Se casaron al año siguiente, el día después de Navidad. La marquesa se negó a asistir a la boda de su hijo con la hija de un masón venido a más, y amenazó a don Francisco con desheredarle. Sin embargo, el marqués confiaba en convencer algún día a su esposa de las bondades de aquel matrimonio. No podría argumentar nada a favor de la masonería, pero estaba convencido de que encontraría otras razones que terminarían por ablandar su postura. La comparación con la Pícara Lola sería una de ellas. Al fin y al cabo, no era lo mismo una rica heredera, y decente, que una cupletista que antes se ganaba la vida enseñando las piernas, y había consentido que su hijo le pusiera un piso de mantenida, a los ojos de todos.
El marqués no quería enfrentarse a su esposa abiertamente y, por supuesto, tampoco asistió a la boda pero, aduciendo que en algún sitio tendrían que vivir los recién casados, y que mejor sería que lo hicieran de acuerdo a su alcurnia, les regaló una de sus casas blasonadas en el centro de Toledo, y les ayudó a invertir la fortuna que Lucía aportó al matrimonio como dote.
Durante más de un año, la marquesa le prohibió a su nuera la entrada en su casa. Hasta que un día, las dos coincidieron en misa. No solían hacerlo, porque Lucía había elegido un horario distinto al de su suegra. Pero aquella mañana se retrasó en la modista, y no le quedó otro remedio que retrasar también su asistencia al oficio religioso. Eso sí, procuró sentarse detrás de una columna para que no la viera. Y así fue, la marquesa no reparó en ningún momento en que Lucía se encontraba unos bancos detrás de su reclinatorio. Tampoco la vio cuando terminó la celebración de la misa y salió de la catedral por el pasillo central. Y nunca habría tenido noticias sobre ello si, unos minutos más tarde de llegar a su casa, la criada no la hubiera avisado de que tenía una visita.
—¿Una visita? ¿A estas horas?
—Es la señora del señorito.
—¿La indiana?
—Sí, señora.
Comenzó a bajar las escaleras con la determinación de hacerle pagar por semejante atrevimiento.
¡Presentarse así! ¡Sin haber sido invitada! ¡Y sin avisar! Pero la vio al pie de la escalera, toda vestida de negro, con la cabeza cubierta por una capota que la hacía parecer más alta y desgarbada. Nunca se había fijado en que las ojeras se le marcaran tanto. Parecía enferma.
Cuando la marquesa bajó el último peldaño, Lucía extendió los brazos y le dirigió una sonrisa.
—Se dejó usted esto en la catedral.
La marquesa reconoció enseguida el chal que había llevado a la iglesia. Una mantilla de encaje de Holanda que a veces se colgaba del brazo como adorno. Recordaba haberlo dejado en el reclinatorio antes de acercarse a comulgar, pero probablemente se cayó al suelo, y no advirtió que se había quedado allí.
—¡Vaya! ¡Mi chal! Pero no hacía falta que vinieras. Podrías haber enviado a una doncella con el recado.
—Lo sé, comprendo que es una tontería, pero me quedaba más tranquila así. Siento haberla molestado por tan poca cosa.
Las ojeras de Lucía le hicieron recordar sus propias ojeras. También ella había sido una muchacha demasiado delgada y demasiado alta. Casi daba lástima mirarla.
Dejó que se marchara sin haberle dado siquiera las gracias, pero, esa misma tarde, llamó a su hijo y le hizo pasar a su gabinete.
—¿Qué le pasa a tu mujer? ¿Es que no la haces feliz?
—¿Por qué crees que no la hago feliz?
—Porque anda vestida de negro como un alma en pena. Y las ojeras le llegan hasta los pómulos.
—Su abuelo murió hace seis meses. Recuerda que te mandé una tarjeta con la noticia.
—¡Vaya! Lo siento. Se me olvidó contestar. Le mandaré un saluda ahora mismo.
—No hace falta. Ella te ha disculpado ya.
—¡Aun así se lo enviaré! ¡Y hazla feliz, por el amor de Dios, esas ojeras dicen que no lo es!
—Todo lo contrario. Tenía intención de decírtelo cuando hubiera cumplido los tres primeros meses, pero ya que estoy aquí… ¿Querrás apadrinar a tu primer nieto? ¿Al futuro marqués de Sotoñal?
No fue nieto, fue nieta, y heredaría los ojos azules de su abuela, el nombre de su abuela, el título de su abuela y el carácter de su abuela.
Nació dos días después de que Amadeo de Saboya renunciara a la Corona debido a la falta de apoyos de la aristocracia isabelina y de los partidos políticos. Cansado de las bromas que circulaban sobre él por todo el país, desde las tabernas más miserables hasta las reuniones del mejor tono.
España era republicana cuando se presentaron las primeras contracciones.
La niña nació exactamente el día en que el médico lo había previsto. En un parto rápido que sorprendió a la comadrona por tratarse de una madre primeriza, ante la emoción de un padre y de unos abuelos también primerizos, y las lágrimas de una abuela que ya quería a su nieta como no había querido hasta entonces a nadie. Una niña sana y fuerte. Mariana Camp de la Cruz y Castellanos. La primera filipiniana.