Para su dieciséis cumpleaños, Mariana organizó una fiesta a la que invitó a los jóvenes de las mejores familias de la colonia europea. No se trataba de una puesta de largo, pero casi podría decirse que se convirtió en un baile de debutantes.
En las invitaciones, se rogaba a todas las jóvenes solteras que acudieran vestidas de blanco. Los hombres, de frac, por supuesto, y las mujeres casadas, de negro. Mariana lo llamó «el baile del ajedrez», fue ella la que redactó las invitaciones y la que organizó los preparativos.
Todas las alfombras de la planta baja se retiraron para dejar a la vista el suelo de baldosas blancas y negras que daba sentido a su puesta en escena; los espejos y las lámparas se limpiaron hasta el último brillo; las cristalerías de Bohemia y los cubiertos de plata salieron de los cajones y de los armarios; los manteles de hilo de Holanda, las vajillas francesas, los jarrones, los muebles, los mármoles, la colección de cajas de música de su madre, los adornos, los dorados, todo tenía que estar preparado para el momento en que ella apareciese con su vestido blanco sobre una de las baldosas negras.
Y sucedió tal y como ella había previsto. La fiesta, incluida su bajada triunfal por las escaleras, se desarrolló exactamente como esperaba. Todos los invitados acudieron. Todos vestidos con la etiqueta que ella había exigido. El protocolo exacto, la música adecuada, la bebida justa, las camareras y los mozos de comedor perfectamente uniformados al estilo español, la cena bien servida, el jardín, la noche, el baile. Sólo un detalle perturbó aquella velada que se acercaba a la perfección hasta casi rozarla. El asistente personal del agregado militar del Consulado, un joven subteniente de muy buena familia, con una prometedora carrera militar en ciernes, en el que Mariana había puesto los ojos desde el primer día en que acompañó a su padre a su despacho de cónsul, parecía rondar a Munda. Su hermana sólo tenía catorce años, pero muchas mujeres se comprometían a su edad, e incluso algunas se casaban. Mariana no soportaría que el subteniente, Ricardo Guzmán del Torno, el mejor partido al que podía optar una joven casadera en aquellas tierras, se encaprichara de su hermana, la única soltera de aquel baile que carecía del menor interés en buscar marido. No. No lo consentiría.
Su estrategia resultó simple y eficaz: le pidió a su padre que bailara con Munda el primer baile y que la animara a bailar los siguientes con todos los jóvenes que se lo propusieran. Y ella, y sus hermosos ojos azules, se encargaron de engatusar al galán el resto de la noche. Dos meses después, el subteniente Guzmán del Torno le estaba pidiendo permiso a su padre para cortejarla.
Durante casi dos años, Mariana y Ricardo cumplieron con el ritual del compromiso paso por paso. Primero las visitas del pretendiente al palacete, después los paseos por el jardín, bajo la vigilancia de la institutriz, seguidamente algún que otro encuentro furtivo y algún beso en el que únicamente se rozaban los labios, y por último, el traslado de las respectivas familias a Alejandría para la pedida de mano y los preparativos para el enlace. Los padres de don Francisco, sus tíos y primos, y los amigos más íntimos viajaron desde Toledo para asistir a la boda. La familia del novio llegó desde el norte de la provincia de Cáceres, donde no se hablaba de otra cosa desde que se comunicó la noticia. Mariana no podía ser más feliz. El centro del mundo se había desplazado hacia su persona.