La familia aprovechó la escala en Barcelona para conocer la ciudad condal. Lucía quería llevar a las niñas a las instalaciones permanentes de baños de mar que habían proliferado en la playa de Mar Velia, en la Barceloneta. Todo el mundo hablaba en Palma de sus fiestas náuticas, de las excursiones marítimas y del Club Catalán de Regatas.
Aunque Lucía no se encontraba muy bien, no paró de moverse de acá para allá en los siete días que duró la visita. Los baños de mar; el Ensanche, construido hacía sólo algunos años, tras el derribo de las murallas borbónicas que protegían la antigua ciudadela; el Barrio Gótico; el puerto; Las Ramblas; el Gran Teatro del Liceo…
Lucía embarcó hacia Alejandría tan agotada que apenas pudo abandonar un par de veces el camarote en todo el trayecto.
En el vapor viajaba una dama a la que saludaron efusivamente el capitán y el contramaestre, nada más embarcar. Durante la travesía también la saludaron algunos pasajeros, casi todos comerciantes que viajaban con regularidad por la ruta Barcelona-Alejandría-Barcelona. Todos se dirigían a ella con mucho respeto, pero, al mismo tiempo, se adivinaba en sus gestos cierta admiración, y en algunos, verdadero cariño. La dama respondía al nombre de señorita Inés, siempre iba vestida de blanco, con faldas y blusas de encajes bordados, muselinas y lazos de organdí que adornaban su cintura y sus sombreros. No llegaría a los cuarenta años. Después de comer, solía sentarse en una hamaca de cubierta con un libro en las manos, y se dedicaba las tardes a leer. Aquella imagen le recordaba a don Francisco una base, extraída de los libros de su padre, que solía repetir cuando era niño: Lee y aprovecha, ve e imita, reflexiona y trabaja, ocúpate siempre en el bien de tus hermanos y trabajarás para ti mismo. Él también repetía con frecuencia a sus hijas aquella frase, aunque todavía las niñas no alcanzaban la edad suficiente como para entenderla.
Don Francisco no se acercó a saludar a la señorita en todo el trayecto, nadie les había presentado, pero cuando llegaron al puerto de Alejandría, descubrió enseguida que compartían amistades comunes.
En el muelle les esperaba una nutrida representación de la colonia europea, casi todos españoles que saludaron a la dama de blanco antes de acercarse a él. Entre ellos se encontraba el cónsul general de su delegación diplomática, el responsable de que él se encontrara allí, un amigo de su padre desde que ambos estudiaban Derecho en la Universidad de Salamanca. Hacía tiempo que no se veían, pero se reconocieron en cuanto se tuvieron delante el uno al otro.
El cónsul general se acercó a recibirle con la señorita Inés cogida del brazo.
—¡Así que han compartido ustedes viaje! Supongo que les habrán presentado. Don Francisco se quitó el sombrero y se inclinó hacia delante.
—No he tenido ese placer. Francisco de Asís Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda. A sus pies, señora.
La señorita Inés le extendió la mano, pero antes de que don Francisco pudiera inclinarse para el besamanos, ella se la estrechó con fuerza, al modo de los hombres.
—Encantada, caballero. Yo sólo soy Inés, y no soy señora, si a usted no le importa.
—¡Naturalmente, señorita Inés, cómo me iba a importar!
—Pues, de nuevo si no le importa, tampoco señorita, sólo Inés.