Desde la embocadura del puerto se podía divisar la media luna del malecón de La Comiche, perfectamente dibujada. A un lado del puerto oriental, la fortaleza de Qaitbey, de un blanco cegador; al otro, el faro, solemne, hierático, testigo mudo de tantas idas y venidas, al final de la línea divisoria que delimitaba los dos puertos, el oriental y el occidental. Más allá, continuando la línea de la costa, el minarete del Palacio de Montazah, donde Munda había conversado en numerosas ocasiones con la señorita Inés, mientras paseaban por sus jardines o se bañaban en su playa privada. Aquella edificación, mitad bizantina, mitad renacentista, les había abierto sus puertas gracias a los lazos familiares que, según decían algunos, habían unido hacía tiempo a la señorita Inés con un noble cairota.
Alejandría se alejaba muy despacio. La cuna de Cleopatra; la ciudad de Alejandro, donde se había construido la mayor biblioteca del mundo, que enviaba emisarios a cualquier rincón conocido para buscar libros de todas las culturas; la mayor copista de la Antigüedad, que requisaba los libros que transportaban los barcos, para copiarlos para su biblioteca, antes de devolverlos a sus dueños; la más cosmopolita; la más mundana; la más ardiente.
Munda no se había movido desde que el buque soltó las amarras. Ni su padre tampoco. Los dos permanecían de pie, con la mirada fija en el perfil de aquella ciudad donde habían vivido durante una década exacta, entre dos cumpleaños de Munda que nunca podría olvidar; la ciudad donde se quedaba el cuerpo sin vida de su madre; donde habían nacido su hermana pequeña y su sobrina María Francisca; donde habían sido felices.
Como sonido de fondo, se escuchaban las canciones de un batallón de Cazadores, una compañía de soldados que se encontraba en la segunda cubierta del buque, cuando el barco hizo su escala en Alejandría.
Ni el padre ni la hija se dijeron nada hasta que el vapor salió a mar abierta. Ni siquiera parecían viajar juntos.
Cuando los edificios empezaron a desdibujarse entre las arenas de la costa, el marqués miró a Munda de arriba abajo, y le puso la mano en el hombro.
—Cada día me recuerdas más a tu madre. ¿Desde cuándo no te vistes de blanco?
Ella no le miró. Inclinó el hombro hasta que él retiró la mano, se recogió el polisón de la falda y se encaminó hacia el pasillo de los camarotes.
—Voy a buscar a Mani.
—¿Estás bien?
Munda se marchó sin haberle contestado. Parecía una dama. Hermosa y alta, como lo había sido Lucía. Hasta ese momento, don Francisco no había advertido que ya era una mujer. Había crecido de un día para otro, tanto, que parecía que había dejado de ser una niña en sólo un instante, sin que nadie se hubiera dado cuenta.
Y la madurez la había cambiado.
Era como si, al convertirse en adulta, por fin hubiese heredado el enigma de su madre. Aquellos ojos negros, aquella piel cetrina de la que siempre renegaba su querida esposa. Aquel porte. Alta, recta, majestuosa. Aquellos labios. Aquellas manos que lo enamoraron veintitrés años atrás. Dedos finos, diligentes, capaces de encontrar la espina de una morera en medio de la confusión. Aquella forma de arrastrar las palabras. Aquella manera de querer y no querer, de estar y no estar, de esconderse, y de volver a salir.
La quiso más de lo que nunca fue consciente, más de lo que le pudo demostrar, más de lo que nunca quiso a nadie. La quiso hasta el último día de su vida, cuando le cerró los ojos más tristes que había visto.
Y ahora se marchaba, lejos de la ciudad donde él la enterró, arrastrado por un sueño que no compartieron. Después de tantos años.
A veces el dolor nos invade porque sí. Porque necesita del llanto.