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El cumpleaños de Munda se celebró en el palacio de los futuros marqueses de Sotoñal con una fiesta de despedida. Al día siguiente, embarcaban rumbo a Barcelona. La niña cumplía ocho años. Ese mismo día, su padre había despedido a la institutriz después de entregarle un pasaje para Valencia y una indemnización que le permitiría vivir unos meses hasta que encontrara un nuevo trabajo. Jamás admitiría en su casa a nadie que infundiera miedo en sus hijas, y ella lo había hecho desde que la contrataron en Toledo. Don Francisco no lo supo hasta que Munda apareció aquella mañana en su alcoba, empapada en sudor.

—¡He soñado con los malos!

—¿Con qué malos, vida mía? ¡Ven que te lleve a tu cuarto!

—Con los que se comen a los niños.

—Nadie se come a los niños. ¡Qué barbaridad! ¿Quién te ha contado semejante tontería?

—La señorita dice que los malos se comen a los niños. Que una vez, unos señores muy malos invitaron a su enemigo a comer, y luego le enseñaron la pierna de su hijo, y le faltaba un trozo. He soñado que me dolía la pierna, y que tú te comías mi trozo.

—Eso es una pamplina. Nadie hace esas cosas. Anda, duérmete, corazón, y no vuelvas a pensar en eso.

—Pero ¿me puedo acostar en el lado derecho? Sobre el izquierdo no puedo dormir. La señorita dice que es el lado del demonio.

—La señorita no sabe lo que dice. Tú pórtate bien. Escucha siempre la voz de tu conciencia, y ama al prójimo como si fueras tú misma. Así conocerás a Dios algún día. Eso es lo que tenía que haberte enseñado tu señorita.

Al día siguiente, Munda volvió al dormitorio de su padre antes de que él se hubiera levantado. Don Francisco la oyó trastear entre sus cosas durante un rato, hasta que de repente, se acercó corriendo a la cabecera de la cama con una escuadra en las manos.

—¡Mira, papá! Un triángulo igual que el que adoran los malos que se comen a los niños.