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Mientras sus hijas crecían, Lucía caía en una tristeza cada día más profunda, de la que don Francisco se confesaba incapaz de rescatarla. Al principio, lo achacó a la muerte de su padre, y después al parto de la pequeña Inés. Había sido tan difícil que los desgarros parecían no curarse nunca y el dolor se hacía insoportable. Cuando por fin se repuso, tras casi siete meses sin moverse apenas de la cama, tenía tanto miedo de que pudieran abrirse las heridas, que era incapaz de cumplir con sus deberes de casada.

Lloraba cada vez que don Francisco se presentaba en su dormitorio, y también cuando se iba. Deseaba las caricias de su esposo, pero el miedo se había hecho costumbre, y cualquier roce, por mucho cuidado que él pusiera en cada tentativa, acababa transformado en un grito.

Don Francisco insistió hasta que comprendió que las heridas de su esposa no se curarían nunca, y dejó de buscarla en el dormitorio. Ella respiraba aliviada cuando le escuchaba pasar de largo por delante de su puerta, pero echaba de menos la ternura con la que él solía iniciar sus encuentros.

A veces, Lucía le esperaba en su propio dormitorio, metida en su cama, desnuda bajo el camisón que nunca se había atrevido a quitarse, pero cuando él deslizaba sus manos por encima de la tela, y recorría su cuerpo, buscando la forma de sentirla sin hacerle daño, ella se tensaba de tal forma que no le quedaba otro remedio que retirarse, y ella salía corriendo hacia sus habitaciones.

Después llegaron los celos.

Lucía había tolerado con resignación la existencia de la Pícara Lola, pero cuando don Francisco comenzó a ausentarse los primeros y terceros jueves de cada mes, la idea de que estaba buscando fuera lo que ella no podía darle dentro comenzó a volverla loca. Podía soportar la existencia de una amante, estaba dentro de los límites que su orgullo podía permitir, pero aceptar que su marido necesitaba dos mujeres, para calmar lo que ella le negaba, atentaba contra su dignidad, y no estaba dispuesta a tolerarlo.

—Si crees que me engañas, es que todavía no me conoces. ¡Qué tonta fui en consentir que le pusieras su nombre a mi hija!

—Pero, Lucía, ¿qué estás diciendo?

—¿Te atreves a negarlo?

—Así es. Rotundamente.

Ella lloraba, y después, una vez que se calmaba, permitía que el marido la abrazase y la llenase de besos.

Pero los celos son alimañas que no sueltan con facilidad a su presa. Siempre vuelven. Y ella los atraía.

Le olía las ropas cuando volvía de la oficina. Lloraba cuando él estaba, y cuando no estaba. Vigilaba la calle desde el balcón, para ver si venía con alguien, aunque el carruaje siempre entrara por la puerta de cocheras y no pudiera saber si llegaba solo o acompañado. Se levantaba de madrugada y se acercaba a sus habitaciones, para tratar de sorprenderle con alguna de las sirvientas. Le mandaba recados a todas horas al despacho, y si no los contestaba, le acusaba de haber pasado la tarde con cualquiera de sus queridas. Le gritaba, le maldecía, le decía que le odiaba, que le quería, que le perdonaba si le prometía que no volvería a pasar…

Y comenzó a aborrecer todo aquello que pudiera robarle el tiempo y el amor de su esposo. Los negocios, el Consulado, las tertulias, la amante, la señorita Inés, incluso las niñas, sobre todo a Munda, la única persona capaz de conseguir de su padre cualquier cosa que se proponía.

Sólo Mani podía acercarse a ella sin que rompiera a llorar.

—¡Ay, Mani! ¿Qué me pasa? Me levanto llorando y me acuesto llorando. No quiero vivir así.

—Ten paciencia, criatura, ya verás cómo te pones buena, sólo tienes que quererlo. Son males de parturienta que se te han agarrado ahí dentro.

Pero no se curó, se fue encerrando en sí misma cada día más, apagándose poco a poco. Hasta que empezó a toser y el médico le recomendó reposo en un clima de montaña.

Don Francisco quiso volver a Toledo. Envió un telegrama a su padre, para que gestionara el ingreso de su esposa en un sanatorio situado en la sierra de Madrid, y organizó el viaje de vuelta de toda la familia.

Pero Lucía se había entregado a la tuberculosis como a una liberación. Tenía treinta y cuatro años. Cuando murió, Inés ya había cumplido los tres. En España todavía se guardaba luto oficial por el Rey, mientras la Reina viuda juraba la constitución como regente.

Alfonso XII había sido enterrado un mes antes que Lucía, víctima de la misma enfermedad, la misma que se había llevado a la reina Mercedes unos años antes, con sólo dieciocho años. Al Rey le faltaban tres días para cumplir veintiocho.