30

—Tu padre me ha preguntado que por qué no le hablas. Eso no está bien, niña Munda. Deberías hablarle. Él no sabe por qué te enfadaste.

—Yo tampoco sé por qué engañó a mi madre durante toda su vida.

—Quiere que subas a cenar. Hoy también cenará toda la familia con el capitán del barco.

—Dile que sigo muy mareada.

—Pero, niña, ya son cinco días encerrada. ¿Es que no piensas salir hasta que no lleguemos a las Filipinas?

—No.

—¿Y qué harás cuando lleguemos? ¿Encerrarte en un cuarto para siempre?

Desde su camarote, Munda podía escuchar las canciones que el Batallón de Cazadores entonaba desde la mañana a la noche. Todos eran soldados de reemplazo que no habían podido pagar los seis mil reales que les habrían librado del servicio militar en ultramar. Apenas habían salido de su pueblo hasta que los llamaron a filas. Embarcaron en Barcelona hacía quince días, pero procedían de todas las provincias españolas: Palencia, Cáceres, Badajoz, Sevilla, Albacete, Cuenca, Teruel, Burgos, Guadalajara, incluso había un recluta que procedía de Puerto Rico. Campesinos que habían cambiado los aperos de labranza por el máuser y la bayoneta.

Desde que salieron de Alejandría, no habían dejado de cantar. Munda reconocía alguna jota extremeña o aragonesa, algún fandango y alguna sevillana, pero otros ritmos los escuchaba por primera vez.

Entre canción y canción, podían oírse los suspiros que se escapaban de aquellos hombres. La nostalgia. La incertidumbre de una vuelta que nadie podía asegurarles. La rabia. La injusticia que se ceba siempre con el pobre. La impotencia. Las ganas de volver. La tristeza.

A Munda le hubiera gustado unirse a los Cazadores, y cantar con la misma añoranza. A ella no la habían arrancado de su tierra para empuñar un fusil, pero se sentía como si también le hubieran robado algo, como si Alejandría se hubiera quedado con una parte de ella misma que ya no podría recuperar, como si aquel barco la estuviera alejando poco a poco de sí misma, y tuviera que construirse otra vez.

—¡Mundita, hija! Tienes a nuestro padre preocupadísimo. Dice que si sigues así, tendrá que venir con el médico para que él diga lo que tienes. No es normal tanto mareo, querida. ¡Mírame a mí! Seguramente vuelvo a estar embarazada. ¡Y ya ves! ¡Como una rosa!

—¡Bueno, Mariana, no presumas tanto! Acuérdate de que anoche tuvo que atenderte el médico en la cena. ¿Sabes, Munda? Papá le habla mucho de ti a ese médico, yo creo que le gusta para ti.

—¡No digas tonterías, Inesita, hija, ¿no te has dado cuenta de que es un mestizo?! Nuestro padre no se rebajaría nunca a emparentar con esa gente.

—¿Qué gente? Pues a mí me parece muy guapo. Cuando se ríe se le levanta el bigote como a papá, y parece que le brillan los ojos. Yo creo que a ti también te gustaría, Munda.

—Pues no voy a tener la oportunidad de averiguarlo, porque no pienso subir al comedor.

—¿Y cuándo piensas subir, querida? ¿No crees que ya has asustado bastante a nuestro padre?

—¡Niña Munda! Dice tu padre que si hoy no subes a cenar, bajará él con el médico. ¡Por cierto! Esta mañana le preguntó el doctor a Alejandra que cómo estás, y que si sigues indispuesta. Ella dice que parece que el médico tiene ganas de conocerte.

—Alejandra tiene mucha imaginación.

—Pues no sé por qué, niña. Una señorita que no sale nunca del camarote es un tremendo misterio. Y la curiosidad le pica a todo el mundo. He oído decir que estudió para médico en Madrid, y que ahora va a Mindanao a ver a un amigo suyo oculista, que dicen que lo han deportado allá.

—¿Deportado? ¿Por qué?

—Dicen que le acusan de masón, y de haber escrito libros prohibidos.

—¿El doctor Rizal?

—Sí, creo que dijo ese nombre. Pero se lo puedes preguntar tú hoy en la cena. Así te enteras mejor. ¿Y de qué conoces tú a ese doctor?

—La señorita Inés me habló de él. ¿Y dices que ese médico es amigo de Rizal? ¿Y tú por qué lo sabes?

—Sube a cenar hoy, y se lo preguntas tú misma. A veces cena en la mesa de tu padre.

—No pienso ir a ninguna parte. Y dile a mi padre que no se le ocurra venir a mi camarote, porque no le voy a abrir. ¡Y tú no seas tan lista! No creas que porque me digas que ese médico es masón voy a salir a conocerle.

Hacía una semana que habían zarpado del puerto de Alejandría. Afortunadamente, en la entrada del canal de Suez no encontraron más que un par de barcos esperando sus turnos de paso, y apenas tuvieron que hacer cola unas horas para empezar a atravesarlo.

Mientras permanecían fondeados, guardando su turno, los pasajeros de primera se entretenían lanzando monedas desde la borda. Un grupo de niños egipcios intentaba recogerlas antes de que se perdieran en las profundidades. Munda observaba desde su camarote cómo se lanzaban los niños a por las monedas, y escuchaba la algarabía de los pasajeros cuando conseguían rescatarlas. La joven sintió lástima por todos ellos. Por los pasajeros, porque utilizaban la miseria de los otros como un divertimento, y por los niños, porque la mayoría de las monedas se las tragaba el agua.

El calor era asfixiante, tanto, que nada más comenzar la singladura entre el Mediterráneo y el mar Rojo, los carboneros españoles tuvieron que ser reemplazados por hombres egipcios, acostumbrados a soportar las temperaturas extremas que se alcanzaban en la sala de máquinas por aquellas latitudes.

Dos días tardaron en cruzar. Cuando por fin salieron al mar Rojo, el barco amarró en el puerto que daba nombre al canal, Suez, en una nueva escala para reponer combustible. La última vez fue en Alejandría, y los motores ya habían convertido en vapor casi todo el carbón que repostaron allí.

En el puerto de Suez, los carboneros españoles volvieron a ocupar su puesto en la sala de máquinas. Todavía tendrían que detenerse a repostar un par de veces antes de llegar a Manila. La última en Singapur, pero aún faltaba una semana.

Munda continuaba en su camarote, escuchando los cantos de los Cazadores y mirando por el ojo de buey. En aquellos siete días había aprendido mucho. Intentó recordar las conversaciones que había mantenido con la señorita Inés y trasladarlas a una libreta, como si se tratara de un texto masónico, una «plancha» que podrían utilizar otras mujeres, profanas como ella, para acercarse a la luz y a los grandes principios de la hermandad. Se veía a sí misma, una vez iniciada como Gran Maestra de una Gran Logia, leyendo estas «planchas de arquitectura» desde la tribuna del Hermano Orador, una de las Tres Grandes Luces de la Masonería.

Aquellas conversaciones con la señorita Inés siempre comenzaban con una pregunta. Casi todas relacionadas con las cinco puntas de la estrella que simboliza la perfección del maestro: la fuerza, la belleza, la sabiduría, la virtud y la caridad. En sus paseos con la señorita Inés, hablaban de la razón, de la fraternidad, de la igualdad y de la libertad, los valores a los que debe aspirar el ser humano. La señorita parecía saber todas las respuestas, pero trataba de confundir a Munda siempre que le era posible, y la obligaba a disentir por el mero placer de discutir, de utilizar argumentos en pro y en contra de sus tesis. Así comprendió lo difícil que resultaba pretender acercarse a la verdad. Al final llegaban a las conclusiones a las que su maestra se había propuesto que llegasen, y siempre terminaban riéndose a carcajadas de las trampas que le había ido colocando en el camino, y planteando otra vez la misma pregunta por la que habían empezado.

Le gustaban tanto aquellos paseos.

—¡Munda, abre la puerta!

—¿Qué pasa, Alejandra, por qué gritas así?

—¡Corre! ¡Corre! A papá le pasa algo.

Desde el camarote contiguo al de Munda, Mani escuchó los gritos de Alejandra y se precipitó hacia el corredor para comprobar qué sucedía, pero no le dio tiempo de preguntar nada: cuando ella salió, las dos hermanas corrían hacia el comedor de oficiales y ya habían ganado más de la mitad del pasillo que conducía a la cubierta superior. Munda había salido del camarote tal y como se encontraba en ese momento, con una de las chilabas que solía utilizar en los días en que apretaba el calor, unas babuchas blancas, el pelo recogido en una trenza semideshecha, que le llegaba hasta la mitad de la espalda, y una pluma goteando tinta en la mano. Mani cogió una toquilla y corrió tras ellas.

Cuando la criada llegó al comedor de oficiales, Munda lloraba sobre el pecho de su padre. Don Francisco yacía en un sofá, rodeado por los invitados que momentos antes se disponían a sentarse a la mesa.

El capitán del barco, Mariana y su marido, el contramaestre, el primer oficial de carga y el médico se apartaron cuando Mani se acercó para echarle a Munda la toquilla sobre los hombros. Arrodillada junto a su padre, la chilaba le marcaba las curvas de los muslos y de la cadera, y dejaba sus pies al descubierto.

El marqués parecía inconsciente, pero sonrió cuando sintió el peso de Munda sobre él. Pálido, y casi sin fuerzas para hablar, le acarició la cabeza y le sacó la trenza medio deshecha de debajo de la toquilla.

—Te pareces cada día más a tu madre, corazón.

Munda se abrazó a él y rompió a llorar. Llevaba más de una semana sin dirigirle la palabra. Mucho tiempo, teniendo en cuenta que hasta que Mani no le abrió los ojos acerca de sus aventuras amorosas, solían hablar todas las noches antes de irse a dormir. Pero poco, si lo que contaba era el daño que ella había experimentado con aquel descubrimiento. Todavía no podía perdonarle, pero le aterraba pensar que podría morirse sin que hubieran resuelto sus problemas. Es más, le horrorizaba pensar que aquella muerte añadiría un agravio más a los que ya pesaban sobre él. No podía dejarlas solas en aquel barco. No podía. Munda lloraba contra el pecho de su padre intentando ordenar sus contradicciones. Le amaba, pero le había defraudado tanto que no soportaba la idea de quererle. Tampoco podía acostumbrarse al desprecio con el que trataba de castigarle, ni la compasión que le causaba la posición en la que él mismo se había situado, persiguiendo un sueño que le obligó a dejar en Alejandría la mitad de su vida. Un sueño que por fin tenía a su alcance.

No podía morirse antes de llegar a Manila. Por mucho desprecio que se mereciera, por mucho que la hubiera defraudado, no se merecía morir antes de conseguir lo que se había propuesto. Tenía que vivir, no sólo porque no podía dejarlas a ellas solas, sino porque tenía que tocar el órgano de una catedral.

Munda hubiera querido decirle a su padre que tenía que ser fuerte, que todavía tendrían que hablar de muchas cosas, que le dejase tiempo para poder perdonarle. Pero antes de que pudiera decirle nada, sintió una ligera presión en los hombros, unas manos fuertes que la obligaban a levantarse y a retirarse de allí.

—No se preocupe, señorita. Sólo ha sido un síncope. Pero hay que dejarle espacio, necesita un poco de aire.

Munda se giró y se acurrucó en aquellos brazos sin pensarlo. Lloró sin dejarse llevar, sin grandes aspavientos, reconfortada por la calidez que desprendía aquel hombre que olía a tabaco de pipa. Un hombre no demasiado alto, pero fuerte, elegante, joven, mucho más de lo que ella imaginó cuando Alejandra y Mani le hablaban de él. Un hombre distinto a todos los que había conocido hasta entonces, dulce, tranquilo, con la mirada achinada y la sonrisa abierta.

Se separó de él cuando comprendió que hubiera querido seguir abrazándole hasta que no quedase otro remedio. Aquella respiración, aquel olor a tabaco, aquel calor que le subía desde no sabía dónde, aquellos brazos que intentaban tranquilizarla, seguros y firmes.

Todavía no podía imaginar hasta qué punto desearía volver a sentirle de ese modo. No podía imaginar que aquel abrazo se quedaría en su memoria como un mito, un recuerdo donde intentarían reflejarse el resto de los abrazos que viviría desde entonces.

—¿Está usted bien, señorita?

—Sí, sí. Muchas gracias. ¿Y mi padre? ¿Qué ha pasado?

—Un simple desvanecimiento debido al calor. No se preocupe. Se recuperará enseguida.

—Gracias, doctor.

—Ha sido un placer.

Munda regresó al camarote. Pero no para seguir escribiendo sus «planchas» masónicas: regresó para recogerse el pelo en un moño, del que dejó escapar un mechón que colocó sobre el hombro izquierdo. Se puso el traje bordado de azabache de su madre, sus zapatos y sus guantes de color púrpura, se colgó la limosnera con la cinta adamascada y subió al comedor de oficiales.

Excepto su padre, que todavía continuaba tumbado en el sofá, todos los hombres que estaban en el comedor se levantaron cuando la vieron entrar. Mariana y Alejandra reprimieron un grito de admiración, y la miraron como si la vieran por primera vez.

Su belleza no era perfecta, podría haber tenido los labios más finos, o la nariz menos respingona, o la frente menos despejada. Pero aquellos ojos serían capaces de detenerse en cualquiera de los hombres que continuaban de pie, y conseguir que ninguno de ellos volviera a pensar en otra cosa que en cruzarse de nuevo con semejante oscuridad.

No dejó que se inclinaran para un besamanos, antes de que iniciaran el saludo extendió el brazo a la manera de los hombres y estrechó la mano de cada uno sin dejar de mirarles. Cuando llegó el turno del médico, le presionó ligeramente la muñeca con el dedo índice.

—Me llamo Esclaramunda, pero todos me llaman Munda.

—Encantado, señorita Esclaramunda. Yo me llamo Manuel, Manuel Rubio. Espero que se encuentre mejor. —Mucho mejor, gracias.

—A sus pies.