El marqués de Sotoñal murió antes de que su hijo pudiera organizar el traslado de la familia a Toledo. Nada más recibir el telegrama con la noticia, el nuevo marqués se embarcó en el primer buque que salía hacia Europa, rumbo a Nápoles, donde trasbordaría con destino a Valencia, después tomaría el primer tren que saliera hacia Madrid, y desde allí, otro a Toledo. Casi tres semanas de viaje. La familia se quedó en Alejandría.
Su intención era poner en orden todos los asuntos relacionados con la herencia y regresar lo antes posible. Ni siquiera esperaría el periodo de cortesía para rehabilitar el título, quería estar en casa antes de que Mariana saliera de cuentas. Sólo hacía dos meses que sabía que iba a ser abuelo, y no quería perderse el nacimiento de su primer nieto.
Y así lo hizo, nombró un Consejo de Administración y un director general que controlara todos los negocios que habían pasado a su nombre, recogió en Madrid la Real Carta de Sucesión, firmada por la reina regente, y volvió a Alejandría antes de que la familia de los marqueses de Sotoñal pudiera presentarle sus respetos como nuevo jefe de la casa; antes de que su madre terminara de protestar porque así no se hacían las cosas; antes de que le ajustaran al dedo meñique el sello que le distinguía como el nuevo marqués, un anillo de ágata con el escudo grabado, que no pudo ver por última vez en la mano de su padre. Siempre le había gustado aquel anillo, se lo pidió muchas veces a su padre para llevarlo en algún acontecimiento social, pero él se negaba a prestárselo y bromeaba con el día en que él mismo se lo pondría en el dedo a su hijo.
—Te lo prometo, cuando sepa que me estoy yendo al otro mundo, te llamaré y te lo pondré. Pero mientras yo sea el marqués de Sotoñal, este anillo no se separará de mí, como no se separó de mi padre, ni de mi abuelo, que en paz descansen.
Cuando volvió a Alejandría, Mariana estaba a punto de cumplir su noveno mes de embarazo. El niño que algún día heredaría el título al que él acababa de acceder se disponía a venir a este mundo. Y esta vez sí, esta vez tenía que ser un varón, para llevar el mismo nombre que llevó su abuelo, y su bisabuelo, y el padre de su bisabuelo, como buen marqués de Sotoñal. Era la única tradición asociada al marquesado que podría conservarse. El apellido no. El apellido Camp de la Cruz se iría perdiendo, relegado en el hijo de Mariana al segundo puesto, en sus hijos al tercero, después al quinto o al sexto, hasta llegar a alejarse tanto que, en pocas generaciones, los herederos del marquesado ni siquiera sabrían la procedencia de su linaje.
El apellido Camp de la Cruz se perdería sin remedio, pero, al menos, el nombre de Francisco de Asís podría mantenerse como el de todos los marqueses, tal y como venía sucediendo desde hacía más de cuatro generaciones.
Pero esta vez tampoco fue un varón.
Aunque sí se llamaría como él, Francisca de Asís, y, en el caso de que nunca tuviera un hermano, algún día se convertiría en la marquesa de Sotoñal. María Francisca de Asís Mariana Lucía Inés Guzmán del Torno y Camp de la Cruz. La primera Hija del teniente don Ricardo Guzmán del Torno. La segunda en la línea de sucesión del marquesado. La cuarta filipiniana.
Ese mismo día, en España, una bomba anarquista estallaba en el Liceo de Barcelona y se cobraba la vida de veinte espectadores. El atentado se realizaba en venganza por la ejecución de otro anarquista, el autor del intento de magnicidio contra el capitán general de Cataluña, don Arsenio Martínez Campos, cometido a su vez como venganza por la ejecución de otros anarquistas, dos periodistas acusados de haber tomado parte en una revuelta de campesinos en Jerez de la Frontera.
Unos meses antes, en la casa de Cánovas, entonces presidente del Consejo de Ministros, otra bomba anarquista estallaba en las manos del que se disponía a atentar contra la vida del mandatario.
El rosario de atentados había comenzado unos años atrás. Los fusilamientos de sus autores y las venganzas de sus correligionarios a través de nuevos atentados habían acabado ya con casi medio centenar de vidas.
Y en medio de toda esa agitación, el partido liberal de Práxedes Mateo Sagasta, nutrido de comerciantes y de industriales, y el Conservador de Antonio Cánovas, de aristócratas y terratenientes, se alternaban en el poder, procurando mantener los privilegios de las clases a las que representaban, en un país que todavía no se había subido al tren de la revolución industrial, y donde el setenta por ciento de sus dieciocho millones de habitantes eran analfabetos.