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El palacete del marqués de Sotoñal se convirtió en pocos minutos en un auténtico gallinero. Los criados que había contratado Lucio Luzón no podían entenderse con los que acompañaban a la familia desde Alejandría; al igual que la mayoría de los habitantes de las islas, aquellos tagalos no sabían hablar español. La cultura de la metrópoli nunca fue su cultura. El empleado filipino intentaba ejercer como traductor de unos y de otros, pero todos hablaban al mismo tiempo, y la comunicación resultaba imposible.

En el piso superior, Mariana protestaba ante su padre y su marido sobre las condiciones en las que se había realizado la mudanza. No era lógico que los muebles de la casa permaneciesen todavía en el barco y que la familia pretendiera instalarse, aunque fuera por un solo día, en la nueva residencia, ni siquiera en el caso de que Lucio Luzón hubiera podido improvisar una solución para la primera noche. Ella y su marido tenían reservadas las habitaciones del ala derecha del palacio: dos dormitorios con sus respectivos gabinetes, un despacho para don Ricardo, dos baños, un saloncito, una habitación para María Francisca y su niñera, otra para el que estaba en camino y para el ama de cría que contratarían antes de que naciera, y un baño común para las dos. Alejandra, Munda y don Francisco se quedarían con el ala izquierda, donde podían habilitarse también un par de dormitorios para invitados. En la zona noble de la planta baja, la biblioteca, el comedor familiar, dos salones comunicados por un arco, una sala de estar, un despacho con antesala, un comedor para treinta comensales y un salón de baile al que se accedía directamente desde un distribuidor donde se encontraban las escaleras. En la zona de servicio, la cocina, las despensas, el comedor de los criados, el cuarto de la plancha, las cocheras y las caballerizas. Y en el sótano, la carbonera, la bodega y los dormitorios del servicio.

El palacete se encontraba rodeado por un jardín en tres de sus fachadas, la principal y las dos laterales. La fachada posterior, donde se situaban las puertas de cocheras, la de la carbonera, y la de servicio, daba directamente a una calle paralela a la de Santa Clara.

Excepto los dormitorios del sótano, en los que había suficientes camas y armarios para toda la servidumbre, las demás dependencias de la vivienda se encontraban completamente vacías, a la espera de los muebles almacenados en el barco.

Los criados españoles pretendían ejercer sus privilegios como servicio estable de la familia, e intentaban desalojar a los indígenas de las habitaciones que habían ocupado desde que Lucio Luzón los contrató, las que daban a la fachada lateral del palacete, más grandes y mejor iluminadas, ya que disponían de ventanucos, al contrario que las que habían dejado libres los tagalos, que compartían tabique medianero con las bodegas y con la carbonera.

El mayordomo intentaba imponer su autoridad, como primer escalafón en la jerarquía del servicio, cuando se escuchó un grito de terror que procedía de la escalera principal.

Los criados invadieron el salón distribuidor desde el que se accedía a las dos alas del palacete. Mani, Alejandra y Munda se asomaron al rellano; allí se encontraban don Francisco y su yerno, Ricardo Guzmán del Torno, que contemplaban alternativamente el horror de Mariana y la barandilla de la escalera.

Cuando descubrieron el motivo de tanto alboroto, los criados españoles lanzaron un grito al unísono y los fílipinos sonrieron entre sí como si los visitantes se estuvieran asustando con una simpleza.

Tranquilamente, deslizándose como si aquel fuera su espacio natural, una serpiente se arrastraba por el pasamano en dirección al piso superior.

Mariana no dejaba de gritar y de limpiarse la palma de la mano derecha. Sus hermanas se sumaron al grito de los criados españoles, y el marqués y el marido a la sonrisa de los filipinos.

Y entre los gritos de unos y las sonrisas de los otros, Lucio Luzón se acercó a la serpiente, la cogió, se la echó sobre los hombros e intentó calmar a Mariana, mientras una sonrisa de alivio se apoderaba de todos.

—¡No se preocupe, señorita, no muerde! Es un buen remedio para ratas y ratones. Esta casa ha estado mucho tiempo sin habitar. Pero si usted lo prefiere, no volverá a salir de mi cuarto.

Mariana miró a Lucio Luzón sin abandonar el gesto de repugnancia con el que se limpiaba la mano.

—¿Es tuyo ese animal?

El tagalo respondió inclinando la cabeza. Mariana recompuso su gesto, miró uno por uno al resto de los nuevos criados, hasta que no quedó una sombra de sonrisa en ninguno de ellos, se volvió hacia Lucio Luzón y le clavó sus ojos azules.

—¡Fuera de mi casa! No quiero volver a veros por aquí a ninguno de los dos.

El empleado miró al marqués en busca de apoyo. Pero don Francisco levantó los hombros y corroboró la decisión de su hija.

—¡Lo siento! Pásese mañana por la oficina o por Gobernación y liquidaremos cuentas.

Minutos después, el tagalo salió por la puerta de servicio con su serpiente al hombro. El jardinero, el cochero y la costurera se solidarizaron con él y abandonaron también el palacete.

Al cabo de una hora, la familia se había instalado en el mejor hotel de Manila.

A las doce de la mañana del día siguiente, Munda y Alejandra se disponían a salir del hotel, camino de la calle Real esquina con Legazpi, acompañadas de Mani. El marqués se encontraba en el Isla de Luzón, controlando la descarga de los muebles, y Mariana y su marido en el palacio de la calle de Santa Clara, ordenando dónde y cómo colocar cada caja que llegaba del puerto, y seleccionando a los indígenas que sustituirían a los sirvientes que se habían marchado con Lucio Luzón, que no paraban de llegar al palacete recomendados por los que se quedaron.

Cuando Munda estaba a punto de poner el pie en la calle, delante de su hermana Alejandra, el comandante Ribó las abordó como si las hubiera estado esperando.

—¡Vaya! Me alegro de que ya esté mejor, señorita Munda. Ayer no pude despedirme de usted. Y, francamente, me quedé preocupado ante su precipitada marcha del baile.

—Ya estoy bien. Gracias por preocuparse, comandante, sólo fue un mareo.

El comandante saludó a las dos jóvenes con un besamanos, pero se entretuvo en la de Alejandra con la intención de gastarle una broma.

—¿Y se puede saber adónde se dirigen estas dos preciosidades, justo a la hora del ángelus, cuando toda Manila se paraliza?

Munda miró a través de la puerta abierta y se sobrecogió. Efectivamente, las calles parecían haberse paralizado. Eran las doce en punto. Las campanas de la ciudad repicaban la hora del ángelus, todos los carruajes se habían detenido y los viandantes se habían parado en el lugar donde se encontraban en ese momento, daba igual que fuera bajo los soportales, conduciendo una calesa o cruzando una calle, todos rezaban con la cabeza inclinada.

Cuando las campanas dejaron su repique, Alejandra se colocó el sombrero que llevaba en la mano y se dirigió al comandante.

—Vamos a dar una vuelta por Manila. Mi padre está en el puerto, por si quiere usted ir allí a saludarle. Seguro que ayer tampoco pudo despedirse de él.

—Efectivamente, tampoco pude, tenía que atender el desembarco de mi tropa. Pero ya me despediré de él en otro momento. No nos vamos a la zona de Baler hasta dentro de tres días. Mientras tanto, ¿me permiten que las acompañe? Hace un día precioso para pasear.

Munda acarició la carta de su faltriquera. No encontró ninguna excusa para decirle que no al comandante y, dadas las circunstancias, aunque la encontrase, no sería conveniente dirigirse a la casa de la señora Punang, el comandante podría seguirlas. Sin embargo aquel encuentro, que en principio le ocasionó un profundo malestar, le sirvió para conocer algunas costumbres de Manila que le vendrían muy bien en adelante.

En aquella ciudad, ningún peninsular que pudiera presumir del más mínimo abolengo se movía a pie. Todos iban en calesa. El comandante había alquilado una de cuatro plazas, que esperaba sus órdenes en la puerta del hotel.

—Por favor, suban al coche, llamarían ustedes mucho la atención si pasearan por estas calles a pie. No es propio de su categoría. Eso sólo lo hacen los indios. En Manila siempre hay demasiado polvo o demasiado barro.

El comandante Ribó les enseñó algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad. La catedral, la iglesia de San Ignacio y el convento de los Jesuitas, la plaza Mayor, la plaza de España, el puente sobre el río Pasig, el parque de la Luneta y el fuerte de Santiago, uno de los enclaves más importantes del cinturón amurallado.

Regresaron al hotel al cabo de hora y media. Todavía tendrían tiempo de acudir a casa de la señora Punang antes de la hora de la comida, pero no disponían de coche propio, ya que los de la familia se encontraban aún en el barco, y en caso de que lo alquilaran, el cochero podría delatarles. No era seguro. Habían quedado con don Francisco y con Mariana en el comedor del hotel a las tres en punto. Después de comer, todo Manila se echaba la siesta. Otra de las cosas que había aprendido en el paseo con el comandante. No podría moverse de la habitación. Además, las instrucciones de Manuel decían claramente que no entregara la carta más tarde de las tres. Tendrían que dejarlo para el día siguiente.

Munda subió a su habitación con su hermana pequeña. Una vez allí, las dos se asomaron al balcón para comprobar que el comandante se hubiera marchado.

—¡Uf! ¡Menos mal! ¡Qué pesado! ¡Creí que no se iría nunca!

—¿Y ahora qué hacemos? ¿Cuándo entregarás la carta?

—Necesitamos un plan. ¿Me guardarás el secreto?

—¡Claro! ¡Te lo juro!

—Mañana entregaremos la carta. Hoy sólo iremos a buscar unos disfraces.

Al cabo de unos minutos, se dirigieron a una tienda situada en la acera de enfrente. Un bazar chino donde a nadie le extrañó que compraran, entre salakots, batas de seda, abanicos de carey, y otros recuerdos de la isla de Luzón, dos pijamas filipinos de rayas combinadas con flores.