La había conocido en París.
Hacía veintiséis años que sus manos acariciaban aquellos hombros. Veintiséis años desde que aquel cuerpo se dejaba oler, y aquellos labios recorrían su espalda hasta la indecencia. Veintiséis años en los que le siguió alrededor del mundo, y en los que la pasión había conseguido sobrevivir, a pesar de las estrategias que el destino urdía para intentar separarlos.
Y ahora, cuando ya no necesitaban luchar, ni buscar excusas para encontrarse, ni construir mundos propios donde ocultarse de los otros, ella había decidido que no le seguiría más.
—Estoy cansada, Francisco. Ya tengo cuarenta y dos años. No es edad para ir correteando detrás de nadie.
—¿Cómo puedes hablar así?
—No te enfades, te sigo queriendo como siempre, pero estoy cansada. Volveré a España, me instalaré en el pueblo de mis abuelos, donde todos piensan que triunfé en América, y seré una viuda que no tuvo hijos y que volvió de las Indias.
—No puedo creer que todo termine aquí. Tiene que haber alguna forma de convencerte.
—¡Sí! ¡La hay! Ya lo sabes.
—Pero eso no puede ser, Lola, ¿a estas alturas quieres acabar con mi carrera? ¿Quieres arruinar la vida de mis hijas?
—Pues si no puedo ir a las Filipinas como casada, volveré a España como viuda. Me instalaré en una casita pintada de azul, y plantaré una palmera en el jardín.
—Pero, Lola, si a ti no te gusta el azul.
—Es igual, me gustará desde ahora.
No le gustaba el azul. Él le había enviado un ramo de violetas azules y ella se lo había devuelto con una tarjeta:
No me gusta el azul.
Fue en París, en el teatro donde ella estrenaba La Pícara Lola. Tenía diecisiete años y nadie había conseguido todavía robarle la razón.
El teatro se desbordaba de público.
Las mujeres con vestidos de volantes y guantes hasta la mitad del antebrazo. Los hombres con levita, corbata de lazo ancho y chaleco. Ellas con peinados rococós y alfileres con brillantes en los rizos. Ellos con sombrero de copa y pantalones ajustados. Todos con los anteojos dispuestos, deseando ver a la Pícara Lola.
En uno de los palcos de platea, un grupo de jóvenes se entretenía tirando bolitas de papel hacia el proscenio. Los músicos tocaban la sinfonía que precedía al primer acto. En los palcos superiores, las marquesas y las duquesas controlaban cada palmo del teatro, buscando las presencias y las ausencias, y fingiendo escandalizarse cada vez que descubrían a algunas de las mantenidas que se habían atrevido a presentarse en el teatro, a sabiendas de que se encontrarían allí con las esposas. Para aquellas ocasiones, las barraganas lucían sus mejores escotes y, sobre ellos, piezas de joyería que muchas consortes quisieran para sí.
La Pícara Lola miraba desde bastidores. El día anterior, aquel mismo público había hecho llorar a la primera bailarina, la amante de uno de los ministros del Gobierno. Y no era la primera vez: cada actuación del ministro que contrariaba a sus oponentes políticos se encontraba con el pataleo general que sufría la pobre protegida. Un ruido ensordecedor que el aplauso de la claque intentaba disimular sin resultado.
La Pícara Lola buscó en el gallinero a las únicas personas con las que tenía asegurado el éxito: la patrona de la pensión en la que vivía desde hacía ocho meses; la costurera que le había enseñado a bordar las lentejuelas del corpiño, para que brillaran tanto como si estuviera cosiendo el doble de las que consiguió comprar; el zapatero que le forró los zapatos; la panadera; el ferretero; el cochero; la planchadora de la pensión…
El espectáculo estaba a punto de comenzar.
El tercer aviso de la campanilla resonó en los oídos de Lola como una advertencia: o te ganas al público o tendrás que volver a Toledo.
El telón comenzó a levantarse, las luces se apagaron. El silencio. Cuando ella apareció ante el público, los jóvenes del palco de platea lanzaron un olé que secundó toda la sala. La suerte ya se había repartido.
Sentada en un tonel, con un decorado a su espalda que simulaba las olas del mar, la Pícara Lola se abrazaba la pierna derecha con las dos manos, apoyando el pie en la rodilla izquierda, como si fuera un cruce de piernas a medio terminar. Las medias de seda se unían al corpiño a través de unos ligueros de encaje.
Las mujeres envidiaron la blancura de aquella piel, que se dejaba ver desde el final del corpiño hasta el negro de las medias. Los hombres contenían la respiración intentando imaginar aquello que no se veía, soñándose los dueños de aquellos ligueros, de aquel corpiño, de aquella mirada oscura que se perdía en el patio de butacas como si el teatro estuviese vacío.
Comenzó su cuplé sin acordarse del miedo. Sin pensar que se había gastado los últimos francos en comprar aquellos tacones, aquellas medias, aquel bombín. Cantó para sus amigos de las últimas gradas; para sus padres, a los que imaginaba en Toledo, rezando para que su hija triunfase; para su abuela, que le había enseñado las tonadillas que ahora cantaba en París; para su hermana, casada desde los catorce años, limpiando y planchando en casa de un señorito, y trayendo hijos al mundo, como si las mujeres no sirvieran para otra cosa que para fregar y parir.
Pero sobre todo, cantó para ella, para demostrarse a sí misma que tenía razón cuando decidió independizarse de la compañía con la que llegó a París, para asegurarse de que hizo bien al rechazar la protección de su director, que insistía en llevarla a su cama a cambio del éxito.
Sí, cantó para ella, para cumplir sus sueños, para convertirse en una diva y elegir la vida que deseaba vivir.
Y triunfó.
Los aplausos reventaban la sala mucho antes de que terminara su último do de pecho. No se había movido del tonel. Sus piernas continuaban a punto de cruzarse, enfundadas en sus medias de seda, esperando durante toda la representación que cayera la derecha sobre la izquierda. Piernas largas, firmes, de una blancura insolente.
En el palco de platea los gritos se imponían sobre los aplausos y los olés.
—¡Viva tu madre! ¡Viva tu madre!
—¡Toledana!
—¡Viva Toledo!
El anfiteatro se vino abajo, el patio de butacas se puso en bloque de pie, coreando los gritos de «Toledana» y «Viva Toledo».
Repitió éxito en el segundo número de la noche, y en los de la noche siguiente, y en los de la otra. Y en los de todas las noches en las que acabó enamorando a medio París.
Los jóvenes del palco de platea asistieron a todas las representaciones. También eran de Toledo. Cada noche le enviaban flores al camerino diciéndole que habían ido a París sólo para verla; la esperaban en la salida de artistas con el ofrecimiento de acompañarla a la pensión; la invitaban a visitar su palco en los entreactos, donde brindarían con champán y comerían bocaditos salados; le pedían que les acompañara a la Exposición Universal, el verdadero motivo de su estancia en París, donde verían de cerca a la reina Isabel, que presidía los actos oficiales del pabellón español.
Pero ella rechazó todas sus invitaciones. Ni champán, ni paseos, ni flores, ni actos oficiales en la Exposición Universal, aunque los presidiera la Reina. Ella sólo quería cantar, volver a España con el triunfo en la mano, y que todos los teatros de Madrid se rindieran a sus pies.
Y así fue. Lola volvió de Francia para ser, ya para siempre, la Pícara Lola. En Madrid, en Barcelona, en Sevilla, en Valencia, todas las salas la demandaban. Todas sabían que contrataban el lleno asegurado.
Pero llegó el estreno en Toledo, donde volvió a encontrarse con los muchachos de París. Y donde don Francisco volvió a enviarle un ramo de violetas azules con una tarjeta:
Un ramo azul para una criatura celeste
En recuerdo de París.
Y ella se lo devolvió como en París:
No me gusta el azul.
Él insistió cada noche con un ramo idéntico, y ella insistió a su vez con idéntica respuesta. Hasta que un día, el joven dejó de enviar violetas azules y la esperó en la salida de artistas.
Cuando la Pícara Lola salió del teatro, la cogió de la mano, la atrajo hacia él y, delante de todos, la besó como nadie la había besado.
—Desde ahora, todas las flores serán rojas. ¡Nada de azul!
Después, subió al carruaje que le estaba esperando, pero, antes de marcharse, le entregó un enorme ramo de rosas con una tarjeta.
La Pícara Lola se llevó la mano a los labios mientras leía:
El rojo le sienta tan bien …
Todavía no sabía que aquel beso le robaría sus sueños. No sabía que la pasión suele nublar la razón. No sabía que él no podría seguirla en sus giras; ni esperarla en Toledo; ni vivir con ella, ni sin ella; ni tener hijos, ni permitir que ella los deseara. Sólo podía pedirle que le entregara la vida. Escondida en un piso donde todos sabrían que vivía la Pícara Lola, pero del que nunca podría salir de su brazo. Compartiendo con él más de veinte años. Aceptando que él pagara las casas donde se amarían, al principio en Toledo, todas las tardes, y después en Madrid, cada jueves, mientras la marquesa de Sotoñal recibía a las señoras decentes en su saloncito.