Lola quería vivir en Madrid, sí, pero quería hacerlo para recuperar su antigua vida. Volver a los escenarios, a los aplausos, a las fiestas después de la función, al bullicio. En Toledo se ahogaba. Y cuando el amante le comunicó su decisión de casarse, ella vio que se abría una puerta que hacía tiempo había cerrado ella misma.
—De acuerdo, tú te casas y yo me voy a Madrid.
—Me alegro de que seas razonable. Aunque no me sorprende, sabía que lo entenderías. Ya verás, el piso es precioso, tiene seis balcones a la calle. Desde todos se ve el Campo del Moro. Iré a verte todos los días. En el tren se tarda menos de dos horas.
—Ahora eres tú el que no entiende. Yo me voy a Madrid y tú te quedas aquí.
—¿Cómo?
—Que no vendrás a verme, ni todos los días, ni nunca. Me voy a Madrid y vuelvo al teatro. Y tú te quedas aquí, casado.
—Pero eso no puede ser. Yo te quiero. No me hagas esto, corazón.
—No me digas que me quieres al mismo tiempo que me dices que vas a casarte, no es decente.
—¿Y cuándo hemos sido nosotros decentes? Ven aquí, amor mío, yo no podría vivir sin ti.
—Pues yo sí.
—¿Cómo que tú sí? ¡Ven! Ya verás como no. ¿Me dejas que vea lo que guarda esta bata?
—No, no quiero…
—Anda, vida mía, si te quiero más que a nadie en el mundo. Mira qué hombro más bonito me voy a comer… Mira qué cintura… y qué piel…
—… por favor… no me toques…
—Pero ¿cómo no voy a tocarte? Si eres mía. Sólo mía. Si me vuelves loco… Mira qué espalda… Mira qué cuello… Mira qué suavidad de caderas…
—… por favor…
—Por favor…
—… por favor…
Lola consintió en trasladarse al piso de la calle Bailén, en Toledo no habría soportado tener que esquivar también a la futura marquesa de Sotoñal, pero puso condiciones: no se marcharía a Madrid hasta la víspera de la boda; el alquiler del piso estaría a su nombre, aunque lo pagara él; no pediría permiso para entrar y salir de su casa; y nunca, absolutamente nunca, se nombraría en su presencia a la futura esposa.
Don Francisco no tuvo más remedio que aceptar. La otra alternativa suponía perderla para siempre.