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En el escudo nobiliario del marquesado de Sotoñal, había una cruz amarilla sobre fondo rojo. Sus cuatro brazos, todos de la misma forma y tamaño, terminaban en tres puntas, en cada una de las cuales se situaba a su vez un círculo negro. Don Francisco siempre había identificado estos círculos con los doce meses del año. El título llevaba asociado un patrimonio inmobiliario en el que, además de enormes propiedades en Toledo y su provincia, se encontraba un palacio en Palma de Mallorca y varias fincas distribuidas por la isla balear.

Hasta que don Francisco no habitó aquel palacio, no supo que aquella cruz era en realidad una cruz cátara, y que aquellos doce círculos representaban los doce signos del Zodíaco.

Desde que nació, don Francisco Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda vivió en casas blasonadas con el escudo de la familia, y siempre dio por hecho que aquel emblema representaba lo que su madre le contó desde niño: la defensa de todos los valores cristianos durante los doce meses del año. Pero en el palacio de Palma de Mallorca encontró un arcón en el que se guardaba un manuscrito que, según todos los indicios, describía los pormenores de su construcción, un libro fundacional. No era el primer libro de estas características que había tenido en sus manos. También en el palacio que ocupaban sus padres en Toledo se guardaba un manuscrito similar, una de las reliquias más preciadas de la familia. Pero aquel era diferente, estaba escrito en un idioma parecido al mallorquín, seguramente anterior a él, y casi no se entendía. Únicamente se leía con claridad la última frase de la última página: «¡Viva Esclaramunda!».

Aquel nombre le transportó a la Edad Media. A la ciudad de Carcassonne, donde había viajado con su padre cuando cumplió los seis años, y al castillo de Montsegur, donde escuchó por primera vez la historia de aquella mujer cátara, cuyas manos eran las únicas que podían tocar el Santo Grial.

En aquel viaje, su padre le había contado muchas cosas, pero sólo recordaba aquellos nombres, y aquella ciudad amurallada. No había vuelto a pensar en ello, y nunca supo el motivo de aquel viaje, pero cuando leyó la última frase de aquel libro, «¡Viva Esclaramunda!», investigó en la historia de Mallorca y comprendió la razón por la que su padre quiso conocer aquellos castillos del sur de Francia.

Dice la leyenda que Esclaramunda escondía el Santo Grial en su castillo de Montsegur, y que murió en la hoguera junto a más de doscientas personas, en un paraje que se ha quedado para siempre con el nombre de Camp dels Cremats. Quién sabe si el origen del marquesado de Sotoñal no se encontraba en aquellos campos.

Años más tarde, otra Esclaramunda, sobrina de la primera, se casó con Jaime II, poco después de que su padre le entregara la corona mallorquina. De esta manera, aquel nombre quedaría ligado para siempre a la historia de la isla. La reina Esclaramunda, la primera reina de Mallorca.

Don Francisco buscó sin resultado la relación entre el marquesado de Sotoñal, del que nunca había sabido a ciencia cierta su ubicación geográfica, con el nombre de Esclaramunda. Parecía claro que el título procedía de aquella isla, probablemente otorgado por la primera reina de Mallorca, aunque no podría demostrar aquella relación hasta que no le tradujeran las páginas de aquel libro que terminaba con un «¡Viva Esclaramunda!». Pero, al poco tiempo de vivir en la isla, le encontró sentido a todas aquellas historias. No se puede construir el futuro si no se tiene memoria del pasado.

Poco más de dos años después del nacimiento de su primera hija, su mujer le comunicó que volvía a estar embarazada.

En aquellos momentos, en la Península, la noticia de que Isabel II acababa de regresar de Francia ocupaba todos los periódicos. Volvía la monarquía.

Pero la Restauración borbónica, tras el fracaso de la República de Pi y Margall, no se daría en la persona de Isabel, sino en la de su hijo Alfonso. A la Reina no le permitieron instalarse en Madrid, por lo que decidió establecerse en Sevilla, en los Reales Alcázares.

Don Francisco había vivido con indiferencia la marcha al exilio de la familia real, hacía casi siete años. Entonces no sabía que su padre y su suegro habían apoyado a Prim en el destronamiento de la Reina. De haberlo sabido, probablemente él también lo habría apoyado, pero ahora se alegraba de que pudiera volver, aunque no le permitieran regresar a la corte.

Ahora que él iba a tener otro hijo, deseaba que la vida política se calmase, que terminara la insurrección en Cuba, que los carlistas aceptaran de una vez para siempre que su candidato nunca subiría al trono, que el reinado de Alfonso XII fuera largo, muy largo, y que Dios le enviara muchos hijos, como se los estaba enviando a él.

Y esta vez sería niño, y heredaría el título que parecía haber nacido en aquellas tierras en las que nacería él. Un niño que se llamaría como se habían llamado todos los marqueses de Sotoñal desde que se tenía constancia. Un varón que perpetuaría su nombre y su apellido, Francisco de Asís Camp de la Cruz.

Pero no fue niño, fue otra niña, y heredó la piel morena y los ojos negros de su madre. Nació dos semanas antes de lo previsto, y lloró como si toda Mallorca tuviera que enterarse de que ella había venido al mundo.

No podría llamarse como él, pero don Francisco no dudó ni un momento en el nombre que tendría que llevar. El de una mujer que bien podría ser antepasada de la recién nacida, y que fue capaz de alzar la voz en defensa de la libertad, frente a todos los poderes que intentaban destruirla. Esclaramunda. Y así se bautizó. Aunque la niñera de su madre no se acostumbrara a llamarla por el nombre que le dieron al nacer, y comenzara a llamarla Munda, para acortar. Y todos terminaran por conocerla por aquel nombre abreviado con el que volvió a bautizarla Mani, Munda Camp de la Cruz y Castellanos. La segunda filipiniana.