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—¿O sea que es un traidor?

—No, Alejandra, no es lo mismo que digan que es un traidor, a que sea realmente un traidor.

—Y tú no crees que lo sea. ¿Verdad, Munda?

—No. Yo no lo creo. Lo único que ha hecho es escribir en un periódico que no tiene permiso para publicarse, pero eso no significa traicionar a nadie. El sólo defiende sus ideas, nada más.

—¿Y ya no volveremos a verle?

—Claro que sí, cariño. Lo veremos pronto. Ya verás cómo se arregla este malentendido.

—A lo mejor llega antes que nosotros a Manila y va a recogerte al puerto con una calesa. ¿Te lo imaginas?

—Eso sería estupendo, claro que sí.

Pero Munda sabía que no era posible. Conocía la historia de José Rizal a través de la señorita Inés, y se parecía demasiado a la del doctor Rubio. Los dos pertenecían a la burguesía mestiza manilense, y dentro de ella, a una clase social que todos conocían por el nombre de «los ilustrados». Hombres jóvenes que comenzaron sus estudios en la Universidad de Santo Tomás, en Manila, la primera universidad del continente asiático, y que después viajaron a las universidades de la metrópoli para terminar sus carreras. Allí se convirtieron en un grupo cohesionado, que empezó a sentir Filipinas como parte de su identidad.

Al igual que los primeros independentistas cubanos, la mayoría de los ilustrados comenzaron sus reivindicaciones como hombres leales a la Corona, ciudadanos españoles que defendían el derecho de Filipinas a ser considerada como una provincia más del reino, con representación en las Cortes. Pero, poco a poco, debido al desamparo que sentían por parte de la metrópoli, se fueron transformando en secesionistas convencidos que reclamaban la independencia de las islas, los llamados «filibusteros». Muchos de ellos terminaron perseguidos por las autoridades como enemigos de España y encarcelados, fusilados o deportados, como el doctor Rizal y, ahora, el doctor Rubio. Los dos habían participado en la difusión de un periódico en el que defendían pacíficamente sus ideas. Por este motivo, pasaron a formar parte de un grupo al que las autoridades españolas llamaron «propagandistas». Ese era el mayor delito de Manuel, haber defendido la identidad filipina públicamente.

El médico no podría esperarla en el puerto en una calesa como soñaba su hermana. Probablemente, ni siquiera podría volver a Manila. Pero Munda no estaba dispuesta a perderle. Tenía que hacer algo. Después de la conversación con Alejandra, le pidió a su padre que la recibiera en su camerino para hablar de él.

—¿Qué podemos hacer, papá?

—Nada, corazón, nada más de lo que ya hemos hecho.

—Pero tú tienes contactos. Tú puedes hablar con Gobernación de Manila, y pedirles que quiten la denuncia.

—Hay una orden de busca y captura que viene desde Madrid, en Manila no pueden hacer nada.

—Pues entonces escribe a Madrid. Allí también tienes amigos. No podemos quedarnos de brazos cruzados. No me falles en esto, papá.

Hubiera querido decirle no me falles en esto también, pero no quería tener dos frentes abiertos. No quería darle a su padre la posibilidad de hablar sobre algo de lo que no estaba dispuesta, y necesitaba su alianza para poder recuperar a Manuel.

—No puedo pedirles a mis amigos que intercedan en una denuncia por traición a la Corona. Sería demasiado comprometido, para ellos y para mí. Entiéndelo, Munda, hay límites que no pueden cruzarse.

—Entonces, infórmate de dónde puedo encontrar a algún miembro de la Liga Filipina que no tenga orden de busca y captura. Sólo te pediré eso, después ya sabré yo lo que tengo que hacer.

La Liga Filipina era una asociación, fundada por Rizal, que las autoridades consideraban como el germen del movimiento independentista filipino. Aunque no era una logia masónica, muchos la tenían como tal. Antes de salir de Alejandría, Munda ya pensaba ponerse en contacto con alguno de sus miembros, muchos de ellos masones como el propio Rizal, quienes podrían ayudarla a encontrar una logia mixta en Manila, en caso de que la hubiera. La señorita Inés le había dicho que le proporcionaría un contacto antes de despedirse, pero Munda no le dio ocasión.

Don Francisco palideció cuando escuchó a su hija hablar de la Liga. En aquellos momentos, estaba considerada como una asociación delictiva con fines subversivos. Uno de sus miembros fundadores había creado una sociedad secreta de tintes violentos, el Katipunan, que defendía la revolución y la lucha armada.

—Pero, Munda, ¡por Dios santo! ¡Te prohíbo terminantemente que te inmiscuyas en asuntos de esta naturaleza! Podría costarte muy caro. ¿No te das cuenta de los peligros que entraña? Además, estas cosas no son propias de mujeres.

—¡Papá! Con tu ayuda o sin ella, voy a encontrar al doctor Rubio. Y por favor, no me vengas con prohibiciones, y no vuelvas a decirme lo que es propio o no de las mujeres. No me interesa.

Munda no permitió que su padre añadiera nada más a la conversación. Salió del camarote y se dirigió al suyo con la intención de acostarse. Una vez en la litera, empezó a temblar y a sudar.

Las paredes le daban vueltas. Necesitaba que el barco se parase. O que navegara más deprisa, para llegar cuanto antes a Manila y poder buscar a los amigos del doctor Rubio. O mejor, necesitaba volver al momento en que el médico sonreía para ella levantando el sombrero, y decirle que esperase, y correr hacia la pasarela para cogerse de su brazo, y desembarcar con él.

—¡Ay, niña Munda! Pero ¡si parece que tienes calentura!

—¡Tengo que encontrarle, Mani!

—¡Y cómo lo vas a encontrar tú! ¡Lo que tienes que hacer es olvidarlo! Ese hombre sólo te traerá cosas malas. Con razón no quería mirarte. Ahora ya estáis enganchados. Lo que no sé es para qué ha tenido que embaucarte precisamente ahora, cuando se iba.

Mani le cambió la cataplasma que le había colocado en la frente hacía un momento.

—¡Santo Dios, niña! ¡Anda! No pienses más en él. Mira que siempre has dicho que a ti los hombres no te interesan. ¿Y ahora qué? La que estás liando por una sonrisa.

La criada estaba a punto de ayudarla a cambiarse de chilaba, cuando se abrió la puerta del camarote después de haberse escuchado unos pequeños golpes.

—¡Mundita, hija, aquí hay un cabo primero que dice que tiene algo para ti y que te lo tiene que entregar en mano!

—Gracias, Mariana, dile que pase.

—Pero, querida, ¡cómo va a pasar a tu camarote un simple cabo primero! ¿Acaso te has vuelto loca, Mundita?

—Es que no me encuentro bien.

—¡Vamos! No seas quejica, si sólo va a ser un momento. Ha dicho que es muy urgente. Ya le he dicho yo que espere un poquito.

Munda no quiso discutir, Mani la ayudó a ponerse una falda y una blusa, mientras Mariana entretenía al soldado contándole historias de su marido. Cuando Munda salió al corredor, el cabo se cuadró y le hizo el saludo militar. Se habían visto varias veces, él tocaba la guitarra en la cubierta de popa cuando el Batallón de Cazadores cantaba. Munda siempre les saludaba con una inclinación de cabeza y una sonrisa. En la hora de la siesta, Alejandra solía tocar con él una vieja sonata para guitarra y violín, bajo la dirección de su padre. Parecía que se habían hecho grandes amigos. A menudo bromeaban con la idea de tocar juntos un concierto, acompañados por una orquesta filarmónica.

Mariana se adelantó en tomar la palabra.

—Descanse, cabo, mi hermana no mantiene relación alguna con el cuerpo, no hay motivos para hacerle el saludo.

El cabo bajó la mano, buscó en el bolsillo de la camisa y sacó un sobre cerrado. No llevaba destinatario ni remitente, pero Munda sospechó enseguida que la enviaba el comandante del Batallón. No había dejado de cortejarla desde que la conoció en cubierta, una mañana después de cruzar el canal de Suez. Aquella noche, el capitán organizaba un baile para celebrar que arribarían al día siguiente al puerto de Manila, y el comandante ya le había insinuado en el almuerzo que le haría un gran honor asistiendo con él.

—Gracias, cabo.

—A sus órdenes, señorita. Estaré en cubierta esperando la nota de respuesta.

—No hace falta que espere. Por favor, dígale al comandante Ribó que nos veremos esta noche en el baile.

Munda dejó el sobre en la mesita de noche y se tendió en su litera sin abrirlo. Su hermana se moría de ganas de leer su contenido, pero no se atrevió a cogerlo.

—Pero mira que eres desabrida, Mundita, hija. ¿No hubiera sido mejor abrir la nota? Ahora el comandante le preguntará a este muchacho cómo ha sido tu reacción, y no podrá decirle nada. Y este sí que es un buen partido para ti. No el médico mestizo, que ha resultado ser un traidor.

—Mariana, no me encuentro muy bien. Me gustaría aprovechar un ratito para dormir. ¿Te importa?

—Claro que no, querida. Duerme un poco. Esta noche tienes que estar radiante.