—Papá, quiero ser masona.
—¿Qué estás diciendo? ¡Qué sabrás tú de la masonería!
—Que busca la perfección del ser humano, la igualdad, la fraternidad y la libertad. Que tratan de hacer de un buen hombre un hombre mejor. Y que se llaman los Hijos de la Viuda en homenaje al que construyó el Templo de Salomón, que era hijo de una viuda de la tribu de Neptalí. Él dividió a sus obreros en aprendices, compañeros y maestros, como los masones.
—¿Y cómo sabes esas cosas?
—Me gusta leer. Tú mismo me lo has enseñado: Lee y aprovecha, ve e imita, reflexiona y trabaja, ocúpate siempre en el bien de tus hermanos y trabajarás para ti mismo.
—Las mujeres no pueden ser masonas. No son libres y no saben guardar un secreto.
—Yo sí.
Munda tenía dieciséis años. Su hermana mayor acababa de abandonar la casa familiar para casarse con el subteniente. Mariana deseaba el matrimonio como el regalo más maravilloso que podía darle la vida, y así vivió el día de su boda, como el principio de una felicidad que parecía garantizada sólo con la celebración de aquella ceremonia. Munda, sin embargo, quería ingresar en la universidad para estudiar leyes, aunque tuviera que ir acompañada de la Guardia Civil, como había ocurrido con las primeras mujeres españolas que se atrevieron a matricularse en la facultad de Derecho.
—Pero ¿no querías ser abogado?
—No es incompatible, quiero ser masona y abogado.
—¿Y quién te ha hablado a ti de la masonería?
—No querrás que rompa mi secreto.
—Entonces ¿por qué me lo cuentas?
—Porque quiero que sepas que yo sé el tuyo.
No volvieron a hablar de ese tema. Don Francisco siguió con sus negocios y con sus obligaciones en el Consulado, y Munda con las lecturas que encontraba en la biblioteca familiar. Mariana los visitaba a menudo, casi siempre protestando porque no terminaba de quedarse embarazada. Y la pequeña Alejandra continuó creciendo como siempre, delicada de salud.
Desde que Mariana contrajo matrimonio, los encuentros con la señorita Inés se fueron haciendo cada vez más frecuentes. Don Francisco se sentía más unido a ella cada día. Inés le invitaba a sus tertulias, le pedía que la llevara al teatro, que la acompañara a las tiendas de la medina, donde le gustaba regatear con los vendedores, y le invitaba a tomar el té y a fumar en pipas de agua en su casa, en un salón decorado al estilo árabe que había ordenado construir en el jardín de su palacete al modo de los cafetines del zoco, donde ella, por ser mujer, tenía prohibida la entrada. A veces le llevaba al puerto oriental, a contemplar desde su barco la fortaleza del sultán Qaitbey, en el extremo del malecón de La Comiche. La misma que admiraría don Francisco en la víspera de su viaje a las islas Filipinas.
La fortaleza había sido semidestruida por los cañones británicos, pero todavía podían verse los torreones interiores y la mezquita, que habían quedado al descubierto por la caída de las torres exteriores en el bombardeo.
Él la acompañaba siempre que se lo pedía. Se fue dejando querer, y ella terminó por buscarle casi a diario, como si no fuera su intención seducirle.
Durante años estuvieron así, manteniendo una amistad que se fue transformando en otra cosa, sin que don Francisco apenas percibiese que, poco a poco, se estaba dejando atrapar por ella.