Toda la colonia europea esperaba a don Francisco en la puerta de la iglesia donde se celebraría el funeral corpore insepulto. Las mujeres de negro, los hombres de frac y pajarita del mismo color. La señorita Inés sustituyó sus sombreros de lazo por un velo blanco, y sus faldas y blusas de muselina por un sencillo vestido de algodón abotonado hasta el cuello, sin bordados y sin bodoques, pero blanco también. A su lado, varias mujeres árabes se cubrían la cabeza con un velo similar. Hasta esa mañana, don Francisco no había reparado en el motivo por el que Inés vestía de ese color.
Lola siguió el ritual desde media distancia, frente al templo, sentada en la berlina que le había comprado el amante. Desde allí vio cómo llegaba la carroza fúnebre, tirada por seis caballos blancos empenachados, y seguida por una caravana de carruajes con ventanillas de cristal. Él llegaba en la primera berlina, con sus tres hijas y con la criada negra, Mani, que no se separó de las jóvenes en ningún momento. Cuando se detuvo la comitiva, él se bajó de su coche y esperó delante de la carroza a que sus allegados sacaran el féretro y lo portaran a hombros. Después abrió la puerta de su berlina y ayudó a bajar a sus hijas y a la criada.
Todos ellos se colocaron detrás de la caja, seguidos por los ocupantes de los otros carruajes, mientras los deudos que esperaban en la puerta del templo se apartaban a derecha e izquierda para dejarlos pasar.
Don Francisco y sus hijas llegaron a la iglesia con la mirada fija en el ataúd. De negro riguroso y la cabeza cubierta, erguidos, intentando que la pena no les obligase a arrastrar los pies. Las hijas con traje y capelina de terciopelo, las tres iguales. Sobre sus cabezas, unas capotas del mismo tejido, envueltas en blondas que les caían sobre las espaldas. La criada con vestido de paño y velo corto. Y el amante, de frac y sombrero de copa.
Al terminar la ceremonia, la familia salió a la puerta del templo y recibió las condolencias una por una.
A Lola le hubiera gustado acercarse hasta él. Haber podido consolar aquellos ojos tan tristes, aquella boca que apretaba los labios intentando controlar el dolor, aquellos pies que parecían pesarle tanto. Pero no era su sitio. No lo era.
Los hombres se dirigieron al cementerio, y las mujeres al domicilio de la difunta para rezar el rosario. Lola no pudo acudir a ninguno de los dos lugares. Se marchó a su casa y esperó.
Él ni siquiera la había mirado cuando pasó por delante de su coche al llegar a la iglesia. No era oportuno. Ni tampoco cuando salió, flanqueado por sus hijas y por la criada. No era el momento. Ni fue a verla cuando volvió después de enterrar a su esposa, ni en los días que siguieron, ni en las semanas. No era decente. No.
Desde que su mujer cayó enferma, apenas se habían visto. Fueron meses difíciles, en los que Lola tuvo que olvidarse de aquella regla que le había impuesto cuando aceptó trasladarse a Madrid porque él se casaba.
Hablar de Lucía le calmaba la angustia. Y con Lola se desahogaba. Llevaban juntos más de dieciocho años y no había sentimiento que pudiera ocultarle.
Aunque después no hizo falta, cuando su esposa enfermó y pensó en trasladarse a Toledo con toda la familia, Lola no le puso condiciones para volver. Él supuso que ella preferiría vivir en Madrid, y ya había encargado la compra de un piso a su nombre en la calle Bailén, en el mismo edificio donde había vivido de alquiler cuando aceptó salir de Toledo.
Lola sabía adaptarse. Le había seguido de acá para allá desde el día en que le puso el primer piso. Y le seguiría toda la vida. Era fuerte, y estaba segura. Sabía que su amor hacia ella no había cambiado a pesar del tiempo. Ni su pasión. La quería más cada año que pasaba, y ella respondía a su amor con la misma intensidad. Nunca le dio un problema. Nunca le pidió cuentas. Ni le exigió que vivieran de otra manera a la que habían vivido. Pero aquellos meses de la enfermedad de Lucía fueron duros, no sólo por la enfermedad, sino porque esta llegaba precedida de un tiempo en el que su casa se había convertido en una locura. Su esposa apenas salía de sus habitaciones, y cuando lo hacía sólo era para vigilarle y perder la razón. Su hija Mariana se peleaba constantemente con la institutriz, y le exigía a su padre que la despidiera en cada desencuentro. Y la pequeña Inés tenía una salud tan frágil que don Francisco temía casi tanto por ella como por su madre.
Sólo le salvaban del caos las zalamerías de Munda. Era la única capaz de ver el sol en los días grises. Desde niña supo demostrar que para ser feliz es preciso saber hasta dónde estamos dispuestos a serlo. Hasta dónde somos capaces. Soportaba los celos de su hermana mayor porque sabía que lo único que le pasaba a Mariana era que necesitaba más cariño del que tenía. Munda dejaba que se lo diesen y, cuando se enfadaba con ella por algún motivo, la besaba, a pesar de su resistencia, hasta que conseguía una sonrisa a la fuerza. Después, Munda se acurrucaba en los brazos de su padre, le daba besitos en el cuello y le hacía sonreír. Y él sonreía sin obligación, sólo porque le gustaba.
Adoraba a su padre, porque le leía libros antes de irse a la cama y le contaba historias sobre castillos y caballeros, y sobre reinas que llevaban su nombre. Y, sobre todo, porque antes de quedarse dormida, le daba sus abrazos y los de Lucía. Munda sabía que su madre no podía dárselos, y no se los reclamaba, aunque a veces Mariana se colase en sus habitaciones, para volver presumiendo ante Munda porque a ella sí se los daba.
El día en que cumplió los ocho años, Munda creyó que el regalo de sus padres consistió en un viaje en barco, y que toda la familia se trasladó a Alejandría gracias a ella. La tierra de Cleopatra, donde amó a Marco Antonio y tuvo un hijo con Julio César, la ciudad que fundó Alejandro, donde nació su hermana Inés, a la que Munda llamaba con frecuencia Alejandra para hacerla sentir como una emperatriz.
Le fascinaban los nombres de las heroínas que habían sobresalido en la historia como los hombres. Y por encima de cualquiera de ellos, le fascinaba el suyo, ¡Esclaramunda! De vez en cuando, le pedía a su padre que le contase la historia de aquella mujer cátara que defendió la libertad de las mujeres y su equiparación con los hombres.
—Papá, cuéntame otra vez lo de la rueca.
Y su padre le contaba cómo los cruzados quemaron las fortificaciones donde se escondían los cátaros a principios del siglo XIII; en realidad, ciudadelas que defendían territorios muy deseados por el rey de Francia.
—Dice la leyenda que en una de las ciudades saqueadas, alguien le preguntó al cabecilla de los cruzados cómo distinguiría al hereje del que no lo era, y que él respondió: «Matadlos a todos, y que Dios distinga a los suyos».
Munda se veía a sí misma entre aquellos cátaros perseguidos por el Papa, defendiendo sus ideas en las reuniones que se convocaban en los castillos del sur de Francia. Como aquella Esclaramunda, hermana del conde de Foix, tía de la reina de Mallorca, quien se enfrentó a los enviados de Inocencio III con tanta vehemencia que uno de sus oponentes la mandó callar, temiendo que convenciera al resto de los asistentes a la reunión.
—¡Señora, vuelva a su rueca! ¡Cállese! ¡Usted no tiene la palabra en esta asamblea!
Pero Esclaramunda no podía callar, y mucho menos volver a las tareas a las que se reducían las actividades de las damas. Ya no. Ya había probado las mieles de la libertad y de la igualdad; la poesía; el gusto por la vida; la tolerancia; las sociedades comunales, donde los burgueses, comerciantes y artesanos participaban del poder político, bajo el amparo y el consentimiento de la nobleza; las Cortes del Amor, donde las mujeres ejercían como jueces. Ya no. Los cátaros se lo habían enseñado.
Mientras su padre le contaba aquellas historias, Munda soñaba con mujeres ataviadas con sombreros en forma de cono, terminados en un tul.
Pasó su infancia imaginándose a sí misma en aquellas ciudadelas amuralladas, paseando con otras mujeres que sentían como ella la necesidad de poder hablar en las reuniones de los hombres, y escondiendo el Santo Grial de las manos que nunca se ganaron el privilegio de tocarlo.
Cuando su madre murió, apenas lloró delante de su padre, él la necesitaba sin lágrimas, entera, para poder abrazarse a ella y controlarse como exigía su condición. Los hombres no lloran, y mucho menos si son nobles. El marqués de Sotoñal no podía rebajarse a expresar su dolor como si se tratara de un plebeyo. No lo hizo, pero Munda se acercaba todas las noches a la puerta de su dormitorio y escuchaba el llanto que había contenido durante el día.
Tampoco lloró delante de sus hermanas. Mariana sólo necesitaba una leve alusión al nombre de Lucía para deshacerse en lágrimas. Munda la consolaba como si ella fuera la única que había perdido a su madre, como si tuviera que comparar su dolor con el que padecían los otros, y en la comparación fuese la que más sufría, la que más la echaba de menos, la que más la necesitaba. No sabía que el dolor no es cuantificable. Mariana necesitaba pensar que su madre la quería por encima de cualquier otra persona, y que su pena también superaba a la de los otros. Al fin y al cabo, era la única que recibía sus besos.
Alejandra, sin embargo, prácticamente no se enteró de lo que había ocurrido. Ni siquiera se dio cuenta de lo que pasaba el día del entierro. Vestidita de luto, como una mujer, con su capota y su encaje de blonda cayéndole sobre los hombros. Parecía una muñeca. Munda no la soltó de su mano desde que salieron de casa detrás de la carroza, hasta que volvieron después del funeral. La pobrecita nunca preguntó por su madre, se había acostumbrado a no verla más que unos minutos al día, cuando su tata la llevaba a su cuarto para darle las buenas noches, casi siempre desde la puerta.
Era demasiado pequeña para asistir a aquel tipo de ceremonias, pero su padre quería a todas sus hijas a su lado en el funeral, y Alejandra se portó como una señorita.
Munda tampoco lloró delante de ella. La miraba con los ojos tan abiertos.
En los dos años que duró el luto, apenas salieron de casa. La señorita Inés las visitaba al menos una vez a la semana, cada martes por la tarde, mientras su padre se encontraba en casa de Lola. Les llevaba pastelitos de miel y de almendras, que preparaban especialmente para ella en una tienda de la medina, y merendaba con ellas en el jardín. Algunos domingos las recogía en un carruaje tirado por dos caballos que conducía ella misma, y las acompañaba a los oficios religiosos.
Cuando pudieron volver a salir, una vez terminado el periodo de duelo, su padre buscó un colegio católico para señoritas, donde pudieran completar la formación que hasta ese momento habían recibido de parte de una institutriz. Para entonces, Munda ya tenía trece años, Mariana casi dieciséis, y la pequeña Inés, o Alejandra, como terminarían muchos por llamarla, había cumplido los cinco.
En numerosas ocasiones, la señorita Inés las esperaba a la salida del colegio para invitarlas a pasear en su barco de vapor, unas veces en compañía de su padre y otras sin él, pero siempre con su beneplácito. Aquellas excursiones se convirtieron en una de las salidas más deseadas de Munda, que comenzó a estrechar la relación con la señorita al margen de sus hermanas. A menudo la llevaba a pasear por los alrededores de Alejandría, le enseñaba los monumentos históricos de la ciudad, y la acompañaba en sus compras por las tiendas del zoco.
Las otras salidas que apasionaban a Munda correspondían con las escasas ocasiones en que su padre las dejaba visitarle en el Consulado. No había nada sobre la Tierra que la atrajera más. Recorría los despachos y las dependencias del cónsul como si ella misma pudiera llegar algún día a ocupar un cargo semejante. Conocía el nombre de todos los empleados y de todos los puestos que ostentaban en la legación. Ellos la saludaban con tanto cariño que Munda se sentía como si, de algún modo, todos pertenecieran a una pequeña familia en la que ella se encontraba incluida.