Munda eligió para la ocasión otro de los ternos de su madre: una falda de gasa estampada en tonos verdes y turquesas, rematada en la cintura con un lazo que le caía sobre el polisón; una blusa de seda verde aguamarina, cuyo escote de volantes le dejaba los hombros al aire; y un chal de la misma gasa que la falda. El pelo le caía suelto sobre los hombros, recogido a los lados con pasadores de divinas y brillantes.
La cubierta de proa se había transformado en una fiesta repleta de farolillos de colores y de velas encendidas. El Batallón de Cazadores entonaba polcas, mazurcas y rigodones, que los pasajeros agradecían con aplausos y vítores. Excepto el personal de guardia, todo el barco disfrutaba de la última noche a bordo.
El comandante Ribó esperaba apartado de la multitud, consultando a cada minuto su reloj de bolsillo. Se había vestido de paisano, con un traje de chaqueta blanco. Cuando Munda apareció, se guardó la leontina en el chaleco, se acercó a ella y le ofreció su brazo.
—Está usted muy elegante, señorita Munda, le agradezco la deferencia que ha tenido conmigo.
—Gracias, comandante, para mí es un placer.
Sin embargo, no era verdad, el placer hubiera sido acudir al baile con Manuel, y colgarse de su brazo como Mariana se colgaba del de su marido. Orgullosa. Segura. Presumiendo. Pero ella acudía al baile con el hombre que hubiera apresado al doctor, nueve días atrás, si su padre no le hubiera dado la voz de alarma.
—¿Y adónde lo destinan a usted, comandante?
—A un pueblecito costero al noreste de Manila. Cerca de Baler. En la costa del Pacífico. Allí hay muchos insurrectos. No es la primera vez que tengo ese destino.
—¿Y se irá de inmediato?
—Prácticamente.
—¿Por cuánto tiempo?
—Lo que dure el reemplazo de mis Cazadores. Después nos sustituirá otro destacamento. ¿Por qué lo pregunta?
—Simple curiosidad.
El comandante Ribó la llevó hasta una pista de baile que habían improvisado los marineros en la cubierta de proa, y se inclinó en una reverencia.
—¿Me haría usted el honor, señorita?
Munda bailó con él hasta la medianoche. Intentó sonsacarle detalles de la acusación que pesaba sobre el doctor Rubio, pero no averiguó nada que no supieran todos los que viajaban en el barco. Lo mismo que escuchó su padre en la antesala del telegrafista.
Después de unas cuantas piezas, el comandante la dejó un momento para ir a buscar unas bebidas. Mientras esperaba, Munda se entretenía mirando las llamas de las velas. No hacía un minuto desde que se había quedado sola cuando escuchó una voz a su espalda.
—¡Señorita! ¿Habrá contestación a la carta? Munda no supo qué contestar.
—¿Cómo?
—Mañana, cuando lleguemos a Manila, estaré pendiente de usted. Si quiere que envíe su respuesta, hágame una señal con el abanico antes de desembarcar y la esperaré al final de la pasarela.
No escuchó nada más, se marchó cuando sus hermanas se acercaban hacia ella, antes de que el comandante regresara con la copa de vino.
—¿Qué quería el cabo ahora?
—Nada. Me preguntaba si estoy mejor. Pero no me encuentro muy bien. Creo que tengo fiebre. Por favor, decidle al comandante que me voy a la cama.