Don Francisco había entrado en la basílica dándole el brazo a su madre. Acababa de ver a Lucía Castellanos Soler en uno de los últimos bancos, sentada junto a su criada, justo al borde de la nave central. El futuro marqués llevaba una nota para ella en el bolsillo. La había escrito poco antes de salir de su casa, después de cambiarse el frac por un chaqué oscuro. No sabría decir el porqué, pero albergaba la esperanza de que, aquella última mañana del año, se encontrarían en la misa de doce:
Sigue sin haber prisa, querida, pero, si no tiene inconveniente, tengo intención de ir al Cerro del Emperador para hablar con su padre.
Si usted me da su permiso, deje caer el pañuelo la próxima vez que volvamos a vernos. Siempre a sus pies, a la espera de que muy pronto pueda besar su mano,
Francisco de Asís Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda.
Lucía sintió la presión de su mano cuando le entregó la carta disimuladamente. Todo sucedió en un momento. Notó que alguien le pisaba la falda y, cuando fue a tirar de ella, se encontró con la mano de él, que cerraba la suya dejándole la nota. Ni siquiera se miraron. Él continuó caminando del brazo de su madre, avanzando hacia los puestos que tenían reservados en primera fila. Antes de llegar a los reclinatorios, Lucía vio cómo una joven les cortaba el paso, y salía instantes después precipitadamente de la catedral.
—¿Quién será? Parecía que iba llorando.
—No lo sé, niña. ¡Y guarda esa carta en el devocionario, si no quieres que alguien la vea!
Guardó la nota como Mani le había ordenado, pero en la liturgia de los Santos Evangelios, la desdobló y la leyó. Cuando don Francisco volvió a pasar junto a ella, al terminar el oficio, Lucía dejó caer su pañuelo, y sintió cómo se le encendía la cara.
Horas después, don Francisco se dirigió hacia la bajada de San Martín, para cruzar el puente que le daba nombre a aquella cuesta que terminaba en el río. Se disponía a cruzar el puente, cuando se cruzó con una berlina que bajaba del cerro.
Don Francisco detuvo en seco su calesa. Necesitaba asegurarse de que era cierto lo que acababa de ver. No lo habría creído si fuera otro el que se lo contara, pero no cabía la menor duda. En el interior del carruaje pudo distinguir al presidente y al tesorero del casino, al padre de Lucía y a su propio padre.
Al cruzarse con su calesa, las cortinas de las cuatro ventanillas de la berlina se corrieron al mismo tiempo.
Aquella reunión sólo podía significar una cosa: su padre era masón, como el de Lucía, y como el resto de los ocupantes de aquella berlina, algunos de los cuales nunca habían ocultado su pertenencia al Gran Oriente de España.
Desde que él tenía recuerdos, los primeros y terceros jueves de cada mes el marqués se trasladaba en aquel mismo coche a Madrid. A todos los efectos, el viaje se debía a su obligación de acudir a las Juntas de Accionistas o a los Consejos de Administración del complejo entramado de empresas que le pertenecían. Pero aquel era el primer día del año, fiesta de guardar, resultaría increíble que ninguna de sus empresas hubiera convocado una reunión. Además, el día anterior había muerto Prim, también masón. Aquella reunión de caballeros no podía ser otra cosa que una tenida de urgencia.
Probablemente se dirigieran a Madrid, y la tenida no la organizara únicamente su hermandad, sino el Gran Oriente al que pertenecían. La muerte del presidente del Consejo de Ministros merecía una reunión de todas las logias y talleres de la masonería regular, la que cumplía con los ritos de la Obediencia francesa, en la que se circunscribían la mayoría de las logias españolas desde que comenzaron a implantarse a raíz de la invasión de José Bonaparte.
En aquel momento, don Francisco comprendió por qué su padre nunca había intentado desmentir los rumores que circulaban en Toledo acerca de aquellos viajes. No le interesaba que su esposa conociera la verdad.
Aunque las sedes de las empresas propiedad del marqués se situaban en Toledo, la marquesa nunca había cuestionado sus escapadas a la capital, ella las atribuía a la existencia de una amante, y jamás se le hubiera ocurrido provocar una discusión por asuntos de aquella naturaleza, no sería de buen tono. En el fondo, la marquesa agradecía la deferencia de su marido para con ella. Las amantes deberían vivir siempre lejos de las esposas. El marqués había hecho bien en ponerle el piso en Madrid a la suya, ella no habría soportado tener que compartir las calles de Toledo con otra mujer, y él lo sabía.
Sin embargo, a pesar de aquel convencimiento, el marqués nunca le fue infiel, pero le convenía aquella confusión. Antes de que la marquesa descubriera los verdaderos motivos de sus idas y venidas de Madrid, prefería que creyera en un adulterio que le permitía moverse sin dificultades. La animadversión de ella hacia los masones era tan manifiesta que de haberse enterado de que su esposo pertenecía a una logia, probablemente habría utilizado todas las artimañas posibles para que la abandonara.
Don Francisco regresó a su palacete sin haber hablado con el padre de Lucía. Pero, al día siguiente, le contó a su padre lo que había visto, y le pidió que le acompañase al Cerro del Emperador, para presentarle formalmente a la familia de los indianos.
A partir de ese momento, se repitieron las visitas casi todas las tardes. Al principio, a espaldas de la señora marquesa, que hubiera dado cualquier cosa para que su hijo se casara con la niña de su hermana, y después, en contra de sus deseos.
A Lucía le hubiera gustado conocer a su futura suegra, y formalizar el compromiso en un baile al que habría invitado a todo Toledo, como habría hecho su madre en Cuba de haberse consolidado su compromiso con el criollo independentista que había elegido para ella, pero el marqués les aconsejó discreción, su esposa nunca hubiera asistido a aquella fiesta, y habría arrastrado a sus amigas al desplante.
Tampoco el padre de Lucía había imaginado así el noviazgo de su hija, casi a escondidas, como si tratasen de ocupar un lugar que les estaba vedado, pero no tuvo valor para oponerse. Ella era feliz.
A pesar del rechazo de la marquesa, a pesar de que la alta sociedad toledana le daba la espalda, y de que nunca dejaría de ser «la niña de los indianos», a pesar de que, por primera vez en su vida, sentía que esa condición la hacía diferente, en aquel Toledo donde las diferencias excluían. A pesar de todo, ella era feliz.