—¿No eran esos los indianos?
La señora marquesa señaló el coche que se alejaba del casino. Don Francisco, que ocupaba el asiento contrario al sentido de la marcha, no lo había visto.
—¿Dónde?
—En aquella berlina.
El señor marqués se asomó por la ventanilla, pero tampoco vio nada.
—¡Qué raro! ¿Por qué se marcharán? Si el baile no ha debido de empezar siquiera.
La marquesa se retocó el moño, fijado con alfileres de brillantes y con una redecilla que apenas se apreciaba.
—¡Está claro! Se habrán dado cuenta de que están fuera de lugar. No entiendo cómo habéis consentido que esos nuevos ricos sean admitidos como socios del casino.
—¡Mujer! Son buena gente, y al casino le vienen muy bien, son muy generosos.
—¡Y muy masones! Por culpa de gentuza como esa, la Reina tuvo que salir de España. Don Francisco se acarició el bigote y simuló que hablaba por hablar.
—¿Dices que son masones?
—¡Pues claro! Si hasta se les nota en la cara. Tienen una mirada característica, aviesa, como si siempre estuvieran huyendo. Se les reconoce a la legua.
El marqués bajó del coche y extendió la mano a su esposa para ayudarla a bajar.
—¡Vamos! ¡Qué dices cada cosa…!
—¿Cada cosa? Desde que les dejan reunirse, España se está convirtiendo en su madriguera. Y para colmo de males, hasta se matan entre ellos. No me extrañaría nada que a Prim lo hubiera matado uno de los suyos. Pero se lo tenía bien merecido. Eso le pasa por andar quitando y poniendo reyes.
—Calla, mujer, no digas barbaridades.
—¿Cómo que barbaridades? ¿No estarás de acuerdo en que nos impongan un Rey que el Santo Padre ha tenido que excomulgar por robarle sus tierras? ¡A ver qué es lo que nos roba a nosotros! ¡Y no me digas que a este Rey no nos lo han impuesto los masones!
—¡Anda ya, mujer! Los masones no se meten en política, ellos sólo se reúnen para hablar de filosofía y de ciencia.
—¿Y para hablar de filosofía hace falta reunirse en secreto? ¡No señor! ¡Se reúnen en secreto para maquinar y para profanar la hostia consagrada! Todo el mundo sabe que se la guardan en la boca cuando van a comulgar, y luego se reúnen para hacer sus barbaridades. Son como las cucarachas: se esconden, pero están en todos los rincones.
—Pero ¡de dónde te sacarás esas tonterías! Son sociedades discretas, no secretas. Se reúnen en secreto cuando les prohíben sus reuniones, nada más.
—Nada más, y nada menos. ¡Menudos conspiradores! ¡Y haz el favor de no defenderlos, que me pones de mal humor!
En el salón de baile, todos conocían ya la noticia. El general Prim, presidente del Consejo de Ministros, ministro de la Guerra, capitán general de los Ejércitos y artífice de la expulsión de Isabel II y de la continuación de la monarquía en la persona de Amadeo de Saboya, había muerto a causa de las heridas sufridas en el atentado del que fue objeto tres días atrás. Esa misma noche, el nuevo Rey llegaba al puerto de Cartagena procedente de Italia.
La música había dejado de sonar. En la sala de reuniones, el presidente del casino y su junta directiva decidían si se suspendía el baile. No les costó más que unos minutos alcanzar un acuerdo. Antes de medianoche, la bandera del casino ondeaba a media asta, y todos los invitados habían abandonado el edificio.
Los marqueses de Sotoñal improvisaron una cena fría en su casa para un grupo de amigos. Los hombres se encerraron en el gabinete del marqués y las mujeres en el saloncito donde solía recibir la marquesa todos los jueves. Don Francisco ni siquiera entró en la casa, se dirigió al piso de Lola y, por primera vez en casi cuatro años, pasó toda la noche con ella.
Aquella noche amó a la Pícara Lola con la misma intensidad de siempre, pero la imagen de Lucía no dejaba de rondarle por la cabeza. No podía comprender por qué no le había esperado en el casino.
Lola se sentía feliz sabiendo que el amante no la abandonaría de madrugada. Aquella noche fue la más intensa, la más radiante, la más larga, la que más se parecía a una noche de bodas.
A la mañana siguiente, al despertarse, se asomaron a la ventana envueltos en el mismo cobertor, y permanecieron contemplando la vista durante un rato. Toledo había amanecido nevado.
Desde el dormitorio sólo podía verse un cielo blanquecino que se desplomaba sobre los tejados de la ciudad, ocultos bajo una espesa capa de nieve. Las agujas de la catedral, la cúpula de Santa María la Blanca, la de San Juan de los Reyes, la Sinagoga, los altos de la Judería y numerosos tejados que podían divisarse desde aquel ventanal en otras circunstancias, casi no se distinguían debido a la cortina de nieve.
El color del cielo y el tamaño de los copos presagiaban que seguiría nevando durante mucho tiempo. —No te vayas aún. Mira la que está cayendo, y no tiene pinta de parar.
—No puedo, corazón, le prometí a mi madre que iría con ella a misa de doce.
—Pues entonces quédate otro ratito, sólo son las diez. ¡Volvamos a la cama!
—Pero ¡mujer! No querrás que vaya a misa con el frac. Tengo que ir a casa a cambiarme.
—¡Por favor! ¡Quédate otro ratito! No quiero que se termine esta noche. ¡Vamos a la cama! Volvieron a la cama, donde Lola intentó despertar en su amante la pasión de siempre. Pero él parecía distraído y, después de una hora, se marchó con el pensamiento puesto en el baile que no pudo ser.
La Pícara Lola pensó que la razón de su abatimiento se encontraba en la presión que ejercía su madre sobre él. Su amante tenía que ir a misa porque así lo exigía la marquesa, en lugar de quedarse en su cama.
Lola no lo meditó. Probablemente, si se hubiera detenido a pensar, nunca se habría atrevido a asistir a la misa de los señores marqueses, pero tenía que hacerle ver a la dama que ella también existía.
Aquella mañana fue cuando conoció a la marquesa, saliéndole al paso en la nave central de la catedral, en la torpe creencia de que podría enfrentarse a cientos de años de alcurnia. La primera vez que la fulminaron aquellos ojos azules que la dejarían sin asignación durante los dos meses siguientes.
Las lágrimas se le escaparon en contra de su voluntad, pero no porque la marquesa le hubiera demostrado que también la catedral era suya, sino porque su amante no movió un solo músculo para protegerla de aquella frialdad.