8

Tras la movida noche anterior que tuvo con Scott, se levantó a las doce de la mañana, con los rayos del sol dándole en la espalda desnuda, calentándola hasta que no pudo soportarlo más y, dándose la vuelta con un gruñido, se tapó con la sábana. Gimió de dolor. Tenía agujetas por todos los rincones de su cuerpo y también en otros que había desconocido hasta ese momento.

Así que, envolviéndose en la sábana, fue hacia el baño. Se aseó, se lavó los dientes y fue al retrete. Una vez hubo terminado, salió para coger ropa de la mochila que había traído el día anterior. Entró de nuevo en el baño y se duchó y, ya completamente lista, bajó las escaleras con cuidado, sin oír ningún sonido más que sus pasos, unos pájaros piando y los coches al pasar.

De repente oyó los ladridos de un perro.

Se dirigió hacia donde ella supuso que provendrían aquellos ladridos.

Fue hacia el jardín y sonrió al ver a Scott jugando con el pit bull. Cuando él se dio cuenta de su presencia, se dio la vuelta y la miró esgrimiendo una sonrisa mientras palmeaba el lomo del animal.

—Buenas tardes.

Cierto, eran más de las doce.

—Buenas tardes. —Cogió aire profundamente. Los ojos de Scott se clavaron en sus pechos, que tensaron la tela de la camiseta—. ¿Llevas mucho tiempo despierto?

—Desde las nueve.

Joder. Parpadeó dos veces de manera rápida, luego se cruzó de brazos y lo miró.

—¿Y qué has hecho durante todo ese tiempo?

Scott le colocó nuevamente la correa al pit bull, que tenía la lengua fuera mientras se sentaba en el césped, pacientemente. Luego entró en la casa, junto a ella, y, cogiéndola de la mano, la llevó a la cocina.

Le hizo un gesto para que se sentara en uno de los taburetes de la cocina, a juego con la barra. Él comenzó a sacar huevos, beicon y más alimentos.

—Me desperté, me aseé, te observé dormir durante quizá… unos quince minutos. —La miró con una sonrisa—. ¿Sabías que duermes con los labios completamente cerrados, el ceño fruncido y sin emitir ruido alguno? Te tomé el pulso, pensé que te había dado algo.

Andrea frunció el ceño.

—No digas mentiras, duermo con el rostro relajado.

—El rostro no lo sé, pero…

Andrea se acercó para darle un puñetazo en el hombro. Scott se rio y la cogió entre sus brazos mientras ella se removía.

—Oh, ¡vamos, Andrea! No te enfades. —Intentó besarla y ella lo esquivó.

—Yo no frunzo el ceño. —Miró por encima de su hombro toda aquella comida—. Por cierto, ¿qué vas a hacerme para desayunar?

Scott la soltó y comenzó a prepararlo.

—Típico desayuno americano.

—Ah —asintió con la cabeza.

Aquel desayuno apenas le duró un par de minutos, bajo la atenta mirada de Scott, que le había dicho que seguía sin poder creerse que algo tan pequeño como ella pudiese haber devorado aquel enorme plato. Más tarde, con las manos en la barriga y una sonrisa de satisfacción en el rostro, lo miró.

—De acuerdo, me has sorprendido. ¿Quién te enseñó a cocinar?

Scott se encogió de hombros.

—Nadie. Yo solo.

Andrea sonrió, alzando una ceja mientras apartaba el plato vacío.

—Ah, no me lo digas. Te gusta cocinar.

Lo miró inquisitivamente y… ¿Aquello que veía en el rostro de Scott era un rubor? ¿Scott tímido? ¿Acaso aquello era posible?

—¿Te acabas de sonrojar? —Le pellizcó el muslo.

—No —gruñó.

El resto del domingo lo pasaron dando vueltas por Nueva York, comiendo en un restaurante y deambulando por los parques que se encontraban cerca. Scott quiso pasear a su perro, pero Andrea lo convenció de que lo hiciese él más tarde, cuando ella regresara a su casa. Por ningún motivo quería encontrarse cerca de aquel animal que la miraba siempre como si estuviese esperando el mejor momento para saltar a su cuello.

Y Dios era consciente de la poca fuerza que tenía ella.

Cuando el sol se ocultó en los rascacielos de Nueva York y el cielo comenzó a teñirse de un color anaranjado amarillento, la acompañó a su casa con las manos metidas en los bolsillos, como si temiese que ella fuese a rechazar cualquier gesto de él.

Al llegar a la puerta de su casa, Andrea se preguntó si debería invitarlo a entrar. Ante el silencio que los envolvió, decidió hacerle la pregunta.

—Scott —pronunció su nombre, llamándole la atención—. ¿Quieres pasar?

Él sonrió y, acercándose más, Andrea captó el olor a especias y a menta que desprendía.

—Te lo agradezco, pero no. —Alzó una mano para acariciarle la mejilla—. Mañana tengo que despertarme muy temprano para hacer unos recados.

Asintió.

—De acuerdo. —Cogió aire. Entonces, ¿ahora qué?—. Gracias por todo, lo he pasado genial.

Scott le dio su mochila, que había estado llevando todo este tiempo. Andrea la tomó y se la puso en un hombro, cruzándose de brazos tras ello.

Se acercó lentamente hasta que tuvo que alzar la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Las grandes manos de él cogieron su rostro y, agachándose, la besó con suavidad. Al principio Andrea no respondió, ya que la ternura y dulzura de aquel beso la dejaron paralizada, pero luego le respondió llevando sus manos a su espalda, sujetándolo por la camiseta oscura que llevaba.

Al separase, le lamió el labio inferior, sacándole una sonrisa a Scott.

—Leona.

—Siempre —respondió sonriendo.

Sin separase de ella, bajó sus manos hasta tenerlas en sus caderas, pegándola a él mientras los últimos rayos de luz daban en su rostro, oscureciendo y haciendo más hermosos sus rasgos. En ese instante vio el tono azabache de sus ojos, una leve capa que parecía incluso de un rojo oscuro casi cobrizo. Los ojos de Scott eran preciosos.

Le acarició la mejilla, sintiendo la barba incipiente a pesar de haberse afeitado esa mañana, y le besó en ella.

—¿Te parece bien si vengo mañana a buscarte?

Andrea hizo memoria exprés, intentando recordar si había algún evento importante. Maldijo en voz baja al acordarse de que el cumpleaños de Amy, la hija de Irina, era el martes y, por lo tanto, Tay y ella pensaban ir mañana a comprarle un detalle. Seguramente le regalarían ropa, peluches o alguna muñeca de esas que tanto le gustaban a la cría, pero sabía que pasarían toda la tarde charlando, parándose en bares para tomar algo y, finalmente, cada una se iría a su casa.

Y aunque desease con todas sus fuerzas cancelar la cita e ir con Scott para así después ir a su casa, sabía que no podía hacerle eso a Taylor. No a su mejor amiga, que, aunque no se quejaría, internamente podría tomárselo como un plantón.

—El martes es el cumpleaños de Amy, la hija de Irina. —Scott asintió, recordando quién era. Andrea supuso que no le costó mucho trabajo recordarla, ya que Ira era una de esas personas que se quedaban siempre en la cabeza de los demás tras haberla conocido, personalmente o no—. Taylor y yo quedamos hace unas cuantas semanas en ir juntas a comprarle un regalo el lunes, un día antes de su cumpleaños. Mañana. —Le acarició el torso tapado con la camiseta, sin mirarlo—. Si te apetece, podría escaparme antes de tiempo el martes, tras darle el regalo a Amy y…

Scott la interrumpió dándole un beso. Luego la miró con una sonrisa

—Pásatelo bien. Yo te llamaré.

Y con ello, le guiñó un ojo y se dio la vuelta, alejándose poco a poco mientras Andrea se mordía la lengua, temerosa de que ésta fuese a soltar las palabras que deseaba decir.

* * *

Andrea se despertó el lunes tranquilamente, con Blanca dormida en el otro lado de la cama, acurrucada en las sábanas. Le dio un beso en la cabecita, la acarició y se fue al baño. Una vez aseada, se puso una falda blanca que le llegaba hasta la mitad del muslo. Aquella falda se la había regalado su madre cuando fue un verano a verla a Sevilla. Andrea aprovechaba siempre cualquier momento libre de trabajo que tuviese para ir a España.

Era cierto que le encantaba Estados Unidos, pero había ciertas cosas de su país de origen que ningún otro podría igualar nunca. Como, por ejemplo, la comida.

También se puso una camisa blanca de botones en el pecho y, tras coger los zapatos del cajón del armario, bajó silenciosamente para no despertar a su perra y se hizo el desayuno. Como solía hacer siempre, Irina prepararía una pequeña merienda en su casa para después ir a la piscina que estaba cerca del parque.

A Amy le encanta nadar en los brazos de su madre y, a veces, con los manguitos de Barbie que Irina le había comprado. Así que el plan sería algo así, o al menos eso pensaba Andrea.

Cuando llegó a su trabajo, saludó a todos y se metió en su despacho, preparada para afrontar toda la pila de quehaceres que la esperaban en su mesa. Una vez ya sentada en su silla, Blue hizo su aparición con una taza de café en la mano y una carpeta repleta de entrevistas, exclusivas y noticias del día a día. Llevaba una camiseta con la sonrisa del Gato de Cheshire y unos vaqueros oscuros que se ajustaban a sus delgadas piernas como una segunda piel.

—Buenos días, Andrea.

—Buenos días, Blue. —Cogió la taza y le dio las gracias con un gesto de cabeza, haciendo que algunos de sus mechones se soltasen del pasador que llevaba puesto—. ¿Cómo vamos hoy?

—Bien, de hecho perfecto. ¿Te parece bien si empezamos ya?

Al asentir, Blue ocupó la silla de enfrente del despacho y comenzó a sacar todas las noticias que irían en el próximo ejemplar, hablando y sugiriendo cómo podían distribuirlas. Andrea se consideraba una de esas mujeres que siempre se empleaban al ciento por ciento en el trabajo, pero una parte de sí misma se había quedado en su casa, fuera del ámbito laboral. O, mejor dicho, se había quedado con Scott, en los maravillosos instantes que habían pasado juntos, haciendo que su cerebro funcionase más lento de lo normal.

Si Blue se percató, no dio muestras de ello.

Una parte de sí misma temía que Scott volviese a desaparecer de repente, como había hecho la primera vez.

Andrea necesitaba despedirse, ser consciente de que se había ido y no albergar falsas esperanzas. Pero… quizá, y sólo quizá, hubiese alguna oportunidad de poder reparar la relación de ambos. Aunque en un principio ella hubiese sido la que había tomado la iniciativa del «sólo sexo», ahora quería más.

Muchísimo más.

Cuando terminó el trabajo con Blue ya eran las dos y cuarto de la tarde; dejó que se fuese a almorzar, lo mismo que haría ella unos minutos más tarde para luego seguir trabajando hasta las cuatro y media y, así, irse después con Taylor a comprar el regalo de Amy.

Aquella noche echaban su serie favorita, Mentes criminales, por lo que tenía perfectamente programada en su cabeza y en el móvil, con una alarma que sonaría veinte minutos antes, la hora de retorno. Tay sabía que aquella serie era para ella como una adicción. Además, aparte de contar con un reparto de primera que te hacía llegar a través de la pantalla las emociones que sentían, debía admitir que tal vez algunos actores de dicha serie, como Shermar Moore o Matthew Gray Gubler, eran un incentivo más para verla.

Recogió todos los papeles que había en la mesa de su despacho y bajó al bar que había enfrente del edificio en el que trabajaba. Cruzó el paso de peatones y al entrar saludó a Brenda, la camarera de melena oscura que solía atenderla.

Ocupó su lugar de siempre y mientras esperaba se dedicó a contemplar aquel bar-restaurante que durante tantos años (desde que comenzó a trabajar en la revista) le había servido buenas comidas. El suelo era de parqué oscuro y las paredes estaban decoradas con cuadros de flores, bodegones y espejos que, debido a la forma que tenían sus marcos, parecían ser antiguos. Las lámparas que colgaban de las paredes eran oscuras y largas. Todas las mesas eran de color caoba, a juego con las sillas. Los manteles eran de color burdeos oscuro, y las servilletas, blancas y con las iniciales del bar.

Estaba observando a todas las personas que había en el local cuando su mirada cayó en la hermana mayor de Taylor, Ashley, que en ese momento estaba comiendo con Dean, su novio desde hacía algunos años y antigua pareja de Taylor. Era algo que nunca había podido entender: ¿cómo podía alguien salir con el novio de su hermana? Y, en todo caso, ¿cómo había tenido Dean la poca decencia de haber aceptado? Pero eso no había sido lo peor, al menos para Andrea. Lo peor había sido ver cómo los padres de Taylor habían aceptado aquella relación con los brazos abiertos.

A pesar de que su amiga se mostrase indiferente cuando hablaban de ello, Andrea era consciente del daño que su familia le había causado. Por ello, Tay y Andrea se habían tratado siempre como una familia, y desde el primer día sus padres aceptaron a Tay como una más. Aquello las había unido aún más.

Ashley era muy diferente a Taylor. Mientras que Taylor era alta y esbelta, con el cabello rubio corto y unos grandes ojos azul celeste, Ashley los tenía verdes y su cabello rubio igual de claro le llegaba hasta los grandes pechos que tenía, acompañados de una estrecha cintura y unos carnosos labios. Quizá muchos pensarían que Ashley era más atractiva, pero una segunda o tercera mirada dejaba claro que Taylor lo era más y, aparte, no tenía ese brillo manipulador en los ojos que inquietaba tanto.

Dean había sido modelo de famosas campañas de marcas internacionales. A pesar de haberse retirado, solía hacer anuncios de colonias y ropa interior, entre otras. Sabía que era atractivo, pero nunca había sido de su tipo. De cabello castaño claro y ojos azules, su cuerpo era atlético y, ¿para qué engañarse?, la primera impresión que había tenido Andrea de él había sido buena: tranquilo, cortés y atento. Se preguntó qué podría haber cambiado.

Brenda se acercó con una sonrisa al mismo tiempo que sacaba de su delantal un pequeño cuaderno para apuntar el pedido. Sus ojos marrones brillaron.

—Qué alegría verte, Andrea. ¿Qué tal estás?

—Muy bien. He venido a comer algo rápido para volver al trabajo.

Brenda asintió.

—De acuerdo. ¿Lo mismo de siempre?

—Exacto. Lo mismo de siempre. —Volvió a mirar de reojo a Dean y a Ashley.

La camarera siguió su mirada.

—¿Pasa algo?

—Esos dos —señaló con la cabeza—. ¿Desde cuándo están aquí?

Brenda sopesó la pregunta antes de responder.

—Media hora quizá. Hacen una buena pareja, ¿no te parece?

Si no fuese por lo que sabía, Andrea habría opinado lo mismo. Pero era su mejor amiga y siempre estaría de parte de Taylor.

—Sí, bueno. —Se encogió de hombros.

Aunque no dijo nada, vio en los ojos de Brenda un brillo de curiosidad.

—Te traeré la comida lo más rápido posible.

—Gracias. —Y asintió.

Estuvo esperando unos diez minutos antes de que llegara su almuerzo: una ensalada César, un filete de pollo a la plancha con patatas y un vaso de agua con hielo. A pesar de querer estar concentrada en la espectacular comida que tenía ante ella, no podía evitar echar miradas de reproche a aquella pareja que no paraba de hacerse carantoñas en público, sonriéndose mutuamente. Ante esa situación, Andrea deseaba coger su plato y lanzárselo a Ashley. ¿Cómo podía seguir con aquella relación sin tener remordimientos?

En ese instante sonó su móvil.

—¿Sí?

—Soy Tay, Andrea. ¿Te parece bien que quedemos a las cinco? Iré al edificio de tu trabajo, ya que nos pilla de camino al centro comercial desde allí. —Se oyeron unas bocinas de coche. Seguramente estaría yendo hacia su casa tras terminar la jornada laboral.

—De acuerdo. —Se mordió el labio inferior, preguntándose si debería o no decirle que estaba comiendo a apenas unos metros de su hermana y de su ex.

Tay percibió la vacilación en su voz, ya que no dudó en preguntarle qué le pasa.

—¿Sucede algo, Andrea?

—No, nada. Estaba almorzando, me acaban de traer hace poco la comida.

—Ah, de acuerdo, entonces no te molesto más. Recuerda, a las cinco iré a por ti.

—Está bien.

—Hasta luego.

Antes de poder responder, Tay ya había colgado. Suspirando, se guardó el móvil y se dispuso a disfrutar del increíble manjar que había delante de ella.

* * *

—Creo que esto le quedaría genial —dijo Taylor levantando sobre la percha un conjunto de pijama infantil de diseño floral.

Andrea asintió y sonrió.

—Le encantará. Amy ama todo aquello que tenga que ver con flores y animales.

—Pues entonces le compraremos un pijama y algo más. ¿Pagamos y vamos a la tienda de enfrente? Allí venden desde peluches de animales hasta muñecas y juguetes. Quizá veamos algo interesante.

—Vale.

La dependienta envolvió el pijama en un papel rosa claro con corazones de distintos tamaños y en el centro puso una tarjeta con el nombre de Taylor y Andrea, junto con un dibujo de unos labios. Tras pagar aquel conjunto, cambiaron de tienda.

Andrea estuvo buscando ese regalo perfecto que sólo ella podía encontrar en una tienda de peluches, al haber tenido tantos cuando era chica. Su antigua habitación en España había estado repleta de peluches de animales, entre los cuales había desde un unicornio hasta una gran rana rosa. Sus paredes habían estado pintadas de rosa, con mariposas que su madre había dibujado de color morado y blanco.

Finalmente sintió aquella punzada en el pecho. Había encontrado el peluche perfecto, pensó con una sonrisa.

Se trataba de un pájaro algo raro. Estaba formado con un gran cuerpo rosa oscuro; sus pequeñas alas, de color rosa claro, colgaban a los lados, al igual que las largas patas de tres dedos cada una. Tenía dos grandes ojos y un pico del mismo color que las patas y alas, que dibujaba una sonrisa.

Lo cogió y, al girarse, vio a Taylor mirando un cuervo negro.

—Lo he encontrado, Tay. —Su amiga miró el peluche y asintió satisfecha.

—Perfecto, coge ése entonces. Yo me llevaré este precioso cuervo para mí.

Volvieron a pagar y, con el pájaro ya envuelto, fueron hacia una de las cafeterías que estaban abiertas. Mientras que Taylor eligió un batido helado de fresa, Andrea pidió lo mismo pero de chocolate, ignorando la vocecilla que le gritaba que aquella era una bomba de calorías y ella no podía permitírselo.

Le dolían los tobillos de pasar tantas horas dando vueltas por el centro comercial y, para empeorar la situación, sentía los gemelos cargados.

Hasta que no llegaron los batidos helados ninguna de las dos habló. Al parecer no era la única a la que aquella larga búsqueda del regalo perfecto le había traído consecuencias. Un olor a tortitas penetró por su nariz y, antes de que se diese cuenta, su estómago gruñó.

El de Taylor también. Ambas se rieron.

—Dios mío, no puedo más. ¿Te parece bien si pedimos un plato de tortitas para las dos? —preguntó Taylor.

Andrea asintió varias veces.

Quince minutos más tarde, ambas devoraban lo que había en sus platos sin dejar de sonreír ante las miradas que los demás les echaban. En cinco minutos las tortitas habían desaparecido y los batidos helados de las dos estaban a menos de la mitad.

Andrea cogió valor.

—Tay, quiero decirte algo que creo que no te gustará.

—Yo también, pero lo que yo voy a contarte es más interesante, estoy segura de ello.

Andrea alzó una ceja y sonrió antes de beber de la pajita rosa.

—De acuerdo, empieza tú entonces —comentó encogiéndose de hombros.

—¿Te acuerdas de la primera vez que vimos a Scott en el bar con sus amigos?

—Claro. Como para olvidarlo.

Taylor sonrió.

—Uno de sus amigos era un chico de pelo oscuro con perilla corta, de ojos claros. ¿Te acuerdas? Se llama Kevin.

Andrea evocó una rápida imagen del hombre del que hablaba Taylor.

—Apenas recuerdo sus rasgos, ¿qué pasa con él?

—Me acosté con él. Ayer. —Y volvió a tomar otro sorbo del batido.

Andrea parpadeó varias veces, intentando asimilar la noticia mientras una gran sonrisa gatuna adornaba el rostro de su mejor amiga. Sus ojos azules brillaron con picardía al curvar sus labios en una sonrisa que muchos otros clientes de la cafetería vieron. Estaba segura de que su mejor amiga no sabía hasta qué punto era atractiva, pensó mientras algunos rayos de sol incidían en su pelo rubio.

Sacudió la cabeza.

—Espera, espera. ¿Te has acostado con un amigo de Scott? ¿Un marine?

Taylor se encogió de hombros.

—Marine, bombero, carpintero… —Sonrió—. Todos son iguales, aunque tengo que admitir que Kevin me sorprendió gratamente. —Hizo un mohín sexi al terminar de beber el batido helado—. Es muy, pero que muy, bueno con la lengua.

Andrea se sonrojó violentamente. ¿Es que acaso Tay no podía hablar más bajo? Ahora mismo ambas eran el centro de atención de la cafetería. Mientras que la mayoría de las mujeres habían apartado la mirada (aunque otras sonreían comprensivas), los hombres se dedicaban a observarlas y a golpearse los uno a los otros con los codos mientras cuchicheaban por lo bajo.

Taylor ladeó la cabeza, luego chasqueó la lengua.

—Te has sonrojado. No he dicho nada del otro mundo.

—Exacto, no has dicho nada del otro mundo, pero hablas demasiado alto. ¿Acaso eres incapaz de ver cómo nos miran todos?

—Tonterías.

—¿Se quedó contigo después?

—No, lo eché. Le dije que al día siguiente tenía que trabajar muy temprano y me molestaría, así que nos besamos, intercambiamos los números de teléfono por si queríamos volver a quedar y listo. Fue una buena noche. Sí señor. Me alegro de haber chocado con él por la calle accidentalmente.

Llamó al camarero para pedir la cuenta mientras Andrea procesaba la nueva información. Era increíble la facilidad que tenía Taylor para separar los sentimientos del sexo. Verdaderamente increíble.

—Y… ¿ya está?

Taylor la miró.

—¿Cómo qué y ya está? —preguntó—. ¿Te parecen pocos tres orgasmos? Me sorprendes, amiga. Una vez más, has demostrado lo buen amante que es Scott, el calienta-coños. Mi pregunta es: ¿podrás soportarlo durante mucho tiempo?

Nuevamente se sonrojó. Algunas mujeres soltaron una risita.

—Taylor, no vuelvas a decir eso en voz alta, ¿te enteras?

—Eres una aburrida, Andrea. Pero como veo que estás a punto de morir por una combustión espontánea, me callaré. —Bufó—. ¿Cuánto piensa tardar el jodido camarero? Tenemos cosas que hacer. Quizá él no tenga vida propia, pero nosotras…

—Aquí está la cuenta.

Andrea pensó que, si la tierra la tragaba en ese momento, no le importaría lo más mínimo. En vez de mostrarse avergonzada porque la hubiese oído el camarero, Taylor le dio unas palmaditas en la mejilla y sonrió.

—Buen chico, ahora ven en menos de dos minutos si quieres algo de propina.

Estaba segura de que, si el que las hubiese atendido no fuese un pobre adolescente algo perdido, habría frenado a su amiga. De todas maneras, le dejó una buena propina y se despidió del adolescente agitando la mano dos veces.

Taylor había aparcado al lado de su trabajo, así que se ofreció a llevarla a casa. Cuando llegó, besó a su amiga en la mejilla.

—Tay, ¿quieres que me lleve yo los regalos o los llevas tú mañana?

Hizo un gesto con la mano.

—No, llévalos tú. Seguramente a mí se me olvidaría.

—De acuerdo. Hasta mañana entonces.

—Hasta mañana, cielo. Recuerda que Derek, el de Mentes criminales, es el mío.

Andrea sonrió.

—Eso no te lo crees ni tú. Sabes que ése y el listo son míos —bromeó.

—Ah, no. Al menos quiero al listo. —Le guiñó un ojo—. Me encantaría corromperlo. Estoy segura de que, tras esa fachada de niño bueno, se esconde todo un experto del sexo.

Andrea se rio mientras abría la puerta de su casa, oyendo los ladridos de Blanca, que estaba deseosa de verla.

Se despidió de Taylor agitando una mano y luego entró. Cogió a Blanca en brazos mientras ésta intentaba juguetear con ella, lamiéndole cualquier parte que pudiese: cuello, mano, brazo, mejilla… Luego fue a la cocina y le dio una de las chuches especiales para perro que tenía. La hizo rabiar un poco y luego la soltó en el suelo de la cocina, donde daba saltos para que volviese a cogerla en brazos.

Cogió un vaso de agua y se fue hacia el salón. Se tumbó en el sofá y encendió la televisión. La alarma comenzó a sonar en ese momento. La apagó y luego vio cómo Blanca hacía algunos gestos que indicaban que quería saltar sobre ella. Dejándole un lado del sofá, palmeó ese espacio.

Fue suficiente motivación para su perrita, que de un pequeño y torpe salto (con ayuda de Andrea, ya que luego la cogió para evitar que se resbalara hacia atrás) se encaramó al sofá y se ubicó a su lado, buscando su mano con el hocico para que volviese a acariciarla.

Lo hizo y, cuando encontró el canal de televisión que buscaba, sonrió.

Ahora sólo tendría que esperar.