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Lola se enteró del nacimiento de la niña dos días después. Lloró por los hijos que ella no tendría, y se alegró por él. Aunque al principio hubiera deseado matarle. Ni siquiera le había dicho que su mujer estaba embarazada.

—Me hiciste prometer que no te hablaría nunca de ella. Y lo he cumplido.

—¿Que lo has cumplido? ¿Crees que ocultándome que estaba encinta estabas cumpliendo la promesa que me hiciste? ¡Dios mío! ¡Cómo puedes ser tan cínico! Parece que disfrutas haciéndome daño.

—No quería hacerte daño.

—Pues si no querías, no habérmelo hecho.

—¿Te hace daño mi hija?

—¡Me hacen daño los hijos que no son míos! ¡Yo también quiero hijos!

—Eso no te lo puedo dar, Lola. Lo sabes de siempre.

—¿Por qué? No sería la primera mujer que tiene un hijo de su amante.

—Así es. Pero yo no quiero hijos que no puedan llamarme padre. Y tú tampoco deberías quererlos.

Se había trasladado hacía un año a la calle Bailén, frente a los atardeceres más naranjas que viviría nunca. Disfrutaba de una libertad que en Toledo hubiera sido impensable, y de una vida de regalo y de lujos para los que su amante no escatimaba ni un solo real. Los amigos de don Francisco habían seguido su ejemplo y, poco a poco, todos acabaron trasladando a Madrid a sus mantenidas. Organizaban fiestas a las que Lola asistía sin oposición alguna por parte del amante, tal y como le había prometido, y ella misma invitaba a reuniones a sus amigos y amigas, aunque él no pudiera asistir.

Ya no echaba de menos el teatro. Cantaba en las fiestas y recibía los aplausos de un círculo de amistades que crecía en cada reunión, y que presumía del privilegio de asistir a su casa.

El amante solía visitarla un día fijo a la semana. Desde que había nacido su hija, su esposa acudía a las reuniones de los jueves de la marquesa, y él aprovechaba esa tarde para viajar a Madrid. Además, al poco tiempo de su traslado a la calle Bailén, él comenzó a acompañar a su padre y a su suegro a sus reuniones secretas y, desde entonces, también pasaba con ella dos o tres noches al mes, y en algunas ocasiones, incluso dos o tres días.

En Madrid, ella también instauró un día de visita para sus amistades. Los martes de la Pícara Lola se hicieron famosos, no había caballero que no deseara acudir con su amante, ni amante que no deseara ser invitada sin su caballero.

Así había vivido durante más de dos años, hasta que don Francisco volvió a sorprenderla con una noticia.

—Mi padre me ha pedido que vaya a Palma de Mallorca. Tiene asuntos allí de los que quiere que me haga cargo.

—¿A Mallorca? ¿Cuándo te vas?

La Pícara Lola se había quitado el peinador y le estaba desabrochando la levita, abrazada a su espalda delante de la cornucopia del recibidor.

—¿Me dejas ir contigo?

—Eso vengo a pedirte.

—¿De verdad? ¿No me engañas? ¿Cuándo nos vamos?

El espejo le devolvía la imagen de su amante, que mostraba una preocupación que no se correspondía con la noticia que acababa de darle.

—Mi familia ya está camino de Valencia para coger allí un vapor. Tú y yo salimos mañana, ya tengo los billetes. Viajaremos en el mismo barco, aunque tendremos que fingir que no nos conocemos. Tengo apalabrada una casa-palacio para ti en Portocolom, en la costa oriental de Mallorca.

—¿De qué me estás hablando?

—De que no tengo más remedio que irme, Lola, y quiero que vengas conmigo.

Y se fue con él. Aunque protestó antes de aceptar, y lloró, y le puso condiciones, y le echó en cara que hubiera esperado para decírselo hasta el último día, como siempre, como si ella no contara.

Y se planteó si le merecía la pena seguirle, dejando atrás aquella vida que él le había regalado. Pero hay decisiones en las que no pesa más que el deseo del otro, la compañía del otro, la fuerza del otro.

Y a Lola le sobraba todo si Francisco no estaba. Le siguió a Palma de Mallorca, como le hubiera seguido al otro lado del mundo, como le volvería a seguir cuando volviera a pedírselo, unos años más tarde, para instalarse en el barrio europeo de Alejandría, donde él aceptaría el cargo de cónsul para Asuntos Comerciales, y donde, por primera vez en su vida, ella le diría que no, cuando le pidiera que se embarcase con él hacia las Filipinas, veintiséis años después del primer ramo de violetas.