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Las principales iglesias de Manila comenzaron a repicar sus campanas cuando el barco inició las maniobras de aproximación a la dársena. El verde de la costa se desparramaba por todas partes, como si no hubiera un solo palmo de tierra en el que no brotara una abundante vegetación. La bahía era de un azul intenso. El viento, húmedo y caliente, parecía golpear la insignia del buque en lugar de ondearla, daba la impresión de que el aire era tan pesado que, en uno de aquellos palmoteos, la bandera se separaría de su mástil. Olía a selva y a mar.

Cuando entraron en la bahía, el cañonero que guardaba el litoral lanzó una salva de saludo al Isla de Luzón. Los soldados de uno y otro buque gritaban vivas a España, Filipinas y Cuba española. Las sirenas de los vaporcitos y de los lanchones entoldados, que se dirigían a faenar a los caladeros de marisco, también saludaban la llegada del barco entre bengalas y gritos de bienvenida a los «castilas», sobrenombre con el que llamaban los indígenas a los españoles de la Península.

Todos los pasajeros se asomaron a la borda. El río Pasig dividía la ciudad en dos mitades: a la derecha, Intramuros, la seguridad de unas murallas que se abrían a las cinco de la mañana y se cerraban a las once de la noche, donde vivía gran parte de los españoles venidos de la metrópoli, y de la burguesía criolla. Las grandes familias del azúcar, la Trasatlántica, el tabaco y el comercio. A la izquierda, el barrio de Binondo, el más mestizo, donde podían encontrarse toda clase de cruces entre las distintas razas que convivían en Filipinas desde hacía siglos: el criollo, el chino, el musulmán y el «indio», el nativo filipino, el último en el escalafón de las clases sociales del archipiélago, al que muchos peninsulares llamaban «negrito».

Los soldados del Batallón de Cazadores formaron en cubierta de proa mientras el barco atracaba. Al frente, el comandante Ribó, en posición de firmes desde que iniciaron las maniobras de arribo hasta que el barco quedó anclado en el muelle, momento en que dio la orden de romper filas.

Los soldados se desperdigaron por cubierta para recoger sus petates y se dispusieron a bajar la pasarela cada cual por su lado. Munda los observaba desde la cubierta superior, donde se concentraban los pasajeros de primera clase asomados a la borda. Cuando su padre se adelantó para encabezar el desembarco de la familia, Munda observó que el cabo que le había entregado la carta la miraba desde el final del puente. Ella acarició el bolso donde llevaba guardado su sobre y simuló que se quitaba el sol con el abanico, colocándoselo delante de la cara. Después miró al soldado, sacó la carta del bolso con disimulo y se la guardó en la faltriquera. Detrás de ella caminaba su hermana pequeña, que se había dado cuenta de toda la operación. Antes de llegar a la pasarela, Alejandra se colocó junto a su hermana y le habló en voz baja.

—La carta no era del comandante, ¿verdad?

—¿Me guardarás el secreto?

—¡Estaba segura! ¡No podía irse así! ¡Tenía que despedirse de ti! ¡Lo sabía!

—¡Chist! ¡Calla! Que no se entere nadie. Sitúate detrás de mí cuando lleguemos al final de la pasarela.

No fue difícil entregarle la carta al cabo, protegida en la retaguardia por la falda de su hermana. En el momento en que el sobre cambiaba de manos, volvió a sentir un vacío en el estómago que se extendía por todo su cuerpo como una onda expansiva. Miró a los ojos del cabo como si le estuviera entregando algo más que unas cuantas líneas escritas. Como si el lenguaje que usó al escribirlas no hubiera sido el que aprendió cuando estudiaba leyes en la biblioteca de su padre, el más aséptico, el más frío, el más distante posible. Como si no hubiera medido cada palabra, ni meditado cada frase, o no hubiera quitado el último párrafo.

El cabo pareció entender su mirada.

—Volverá a verle, señorita, no se preocupe.

Lo dijo en un tono de voz tan tenue que casi no pudo escucharlo. Aunque no habría hecho falta que hablase, todo su cuerpo le decía que volvería. Pero aquella frase casi inaudible demostraba que no se equivocaba. Ella había entrado en la mente de Manuel como él había entrado en la suya. Y ya nadie podría separarlos.

Alejandra se abrazó al cabo para despedirse.

—¿Nos veremos antes de que te vayas a Baler?

—¡Claro que sí, pequeña! Recuerda que tenemos pendiente un concierto.