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Lola supo que algo pasaba mucho antes de que los viera entrar en una tienda de alfombras del zoco. Iban cogidos del brazo. Aquella tarde se confirmó lo que sospechaba desde hacía tiempo. Ella se dirigía hacia la misma tienda en la que acababan de entrar. Tenía que ver las alfombras y los muebles que había encargado el amante para el piso que le había puesto a su nombre en Madrid, que continuaba vacío desde el día en que lo compró, cuando estuvieron a punto de volver a España para que se recuperara su esposa de la tuberculosis.

Días antes de aquel encuentro en la tienda de alfombras, don Francisco había recibido un telegrama desde Toledo. El marqués no andaba bien de salud, y sería conveniente que la familia regresara a España para que don Francisco se hiciera cargo de los asuntos más urgentes de las empresas de su padre, al menos durante un par de meses o tres, hasta que el marqués estuviera en condiciones de retomar su trabajo. El amante se dispuso a organizado todo para volver por una temporada. Renunciaría a su cargo de cónsul, elegiría un sustituto para su puesto en las oficinas de Alejandría y ordenaría que acondicionaran su casa de Toledo, para instalarse allí con sus dos hijas pequeñas. Mariana no podía acompañarles, a su marido acababan de ascenderle al grado de teniente y no podía dejar su puesto en el Consulado. Además, no le convenía viajar, por fin había conseguido quedarse embarazada y los médicos le habían desaconsejado un viaje tan largo. Inés tampoco les acompañaría, pero le prometió que iría a visitarlos a Toledo siempre que pudiera. Lola sí, Lola se quedaría en Madrid, en el piso que el amante le había comprado en la calle Bailen, pero había que acondicionarlo. Don Francisco eligió los muebles, las alfombras, las lámparas, los cortinajes y el ajuar, pero antes de enviar las compras a España por valija diplomática, le propuso a Lola que se acercara a las tiendas del zoco por si quería añadir algo. Y eso era lo que se disponía a hacer, iba a encargar unas lámparas que había visto en una tienda de alfombras, cuando la tierra pareció abrirse debajo de ella.

El sol todavía no había empezado a ponerse. Hacía calor, la humedad se concentraba debajo de los toldos, y provocaba una sensación térmica muy superior a la temperatura que se registraba en realidad. Desde la torre de la mezquita más grande de la ciudad, consagrada al patrón de los marineros y pescadores de Alejandría, el imán llamaba a la oración de la tarde. En ese momento que cuando la descubrió con don Francisco.

Había oído hablar de «la dama de blanco», y en más de una ocasión se había cruzado con ella. Lola llevaba en Alejandría una vida social muy activa, parecida a la que vivió en Madrid antes de su traslado a Portocolom. Pero, aunque no la hubiera llevado, habría sido imposible no haber oído hablar de ella, todo el mundo la conocía. Sin embargo, también conocían sus amores con el futuro marqués, y nadie se hubiera atrevido a decirle lo que ella misma descubrió cuando se dirigía a la tienda.

Aquella mujer se colgaba del brazo de su amante como si le perteneciera.

No quiso montar un escándalo. Se marchó a su casa y le envió al amante una nota en la que le pedía que la visitara esa misma noche, cuando regresara del despacho, fuese la hora que fuese.

Don Francisco llegó a casa de Lola poco después de las diez. Antes de que se quitara el gabán, ella se abrazó a su espalda.

—Gracias por venir tan deprisa.

—¿Qué pasa? Me has asustado.

—Nada, es que tengo que pedirte una cosa.

—Lo que tú quieras, corazón.

—Me gustaría que nos casáramos.

—Pero… Sabes que no puede ser.

—Pues entonces, si no te importa, no voy a Madrid.

Era la primera vez que Lola olvidaba las reglas. Jamás se le había ocurrido pedirle matrimonio. Ella sabía que no era esposa para él, lo entendió en Toledo, incluso antes de decirle que se casaba con Lucía. Asumió su papel de amante sin pedirle otra cosa a cambio que una buena vida, llena de lujos y de caprichos que él le proporcionaba con el mayor de los orgullos, y de una cada vez más creciente libertad que le concedía a regañadientes. Pero eran felices así, ella con sus casas a su nombre, sus coches de caballo, sus joyas, sus vestidos, sus criados y sus fiestas. El con la amante más hermosa que le había podido tocar en suerte. Y los dos, cada uno con el otro.

Hacía tiempo que ya no le esperaba vestida con el peinador y las medias de seda. Pero él seguía acudiendo todos los martes a visitarla, y ella seguía llevándoselo a la alcoba en cuanto se cerraba la puerta detrás de él. Le entregaba tanto amor, tanta locura, que parecía imposible que nadie pudiera renunciar, por propia voluntad, a aquel desbordamiento. Hacía veinticinco años que su pasión no había cambiado. Sus cuerpos sí, sus cuerpos se fueron acercando el uno al otro, descubriéndose, acoplándose, mimetizándose, liberándose hasta del último resquicio de pudor que pudiera resistírseles.

Pero llegaron las tardes en la bocana del puerto, y Lola debió de darse cuenta de que algo había cambiado. Él seguía entregándose con el mismo apasionamiento, con la misma necesidad, y seguía buscándola como si no hubiera otra mujer en el mundo. Su relación con Inés no afectaba a la de Lola, pero ella le conocía como nadie, y debió de notar algún detalle. Alguna caricia que antes no le daba, algún rincón en el que antes no se entretenía, alguna palabra diferente.

Don Francisco pensó que aquella petición no podía ser más que una estrategia. Seguramente, alguien le había contado su asunto con Inés. No sería de extrañar que los hubieran visto subir a solas en el vaporcito. Es más, ella misma podría haberles visto pasear del brazo. Tal y como le había exigido Inés, ellos no se exhibían, pero tampoco se escondían.

Estaba claro, Lola sabía algo, aunque jamás se rebajaría a decírselo. Y no lo hizo. Nunca le había exigido nada sobre lo que antes no hubieran llegado a un pacto, y no empezaría ahora, aunque su forma de hacerle ver que no consentiría que le robaran el puesto fuera la pretensión de ocupar uno que no podía corresponderle. No pudo veinticinco años atrás, y no podría nunca. Lola también lo sabía.