Lola se instaló en Portocolom, un pueblecito de pescadores situado a unos setenta kilómetros de Palma. El amante la visitaba cuatro o cinco veces por semana. Don Francisco había contratado los servicios del organista de la iglesia del pueblo para que le enseñara a tocar. Siempre había querido hacerlo, pero en Toledo no se atrevió, su madre no lo habría consentido. Le permitió a regañadientes que tocara el violín y el piano, era una forma más de amenizar las veladas en las que reunía a sus amigos en el palacete, pero el órgano era otra cosa, lo habría calificado como un capricho extravagante, impropio de la clase social a la que pertenecía. Don Francisco no podía imaginarse a la marquesa asistiendo a una misa en la que él fuera el organista. Su madre habría identificado el instrumento más con una profesión, que de ninguna manera le hubiese permitido ejercer, que con el placer de arrancar infinidad de sonidos a aquellos tubos por los que sentía verdadero entusiasmo. El instrumento, polifónico por antonomasia, no sólo le atraía por la diversidad de tonos que podía transmitir, sino por la complejidad de su estructura, capaz de convertir el viento en la mayor expresión de fuerza atronadora y controlada. Le fascinaban los nombres que recibían sus componentes: los secretos, el órgano mayor, el gran órgano, el expresivo, los ecos… y la capacidad de los organistas para coordinar los teclados, que conseguían que aquella estructura sólida vibrase, y exigían la implicación de todo el cuerpo. El movimiento y la quietud en busca de la armonía. No imaginaba nada más parecido a la magia.
En Mallorca, los asuntos que le encomendó su padre le dejaban mucho tiempo para él. Allí se sentía libre para hacer y deshacer sin tener que dar cuentas.
En Palma se vivía de puertas adentro. El vive y deja vivir parecía el lema de todas las personas que trató en la isla. Raramente contaban sus intimidades, nunca se vanagloriaban de lo que poseían o no, y con frecuencia utilizaban las evasivas y las generalidades ante cualquier intento de traspasar el umbral de lo privado. Don Francisco se acostumbró a aquella vida, y a aquella forma de ser, como si la hubiera estado buscando desde siempre.
Lola apenas salía de su palacete. Se lo había comprado el amante cumpliendo con una de las condiciones que le puso para trasladarse desde Madrid. La casa sería suya, se escrituraría a su nombre, y podría venderla como y cuando quisiera. Todavía permanecía soltera, y había alcanzado la mayoría de edad hacía un año, luego no necesitaba el consentimiento de un marido ni de un padre para poder firmar por sí misma cualquier transacción económica.
En Portocolom disfrutó de su amante como no lo había hecho en Madrid ni en Toledo. No conocía a nadie. No tenía amigos. Su único entretenimiento, cuando no estaba con él, consistía en descubrir pequeñas calas rocosas donde bañarse en compañía de su criada. Quizá por este motivo, don Francisco la visitaba casi a diario. Sentía remordimientos de haberla alejado de Madrid, de haberla arrancado de aquella vida de fiestas y de tumultos, para encerrarla en aquella soledad. Portocolom era un pueblecito pequeño, lo había elegido por el órgano de la iglesia, porque alguien le había informado de que allí podría tomar clases. Pero comprendía que aquella no era vida para la Pícara Lola, y necesitaba recompensarla.
Su esposa tampoco se entretenía mucho más, pero el cuidado de sus hijas la salvaba del aburrimiento. Las niñeras podrían haberse encargado de todo lo relacionado con ellas, pero los celos que había desarrollado Mariana, desde que nació su hermana Munda, aconsejaron que su madre asumiera personalmente su educación, ayudada por una institutriz que viajaba con ellos desde Toledo.
Mariana se volvía más recelosa a medida que iba creciendo, y se le agudizaba una expresión extraña en la cara, cuyos ojos, de un azul clarísimo, se llenaban de lágrimas con cualquier pretexto.
Munda, por el contrario, reía a la menor oportunidad. Crecía tan deprisa que parecía que alcanzaría a su hermana mayor en cuanto esta se retrasara sólo un poco. Difícilmente se la veía enfadada, y cuando Mariana se enfurruñaba con ella, siempre terminaba abrazándola y llenándola de besos. La belleza de Mariana contrastaba con su aspecto desgarbado, marcado por las ojeras que heredó de su madre.
Don Francisco entabló relaciones con las autoridades de la isla nada más llegar, y Lucía se sumó a las tertulias de sus mujeres un par de veces por semana. Ella misma decidió instituir también su propia tertulia. En Toledo no lo había necesitado, asistía a las de su suegra, y sus primas la visitaban casi a diario, o se acercaba ella a la zona de los cigarrales. Pero Mallorca la recibió como a la futura marquesa de Sotoñal, todas las puertas se le abrieron, y deseaba amigas con las que poder intercambiar confidencias. De manera que decidió empezar a recibir en su palacete las tardes de los jueves, mientras su esposo tocaba el órgano en Portocolom. Pero, aunque sus reuniones se convirtieron pronto en cita obligada de las damas palmesanas, no encontró a nadie con quien intimar. Se aburría. Los días eran demasiado largos, y don Francisco pasaba la mayor parte del tiempo fuera de casa. Cuando no estaba en Portocolom, se eternizaba en sus reuniones, o arreglando los asuntos que les habían llevado a Mallorca.
La inminente desamortización de las tierras, y la parcelación que se cernía sobre ellas, obligaron al marqués a vender sus propiedades en la isla antes de que el Gobierno se las expropiara. Pero, por el mismo motivo, para evitar la expropiación, y poder vender a mejor precio, antes debían incrementar la productividad de sus latifundios. La misión de don Francisco consistía en convertir en tierras de labor lo que hasta entonces habían sido fincas de recreo y cotos de caza. Para ello, contrató a decenas de peones que prepararon la tierra y plantaron viñas, almendros, higueras y algarrobos. Cuando los campos fueron productivos, los puso a la venta. Él mismo los parceló, ordenó que los rodearan de cipreses para protegerlos de la tramontana, y los fue vendiendo a pequeños propietarios hasta liquidar todas las posesiones que la familia tenía en la isla.
Ocho años después de su llegada, sólo les quedaba el palacio. La vida de Lucía y de Lola no había cambiado apenas. Lola seguía buscando calas, cada vez más alejadas de Portocolom, y recibiendo al amante casi todas las tardes. Se había comprado un faetón con capota, tirado por un solo caballo, que aprendió a conducir para poder recorrer la costa de norte a sur y de sur a norte, sin necesidad de un cochero. Todas las mañanas salía de excursión por aquellas calas rocosas acompañada de su criada, que ocupaba el asiento descubierto de atrás.
En el tiempo que permaneció en la isla, viajó a la capital poco más de una docena de veces, la mitad para ir a la misa del gallo, y la otra mitad, para asistir a los estrenos teatrales que iniciaban las temporadas de verano. En todas las ocasiones se cruzó con el amante y con la esposa, y simuló no conocerles. Cuando coincidían en la misa, don Francisco solía hacerle un gesto al salir de la catedral, en un momento en que Lucía parecía distraída. En el teatro, él se ausentaba del palco en el descanso de la función y se situaba junto a ella hasta que sonaba la campanilla de aviso del segundo acto. En la confusión de la vuelta a la sala, siempre se rozaban las manos. Después se miraban, él desde el palco y ella desde la platea, aprovechando el interés de la esposa por la representación. A la salida, cuando esperaban sus capas en el guardarropa, volvían a rozarse. Les excitaba aquel juego. Exponerse a los ojos de los otros procurando que no les descubrieran, ocultándose al mismo tiempo que mostrándose. Controlando el deseo.
No sabían que Lucía intentaba no mirarles, que disimulaba su humillación para que nadie se diera cuenta del dolor que le causaban aquellos encuentros. El mismo dolor que había sentido ocho años atrás, en el puerto de Palma, cuando acudió a esperar a su marido, un día después de su llegada a la isla con su hija.
Don Francisco desembarcó antes que la Pícara Lola, seguramente para evitar que les vieran juntos. Pero no esperaron el tiempo suficiente como para no coincidir en la pasarela.
La misma mujer que había salido llorando de la catedral de Toledo, después de haberse encontrado con don Francisco y con la marquesa, salía del barco unos pasos detrás de él. Al principio, a Lucía le extrañó que desembarcaran por separado, no parecía lógico, estaba claro que se conocían, y que por fuerza habían tenido que verse a bordo. Pero cuando la amante pasó por delante de ellos sin mediar una sola palabra, comprendió que se conocían mucho más de lo que hubiera querido descubrir.
Su esposo tenía una amante, como casi todos los esposos de la clase social a la que pertenecían. No era una tragedia, no estaba fuera de lo habitual, ni ella debía sentirse despreciada. En realidad, era más un signo de distinción que una bajeza. Y sin embargo, tenía ganas de llorar.
Le hubiera gritado que no tenía derecho, que no podía tratarlas así a ninguna de las dos, que se volvía a Toledo. Pero no pudo, sabía que su padre no la apoyaría, ni él, ni nadie, porque así no se hacían las cosas, porque tendría que aceptarlo, y guardar las apariencias con la misma entereza con que las habían guardado muchas mujeres antes que ella. Debía aceptar que la vida no era como ella había imaginado, y aprender a vivir como todas las demás, resignada y sumisa, consintiendo una situación que parecía un derecho para ellos, y un pecado si las infieles hubieran sido ellas.
Aquel día, Mani también se dio cuenta de quién se apeaba del barco. También había visto a aquella mujer en la catedral de Toledo, y también la reconoció en la pasarela.
Cuando llegaron a casa, la ayudó a desvestirse y a meterse en el baño deshecha en lágrimas.
—Tranquila, pequeña. Es cosa de hombres. Te acostumbrarás.