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Hay amores que no necesitan para mantenerse más que la certeza de que el sentimiento existe, la seguridad de que el otro está ahí, y comparte el deseo de que el mundo se pare. Amores pacientes, que retrasan la pasión hasta el momento en que la vida se permite el placer de regalarles un encuentro. Un roce involuntario, una mirada, un cesto de moras, una calesa, un puente, un visillo que se abre y se cierra, un baile.

Así era el amor que ellos sentían. Nació en un momento, pero fue enredándolos como si les hubiera estado esperando toda la vida. Despacio, sin prisas, pero arraigado tan profundamente que ninguno de los dos dudaba del otro.

Lucía acarició el vestido que colgaba de la lámpara, lo descolgó, lo puso sobre la cama y buscó entre las joyas de la madre.

—¿Dónde está mi alfiler negro?

—Pero ¿cómo vas a ponerte un alfiler negro con un vestido negro, criatura? ¡Y ahora que ya no tienes luto! Además, lo perderás, no cierra bien.

—No seas agorera. Tú sabes cómo sujetarlo para que no se caiga. A mamá le gustaba mucho ese alfiler, y hoy quiero sentirla cerca. ¿Dónde está?

—Está donde siempre. ¡Ven, déjame que te ponga el vestido!

—¿Crees que irá al baile?

—Pues claro que irá. ¡Cómo no va a ir!

—¡Ay, Mani! ¿Y qué hago? ¿Qué le digo?

—Tú no tienes que hacer nada, ni que decir nada. Sólo tienes que esperar. Lleva siempre la libreta a la vista, y apunta dos o tres nombres antes de que empiece el baile.

—¿Y si no va?

—Claro que irá, niña. ¡Irá!

De los balcones de la fachada principal del casino colgaban guirnaldas de farolillos de colores. Los carruajes hacían cola para llegar hasta la puerta, donde dos conserjes ataviados con la librea de gala recibían a los invitados. Una alfombra roja se extendía desde la calle hasta el gran recibidor.

Allí, cuatro doncellas recogían las capas para colgarlas en guardarropas diferentes, a la izquierda las de las damas, y a la derecha las de los caballeros. Otras dos doncellas se encargaban de los sombreros, los bastones y los guantes de ellos.

En la calle, a ambos lados de la puerta, una multitud se agolpaba para verlos entrar.

Lucía bajó del coche del brazo de su abuelo. Allora que todos los ojos se fijaban en ella, y que veía el colorido de los trajes de las damas invitadas al baile, dudaba de si había hecho bien en vestirse de negro.

Era tal su nerviosismo que cuando llegaron al final de la alfombra roja y atravesaron la puerta principal del casino, le asaltaron unas ganas terribles de volver a casa.

—¡Ay, abuelo! No sé si quiero entrar.

—No hace falta que quieras, cariño, ya estamos entrando.

Sobre el vestido, de terciopelo negro bordado en azabache, llevaba una capa de color púrpura, el mismo color de los guantes, los zapatos y la cinta adamascada que fruncía una limosnera donde guardaba su cuaderno de baile, todavía intacto. Se había recogido el pelo en un moño, del que salían unos bucles que le caían sobre el hombro derecho. Realmente, nunca había estado más hermosa.

Las arañas y los candelabros del salón lucían a todo gas, los espejos multiplicaban sus brillos, intensificando los de los diamantes y la pedrería de los trajes de las damas. La música de fondo se confundía con el bullicio de los que iban llegando, y con el ruido de las enaguas almidonadas.

El salón se llenaba de invitados al mismo ritmo que aumentaban los nervios de Lucía.

—Vámonos a casa, abuelo, no me encuentro bien.

—Pero, hija, si no hemos hecho más que llegar.

—Vámonos, por favor, creo que voy a desmayarme.

Ya se habían puesto las capas cuando el padre los interceptó en la puerta de salida. El abuelo se extrañó al verle, le creía en la capital, adonde viajaba todas las semanas, desde que volvieron de Cuba, para resolver asuntos de los que no hablaban jamás en público.

—¿Qué haces aquí? ¿No estabas en Madrid?

—¡Ha muerto Prim!

—¡Vaya! ¿Cuándo?

—Hace tres horas. En la corte no se habla de otra cosa.

—¡Pobre hombre! ¡Tres días de agonía!

—¡Y justamente hoy, que llega el Rey!

—¡Vaya problema! Yo no sé cómo habéis apoyado esta locura. ¡Un rey excomulgado por el Papa! ¿Lo aceptará la gente?

—Tienen que aceptarlo. Las Cortes ya lo han firmado. De hecho, Amadeo ya es el Rey.

—¿Y los carlistas?

—Están bastante nerviosos, pero somos muchos los que no consentiremos la vuelta al absolutismo.

—¿Y qué pasará ahora con Cuba?

—Me temo que sin Prim lo vamos a tener difícil. Esta guerra va para largo.

Lucía les oía sin escucharles, ni siquiera se enteraba de lo que hablaban. En lo único que pensaba era en salir corriendo de allí.

—¿No podríais hablar en el coche? Por favor.

Los dos hombres salieron del casino detrás de la joven. Su cochero se adelantó al verlos y colocó enseguida la berlina delante de la puerta. Una vez en sus asientos, Lucía se echó en brazos de su padre y comenzó a llorar.

—Pero, cariño, no sabía que te afectaría tanto.

El abuelo pensó en el mareo que le había obligado a salir del salón de baile, y se asustó creyendo que su hijo sabía algo que él desconocía.

—¿Qué es lo que dices que le ha afectado?

—El asesinato de Prim. ¿Por qué llora si no?