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Era verdad que don Francisco quería a Lola con todas sus fuerzas, pero con la misma intensidad se enamoró de la que sería la madre de sus tres hijas. Se llamaba Lucía Castellanos Soler, aunque todos la conocían como «la niña de los indianos». Nació en Cuba, en la provincia de Oriente, donde su abuelo hizo fortuna con el negocio de la caña de azúcar.

Unos meses después de que el movimiento independentista liberara a los esclavos, y les animara a combatir en una guerra que duraría más de treinta años, la familia vendió sus plantaciones y se trasladó a Toledo, de donde eran oriundos.

Se compraron un cigarral en el Cerro del Emperador y lo llenaron de palmeras. La madre había muerto cuando la niña estaba a punto de comprometerse con un terrateniente, que se unió a la rebelión contra la Corona poco antes de formalizar el compromiso. Se trataba de un criollo, heredero de un título de nobleza procedente de Santander, cuyo sueño hubiera sido haber visto Cuba convertida en una provincia española de pleno derecho. Pero sus aspiraciones autonomistas se truncaron cuando la Reina aumentó los aranceles y rechazó la propuesta de abolición de la esclavitud a cambio de una compensación económica para los hacendados. Cuando llegó el momento de implicarse activamente, él liberó a sus esclavos, apoyó a los independentistas y aplaudió la constitución con la que nacía la República de Cuba en Armas. Lucía tenía dieciséis años, quince menos que él, y también aplaudió aquella revolución, que la liberaba a ella sin tener que haber alzado siquiera la voz. Él murió unos años después, frente al pelotón de fusilamiento, acusado de traicionar a una patria que nunca le consideró un ciudadano. Aquel mismo día ejecutaron a ocho estudiantes de Medicina, tras un juicio manipulado que intentaba minar la moral del movimiento independentista, pero que no hizo sino alentarlo.

La familia llegó a Toledo cuando Isabel II estaba a punto de abandonar Madrid, camino de su exilio en Francia. En principio, habían pensado instalarse en la corte, cerca del Palacio Real. El abuelo y el padre de Lucía soñaban con encontrar para ella un pretendiente como el que habían dejado en las islas, un título que le diera lustre a la fortuna que aportaría como dote, y a la que heredaría después, cuando ellos faltaran. Pero la ausencia de la Reina, y el luto que habían de guardar por la muerte de la madre, les decidieron a instalarse en Toledo. Allí podría entretenerse la niña con sus primos, hasta que pudiera vestir otra vez de color y participar en los actos sociales de la vida toledana, donde le buscarían marido.

La niña de los indianos, sin embargo, no tenía prisa por casarse. Había oído demasiadas veces renegar de sus bodas a algunas de sus amigas en Cuba. Muchachas que no llegaban a la veintena que, después de unos años de casadas, ya andaban como locas por encontrar un amante, un joven que les mitigara el aburrimiento de sus matrimonios concertados.

Lucía era alta, casi tanto como su padre, un poco más delgada de lo que exigían los cánones de belleza, pero fuerte y rebosante de salud. Morena, con la piel curtida por un sol antillano que siempre consiguió traspasar las sombrillas, por mucho que ella hubiera intentado protegerse. Tímida, de ojos oscuros y esquivos, golosa, de nariz pequeña y respingona, y de manos largas y dedos finos. Sus primas y primos no la dejaban sola un momento. Tanto era así que acabaron por adjudicarles a ellos también el apelativo de indianos.

—Cuéntanos cosas de las Indias.

—Será de Cuba.

—¡Bueno, pues de Cuba! ¡Cuéntanos!

—Es que no es lo mismo, ¿sabes? Cuba es Cuba.

Y Lucía les contaba historias de esclavos que no querían serlo, y de amos que no querían que lo fueran. De criollos que conseguían burlar la ley que les impedía acceder a cargos públicos, y de mulatos que se escapaban de las plantaciones de los esclavistas para huir al norte de los Estados Unidos, donde los hombres negros ya no eran propiedad de los blancos.

Así la vio don Francisco por primera vez, un año después de que ella llegara a Toledo, rodeada de primos, sentada a la orilla del Tajo sobre un vestido de alivio de luto que le tapaba hasta el cuello. La espalda erguida, mayestática, el enigma dibujado en las manos y en los ojos, misteriosa, exótica, diferente, capaz de cautivar con su acento cubano a todo el que se acercara a escucharla.

Don Francisco formaba parte de un grupo de jóvenes que había salido de excursión. Cuatro chicos y cuatro chicas de la alta sociedad toledana, cuyos padres se empeñaban en reunir buscando emparejamientos. Pasaban el fin de semana en el cigarral de una hermana de la señora marquesa. Hacía calor y bajaron al río. Les acompañaban dos criados y una doncella. Los criados extendieron una lona azul sobre el suelo. En las cuatro esquinas de la tela, colocaron sendos palos pintados de blanco, donde engarzaron los extremos de un toldo a rayas blancas y azules. En el centro del toldo colocaron un palo, más alto que ellos, que levantó aquella estructura como si se tratara de una enorme sombrilla cuadrada. Fuera de la lona, pusieron una mesa, donde descargaron varios cestos repletos de comida y de bebida. Mientras la doncella disponía los aperitivos sobre la mesa, los criados dispusieron bajo el toldo ocho mecedoras tapizadas con la misma tela de rayas.

A don Francisco no le gustaban aquellas excursiones. La Reina había puesto de moda los baños de mar. Y su tía, desde que vio los dibujos de las casetas que montaban en Zarauz para su majestad, quería poner de moda los baños de río. Pero a él no le gustaban los trajes de baño, y tampoco aquel toldo, que sólo servía para concentrar el calor, impidiendo que corriera el aire.

—Me voy a dar una vuelta por la orilla, a ver si veo cangrejos. Su prima le acompañó.

—¡Espera, voy contigo!

Siempre se habían llevado muy bien. A sus padres no les habría importado tener que pedir una dispensa papal para que contrajeran matrimonio; más bien al contrario, las dos hermanas acariciaban esa idea desde que la señora marquesa ahijó a su sobrina, cinco años después de que naciera su hijo.

—Mírala, qué bonita es, ya tenemos esposa para Francisquito. ¡La futura marquesa de Sotoñal!

Y su prima creció con esa letanía, como si fuera una realidad que no pudiera cuestionarse. Hasta que se tropezaron con Lucía Castellanos Soler, y les cambió la vida.

—¿Quién es?

—La niña de los indianos.

—¿La conoces?

—Sólo de vista. Viven ahí al lado. Pero mamá no me deja acercarme a ellos.

—¿Por qué?

—¿No lo ves? Es gente ordinaria. ¡Vámonos!

—¡Espera! Se les ha caído algo.

Un ovillo de lana rodó hasta una zarzamora situada en el lugar desde el que observaban al grupo. Los indianos no habían reparado en su presencia hasta ese momento. Cuando lo hicieron, la prima tiró de la manga de don Francisco.

—¡No lo cojas! ¡Vámonos!

—¡Mujer! ¿Qué prisa tienes?

Don Francisco cogió el ovillo del suelo y se acercó. Sabía que una familia de indianos se había instalado en el Cerro del Emperador hacía unos meses. La prensa local se hizo eco de la noticia describiendo a la hija como «la guapa y rica heredera», lo que provocó que todo Toledo pensase que los padres le andaban buscando marido. A don Francisco le disgustó la noticia, no sabía muy bien por qué, pero lo cierto es que desarrolló una especie de antipatía hacia aquella joven, una suerte de rechazo que se borró en el mismo instante en que Lucía se acercó hacia él y le extendió la mano para recoger la lana.

—Gracias, señor, muy amable.

Al soltar el ovillo, una espina del zarzal, que se había quedado prendida en la lana cuando rodó por el suelo, se clavó en el dedo meñique de don Francisco.

—¡Vaya! Un regalo de la zarzamora.

—¡Huy! ¡Lo siento! ¡Déjeme ver!

Fue instintivo. Lucía cogió la mano de don Francisco y buscó la espina.

La mano de él reposaba sobre el pecho de ella, mientras Lucía se concentraba en hacer una pinza con las uñas de los dedos índice y pulgar.

—¡Aquí está!

—Así es. Muchas gracias, señorita.

—No hay de qué.

En ese momento, se dio cuenta de lo que acababa de hacer. Todos callaban. Él se inclinó hacia delante.

—¿Me permite que me presente? Francisco de Asís Camp de la Cruz y Suárez de la Alameda.

—Encantada, señor.

Lucía se dio media vuelta sin decirle su nombre y salió corriendo con el ovillo en la mano. Sus primos la siguieron hasta el cigarral, pero nadie dijo una palabra.

Cuando llegaron a casa, se encerró sola en su dormitorio.