya verás, papá, por fin tendrás a tu marquesito! —¿Tú crees?

—Pues claro, y le llamaremos Francisco de Asís, y llevará tu anillo cuando sea mayor. ¿Serás su padrino, verdad? —Claro que sí, pequeña. Así será.

Y así fue, nació varón Francisco de Asís Guzmán del Torno y Camp de la Cruz, el futuro marqués de Sotoñal. Le bautizaron cuatro días después de nacer.

Aunque no era habitual que las madres asistieran a la ceremonia, debido a que todavía se encontraban convalecientes del parto, Mariana no quiso perderse la cara de su padre cuando su primer heredero varón recibiera su nombre en la pila.

El acontecimiento que tanto había esperado don Francisco tuvo lugar en la catedral, entre los cánticos del coro y el llanto de emoción de la madre del recién nacido. Sin música de órgano, porque mientras el obispo derramaba el agua bautismal sobre la cabeza del recién nacido, la mano derecha de su abuelo sujetaba una vela, y la izquierda, un borde del faldón de cristianar que habían utilizado todos los marqueses desde hacía cuatro generaciones.

La madrina, Inés Camp de la Cruz y Castellanos, sujetaba en sus brazos al bebé como si se tratase de un ángel, una criatura que llevaba otra vez la alegría a una familia en la que, sin saber el porqué ni el cuándo, se había producido una fractura, un quiebro que tampoco podía entender, pero que había transformado a su padre en aquella persona tan triste que llegó a Manila.

Don Francisco pareció resucitar durante un tiempo. Él mismo se había encargado de buscar una nodriza que alimentara a su nieto. Una mujer recién parida, rebosante de leche de la tierra, cuyos calostros protegerían a su nieto de las enfermedades del trópico. Antes de contratarla, quiso conocer la salud de sus padres, la de su marido, las propiedades de la leche, las cualidades morales e intelectuales de la candidata y el lugar de nacimiento de todos ellos. Una vez encontró a la persona que reunía las características que él buscaba, le asignó a la elegida una cantidad de tres mil pesos pagaderos en fracciones mensuales de doscientos cincuenta, cantidad suficiente para alimentar a toda su familia durante el tiempo en que tuviera que vivir en el palacio, al menos un año, prorrogable por la misma cantidad si los médicos aconsejaban no destetar al niño cuando alcanzara esa edad. El marqués se encargaría también de proporcionarle al niño de la nodriza toda la leche de búfala que necesitase durante el periodo en que no estuviera con su madre. Teniendo en cuenta que la paga de un soldado en Ultramar no llegaba a los cuarenta pesos mensuales, la nodriza que daría de mamar al futuro marqués podría considerarse una mujer afortunada. Al menos, eso era lo que pretendía don Francisco. Una mujer que cuidaría de su nieto como si se tratase de un tesoro.