26

—Yo te adoro, pero no eres hombre para mí, y tú lo sabes.

—No, no lo sé. No sé de qué estás hablando.

—De que soy una mujer libre que no quiere dejar de serlo. Y tú me pides ataduras.

—Yo te pido que compartas conmigo la ilusión de mi vida, y que me dejes amarte hasta que seamos viejecitos, en Filipinas o en cualquier otra parte.

—Y yo no quiero pensar en cuando sea viejecita, ni creo que el amor dure tanto, no soy tan ingenua. Además, nunca me metería en aquella ratonera. Acabaréis por tener que salir huyendo de allí.

—No te entiendo, Inés. No comprendo por qué no quieres casarte conmigo. ¿No nos queremos lo suficiente?

—Si quieres ir casado a Manila, pídeselo a Lola, ya verás como te dice que sí. Deberías haberlo hecho hace tiempo.

—¡Eso es imposible! Ella no puede.

—Pues lo siento, pero yo tampoco. Y no sólo porque creo que vais a correr un peligro más que seguro, sino porque no puedo casarme. ¿Nunca te has preguntado por qué voy de luto?

—¿Qué tiene que ver eso?

—Mucho, porque un día cometí la estupidez de decir que sí, y acabé en la iglesia vestida de novia. Fui feliz con mi marido desde los dieciséis hasta los veinticinco años. Tuve cuatro hijos y una vida maravillosa. Pero al pobre hombre se le olvidó poner en el testamento que, en caso de sobrevivirle, yo podría volver a casarme. ¡Ya ves! ¡Qué menudencia! ¡No me dio permiso para volver a casarme si me quedaba viuda! Y se murió. Pero a los veintiocho años volví a encontrar la posibilidad de ser feliz. Un príncipe de El Cairo que también me habría querido toda la vida, si el cáncer se lo hubiera permitido. Me casé con él sin saber que mis suegros reclamarían la herencia de mi esposo y la custodia de mis hijos. Se ampararon en el pequeño detalle de que yo no era libre para casarme, mi marido no me lo consentía desde el otro mundo. Y ahora llevo luto por todos ellos, por los hijos que me quitó la vida, y por los maridos que me quitó la muerte.

—¿Y no crees que te mereces otra oportunidad, y que ha llegado la hora de que rehagas tu vida al lado de un hombre que te quiere tanto o más de lo que te quisieron los otros? Ya es hora de que seas feliz.

—No, Francisco, nunca más volveré a cifrar mi felicidad en el amor de un hombre. No te ofendas, pero yo encuentro la felicidad en cada mañana que abro los ojos. Y hace muchos años que los abro sola en mi cama.

Aquel día no fueron a la embocadura del puerto, y ya no irían nunca más. Durante más de un mes, discutieron casi a diario, él pretendiendo convencerla para que aceptara ser la nueva marquesa de Sotoñal, y ella negándose e insistiendo en que se lo pidiera a su amante.

—Lola estaría encantada. No la defraudes, hace mucho tiempo que te está esperando.

Y era verdad, Lola estaría encantada, pero él no podía pedírselo. No podía ser. Por mucho que él la quisiera. Y la quería. Pero nadie admitiría a una mantenida convertida en esposa. Una cupletista nunca podría ser la marquesa de Sotoñal, por mucho que hubiera compartido sus sueños con él, por mucho que ella hubiera aceptado la propuesta que Inés no aceptaba, y le hubiera acompañado en su sueño de ser organista, desde que empezó sus lecciones en Portocolom.

Ni siquiera en los peores momentos él había dejado de tocar, y Lola no había dejado de aplaudirle. Muchas veces acudía, oculta entre los padres de las niñas, a la misa del colegio donde él practicaba. Después le decía en qué movimiento había fallado, o en cuál otro había estado mejor. Él se dejaba aconsejar y corregía los fallos a conciencia, sin dejar una partitura hasta que no obtenía su visto bueno. Aquel tándem musical, que podrían haber contratado todos los teatros de España, permanecía compenetrado y activo después de veintiséis años. Lola lo disfrutaba tanto que cualquiera diría que aún esperaba el momento en que pudieran marcharse de gira los dos juntos, formando compañía. Habrían triunfado si él se hubiera decidido, era un gran músico, pero no quiso arriesgar, o no supo, prefirió aceptar la vida tal y como le venía, sin intervenir directamente en las decisiones que le fueron marcando el camino. Y ella le siguió a todas partes, enamorada desde la primera sonrisa hasta la última lágrima. A pesar del engaño. A pesar de que ella sabía. A pesar de las horas que le esperó en los últimos meses. A pesar de que cada vez que sus cuerpos se buscaban, ella sentía que se acercaba el final, un final que ninguno de los dos había querido, pero que inició su cuenta atrás hacía ya más de un año, en aquella tienda de alfombras del zoco.

—Estoy cansada, Francisco —le había dicho—. Ya tengo cuarenta y dos años. No es edad para ir correteando detrás de nadie.

Y él no se lo había creído.

—No puedo creer que todo termine aquí. Tiene que haber alguna forma de convencerte.

—Si no puedo ir a Filipinas como casada, volveré a España como viuda, me instalaré en una casita pintada de azul, y plantaré una palmera en el jardín.

Hacía veintiséis años que le amaba, pero, después de que le dijera que no le acompañaría a Manila, nunca más volvería a besarla.