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La niña de los indianos no salió de su habitación en todo el día. Mani, la esclava negra que la cuidó desde que llegó al mundo, intentó que bajara al comedor a la hora de la comida y de la cena, pero no lo consiguió. No hubo forma de convencerla para que saliera de allí, ni siquiera de que abriera la puerta, excepto para que una doncella le llevara a media tarde una bandeja con algo de fruta y un vaso de leche. No quería que nadie la viera. Todavía sentía en la cara el calor que le subió de repente cuando se encontró con los ojos de don Francisco. Le había cogido la mano como si fuera algo natural, sin pensarlo, sin recato, ¡sin guantes! Y ni siquiera les habían presentado. ¡Qué pensaría él! No se dio cuenta de que le estaba rozando la blusa. Jamás había deseado más ardientemente que el tiempo diera marcha atrás.

No habría bajado al río; no habría visto al caballero que se acercó con la lana; no se habría levantado del suelo; ninguna espina se habría clavado en aquella mano que se dejó llevar; ningunos ojos la habrían mirado como aquellos ojos, con tanta sorpresa.

Toledo entero sabría ya que Lucía Castellanos Soler era una desvergonzada. Afortunadamente, su madre no vivía para verlo, ni había un prometido que pudiera repudiarla por aquella indiscreción. Pero su padre se moriría de pena cuando lo supiera. ¡Él, que la había educado con el mayor de los esmeros!

¡Qué le había llevado a Cuba una institutriz desde París, para que nadie pudiera decir que su hija no tenía los modales de la aristocracia!, el tiempo no se daba la vuelta. Por mucho que ella cerrara los ojos y los abriera otra vez. Por mucho que fuera y viniera de un lado a otro del cuarto. De la cama al balcón, del balcón al secreter, del secreter al espejo. El tiempo continuaba corriendo.

Y ella seguía sintiendo que la cara le ardía.

Se estaba quedando dormida sobre el cobertor, cuando escuchó unos golpes en la puerta de su dormitorio.

—¡Niña Lucía! ¡Abre!

La voz de Mani sonaba distinta a como había sonado durante todo el día. No era una súplica, ni una orden, ni trataba de convencerla. Sonaba como si no hubiera otra alternativa que descorrer el cerrojo. Pero no porque Mani quisiera, no, sino porque aquel «¡Niña! ¡Abre!», guardaba su propio deseo de abrir, la convicción de que detrás de la puerta había algo más que la voz de su tata.

—Mira lo que te trajeron.

—¿Qué es esto?

—¿No lo ves? ¡Tremenda cesta de moras!

—¡Dios mío!

La tarjeta no venía firmada:

Benditas las moras que me llevaron a usted, señorita.

—¿Y ahora qué?

—Ahora nada. Ahora a esperar a que termine el luto.

—¿Y no tengo que contestarle?

—¿A quién? Si no viene firmada.

Aquella noche no durmió. A la mañana siguiente, bajó a la orilla del río sin que nadie la viera.

Y ahí estaba él, junto a la zarza. Moreno, alto, fuerte. El bigote ligeramente curvado hacia arriba. La perilla triangular y el pelo ensortijado le daban cierto aire romántico, como el de los poetas de moda. Le vio antes de llegar al río, vestía la misma cazadora y el mismo sombrero que llevaba el día anterior, verdes los dos. Una mano en el bolsillo, y en la otra, un bastón con el que dibujaba algo en la arena. Él también la vio, pero en el mismo instante en que iba a quitarse el sombrero para saludarla, ella se dio media vuelta y regresó corriendo otra vez en dirección a su casa. Don Francisco hubiera querido seguirla, pero le pareció un animalillo indefenso, aturdido, como los que pierden el rastro de su madriguera y corren en sentido contrario al que deberían correr. La dejó marchar sin decirle nada, pero aquella noche volvió a enviarle un cesto de moras con otra tarjeta:

Querida, esperaré todo el tiempo que a usted le haga falta. No hay prisa.

Al día siguiente, el futuro marqués volvió al río, pero ella no apareció.

Ya no hubo más moras. Don Francisco regresó a Toledo y dejó pasar el tiempo. De vez en cuando, se subía a una calesa, atravesaba el puente de San Martín y se daba una vuelta por el Cerro del Emperador. Cuando pasaba por delante del cigarral de los indianos retenía a la yegua, y la obligaba a meter la cara y a caminar muy despacio.

—¡Tranquila, corazón, no hay prisa!

Si los visillos del balcón central del primer piso se abrían, daba la vuelta a la manzana y volvía a pasar.

—¡No hay prisa! ¡No hay prisa, corazón!

Si no se abrían, regresaba otra vez a Toledo por el puente de San Martín.

El puente guardaba una leyenda sobre un alarife que no supo calcular la cimentación necesaria para que la estructura no se viniera abajo, y que no se atrevía a parar la obra por temor al castigo, el descrédito y la ruina. La leyenda decía que su mujer, para proteger su credibilidad, arriesgó su vida quemando la cimbra del arco central, y que, ante los destrozos del fuego, al arzobispo no le quedó otro remedio que ordenar la reconstrucción de lo quemado. Cuando el alarife terminó su trabajo, utilizando los cálculos correctos, la mujer confesó su acción. El arzobispo, en lugar de castigarla, alabó su amor, y ordenó que colocaran una piedra en honor de la mujer enamorada.

Aquel puente, con su leyenda de amores recompensados, era el último punto desde el que don Francisco podía divisar la ventana de Lucía. El puente de San Martín. El futuro marqués solía detener allí su calesa cuando volvía del Cerro del Emperador, y se asomaba a los laterales para contemplar la piedra donde todavía podía verse la imagen de la mujer del alarife. Después se giraba hacia el cigarral, y comprobaba por última vez que estuviesen abiertos los visillos de la ventana de Lucía.

Así permanecieron durante unos meses. No se vieron más, pero el visillo, la calesa y el puente los mantenían unidos.

Hasta que Lucía cumplió el luto de la madre, y asistió al baile que abría la temporada de invierno en el casino. El baile de la víspera de Fin de Año.