3

De camino al trabajo, Andrea revisó por quinta vez la carpeta con las hojas que contenían la batería de preguntas que pensaba plantearle al marine. Se había arreglado más de lo normal aquella mañana: su cabello castaño claro estaba suelto en suaves ondas que le llegaban hasta la cintura; los ojos, con un poco de rímel, y sus labios, pintados de un rojo pasión que los resaltaba.

Además, llevaba un vestido negro de seda hasta las rodillas que era como una segunda piel: se pegaba totalmente a su cuerpo, lo que provocaba que, contra la tela, sus voluptuosos pechos fuesen más apetecibles. Por otra parte, llevaba unos zapatos negros de tacón.

Y, para terminar, se había echado su perfume favorito sobre escote, muñecas y cuello.

Al enviarle una foto a Tay de su atuendo, ésta la había aplaudido, mientras que Irina le había comentado que iba demasiado formal para una simple entrevista y que debía ponerse mejor unos vaqueros.

Al entrar en el trabajo, más de uno de sus compañeros la silbaron con una sonrisa. Ella se las devolvió y, tras pasarse por el despacho de Patrick para saludarlo, éste le hizo un gesto para que entrara.

Andrea lo hizo.

—Estás preciosa, Andrea. Preparada para triunfar, ¿no?

—Exacto. —Apretó la carpeta contra su pecho, temblando—. ¿Ya está esperándome en mi despacho?

—Sí —asintió—. Ha llegado hace cinco minutos.

—Entonces no le haré esperar más.

Y con ello se dio la vuelta. Una vez que se hallaba frente a la puerta, cogió aire y se pasó una mano por el cabello, intentando aplastar aquellos pelos que estuvieran fuera de su lugar.

Colocó la mano en el picaporte, abrió y lució su mejor sonrisa.

Que desapareció rápidamente al ver unos ojos oscuros brillando con picardía.

Éstos la recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en sus pechos y en sus desnudas piernas para luego terminar en sus castaños ojos.

Muchos sentimientos pasaron por su cabeza con velocidad: sorpresa, excitación, confusión… Pero el que se quedó fue furia, enfado. ¿Por qué Scott tenía que estar en todos los sitios a los que ella iba? ¿Por qué Dios no paraba de ponerlo en su vida? ¿Es que acaso no le bastaba con tener que verlo en sus sueños?

Tartamudeando, intentando buscar las palabras apropiadas, acabó por cerrar la boca y suspirar.

Cerró la puerta tras sí y fue hacia su silla, pasando lo más lejos que pudo de su lado. Aún así, el calor y el olor de aquel hombre la atravesaron. Se odió al sentir el tejido del vestido contra sus duros pezones, deseosos de ser lamidos, mordisqueados y tocados por sus labios y manos. Luego estaba su sexo, que palpitaba y mojaba la delicada pieza de encaje que llevaba, destinada a no marcarse con el vestido.

Tras sentarse y cruzar las piernas lo más recatadamente que pudo, habló.

—Buenos días, señor McCain. Empecemos con la entrevista.

Scott apoyó una mano en la mesa.

—Estás preciosa, nena.

—¿Sufristeis alguna vez tus compañeros y tú hambre a causa de…?

—Cielo santo, estás jodidamente caliente con ese vestido, cariño. ¿Te lo has puesto por mí? ¿Sabes qué te haría? —susurró sonriendo.

Andrea apretó más sus piernas, intentando aliviar el calor que sentía entre ellas. Se humedeció los labios y frunció el ceño.

—¿Piensas que alguna vez podremos firmar…?

—En primer lugar te amordazaría. Hablas demasiado, cariño. —Le guiñó un ojo a la par que sonreía—. No te lo tomes a mal.

Andrea se sonrojó.

—Capullo bastardo de mi…

—Tras amordazarte te daría la vuelta y te inclinaría sobre la mesa. ¿Llevas ropa interior? —Una mano se desplazó hacia abajo. Andrea abrió los ojos completamente. ¿Se estaba recolocando la erección? ¿O sólo intentaba asustarla?—. Te subiría ese vestidito al que le falta más de la mitad de la falda hasta dejar ese culo tan caliente y…

—¿Es cierto que en Afganistán…?

—Luego te arrancaría la ropa interior, te abriría los muslos y te acariciaría sin parar. —Su voz se volvió un tono más ronco. Se inclinó más sobre la silla—. Empezaría penetrándote con un dedo para luego abrirte los…

Andrea se levantó de su silla de un salto, echándola hacia atrás y haciendo que chocara contra la pared.

—¡Ya vale! —exclamó sonrojada, excitada y enfada—. Esto no es justo.

Scott se echó hacia atrás en su silla y se cruzó de brazos.

—Quedemos para cenar hoy.

—Estoy ocupada —dijo rápidamente, controlando el tono.

—Mañana.

—He quedado con Tay.

Scott frunció el ceño.

—Entonces…

—Tengo cita con el médico. —Lo interrumpió.

Al ver cómo su mirada bajaba a su escote, se subió un poco más el vestido en aquella zona. Sus ojos oscuros brillaban con una determinación casi animal que la estaba llevando al límite.

Andrea se cruzó de brazos y se pegó más a la pared de detrás de la mesa. Cualquier distancia que pudiese poner entre su cuerpo y el de Scott le garantizaría más capacidad de poder tener la mente en blanco.

—No puedes estar huyendo de mí constantemente, Andrea.

—Claro que puedo, y pienso hacerlo.

—Sólo quiero hablar, Andrea. Después de ello, no volveré a molestarte.

Entonces lo vio.

Andrea vio una salida, una manera de poder resolver sus problemas y seguir con su tranquila vida en Nueva York. Pero ¿volvería a ser la misma tras hablar con él? ¿La convencería para acostarse con él? Apenas podía mantener el control sobre sí misma respecto a Scott. Su cuerpo parecía reconocerlo incluso desde la distancia.

Desvió la mirada.

—Andrea, ¿qué te parece hacer esta entrevista y quedar conmigo esta noche para cenar? Te prometo no hacer nada… —Andrea lo miró—… que tú no quieras.

Y ahí estaba la trampa.

Lo vio en sus oscuros ojos.

—Lo sabía —gruñó enfadada—. Vas a hacer todo lo posible por derrumbar mis defensas, Scott. Conozco esa mirada.

Scott alzó las manos, haciendo que Andrea pudiese ver lo bien que le quedaba aquella corta camiseta blanca. Sus fuertes brazos y antebrazos y el suave vello de éstos… Dios bendito, y aquellas marcas provocadas por su pit bull sólo conseguían darle un toque más oscuro, más dominante.

—Yo no voy a hacer nada, Andrea. Nada. A no ser que tú me lo pidas.

—Sé cómo juegas, Scott. —Se mordió el labio inferior mientras escondía las manos tras su espalda, temblando—. ¿No te ha bastado todo el daño que me has hecho? ¿Quieres más? ¿Has venido por eso?

La sonrisa de Scott desapareció; sus atractivos rasgos se endurecieron. Oh, sí. Scott tenía ganas de levantarse, cogerla e inclinarla sobre la mesa para darle un buen par de nalgadas a su trasero hasta dejarlo sonrojado, podía verlo en sus ojos.

—Sabes que eso no es así.

—¿De verdad? —¿Por qué no podía callarse? Parecía como si su lengua hubiera cogido carrerilla y no pudiese detenerse—. Pues entonces explícame por qué estás otra vez en mi vida.

—Esta noche, Andrea. Vendré a recogerte al trabajo. Sólo esta noche, Andrea. Si después no quieres volver a verme —se llevó una mano al pecho, justo donde estaba su corazón, pensó ella—, te prometo que nunca más me volverás a ver.

Tragando saliva, se sentó poco a poco en su silla mientras lo miraba, esperando cualquier movimiento para volver a saltar y alejarse de él.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Asintió con lentitud y, abriendo los papeles donde estaban las preguntas, suspiró interiormente aliviada al ver una pequeña tregua instaurarse entre ambos.

—¿Puedes decirnos con qué edad y el día preciso en que te alistaste en la Marina?

Andrea contuvo el aliento.

Ella podía responder perfectamente a esa pregunta.

Scott suspiró.

—Hace ocho años, con veintiuno recién cumplidos. Fue el dos de marzo.

No puso en marcha la grabadora, ya que ella misma tenía grabada aquella fecha a fuego en la cabeza. A pesar de haber pasado ocho años, la herida que aún tenía estaba en carne viva, sangrando. ¿Por qué? ¿Quizá porque fue su primer hombre? Aparte del mejor, claro. Scott no había sido el único.

Sonrió con amargura. Se había acostado con otros pero el resultado había sido espantoso, con alguna excepción. Actualmente, pocos hombres se preocupaban por el placer de las mujeres; buscaban una vagina en la que meterse, una mamada, y daban la faena por concluida. Por desgracia, tras la marcha de Scott y sin saber apenas de los hombres, había pensado que aquello era normal.

Había aceptado las migajas de otros hombres, sin disfrutar del sexo, y por ello acabó por repudiarlo.

O, al menos, eso pensaba.

Se miró las manos. Scott estaba esperando la siguiente pregunta. ¿Era consciente de lo mucho que había sufrido ella por él? Había esperado días, pensando que quizá regresaría a buscarla. Pero no, los años habían transcurrido y con ello se fue toda esperanza.

Pero su cuerpo lo deseaba. Mucho. Muchísimo. Tanto que ardía con sólo tenerlo cerca.

«Quizá hay alguna solución», pensó. Alguna solución para acabar con aquel deseo, cerrar aquella etapa de su vida de un carpetazo y empezar de cero.

—¿Andrea? ¿Estás bien?

Sin mirarlo, asintió y, cogiendo aire, formuló las restantes preguntas.

* * *

Una vez se hubo marchado Scott, Andrea se encerró en su despacho y se entretuvo haciendo todo el trabajo retrasado, levantándose sólo para ir al servicio o para comer algo. Pero, a pesar de ello, a pesar de estar tan metida en su tarea y acabar con un horrible dolor de cabeza, en sus pensamientos seguía Scott.

Recordó con una sonrisa su adolescencia.

Al cumplir los dieciséis, Scott se había acercado a ella. Al principio sólo la había saludado, como los años anteriores, a diferencia de que en sus ojos había un brillo distinto. Andrea volvía feliz cada día a su casa; sacaba unas notas maravillosas que sus padres aplaudían al ver, y, aunque éstos sospechaban el motivo de su felicidad, no dijeron nada.

Andrea se arreglaba todas las mañanas, por lo que se levantaba más temprano, y, tras volver del instituto y terminar de estudiar, se iba a correr por las calles de Nueva York con su mp4.

Alguna que otra noche se encontraba a Scott con sus amigos. Él la saludaba desde lejos, con lo que se ganaba silbidos de sus compañeros y algún que otro piropo. Unos meses más tarde comenzó a salir con él, y se sintió la adolescente más dichosa del mundo.

Todo era perfecto: sacaba las mejores notas de la clase —teniendo así alguna ventaja por si sus padres se mostraban contrarios a la relación—, hacía deporte, se apuntaba a marchas benéficas a favor de los animales abandonados, ayudaba en colegios cercanos siempre que era necesario…

Había sido la hija perfecta y ella lo sabía.

A pesar del enfado que le guardaba a Scott, recordaba perfectamente su primera vez. Andrea sabía prácticamente todo del sexo. Es más, desde que cumplió los dieciséis años había entrado en Internet para buscar todo tipo de información, y además había comprado revistas sobre sexo y algunos libros eróticos. Mentiría si dijese que todo aquello había sido con el único fin de tener algo de conocimiento a la hora de estar con Scott. La verdad era que su curiosidad había sido demasiado grande como para poder acallarla.

Incluso vio algún que otro vídeo porno, cosa que su amiga Tay había apoyado desde el primer momento.

A veces hubiese dado todo lo que tenía en su vida con tal de ser como ella. Taylor no vacilaba a la hora de tirarse a un tío para dejarlo al día siguiente sin poner sus sentimientos de por medio. No dudaba a la hora de acercarse a uno que llamase su atención, presentarse y llevárselo a su casa o irse a la de él.

Todo lo contrario a Irina.

Unos suaves golpecitos en su puerta la hicieron salir de sus cavilaciones.

—Adelante.

Blue asomó la cabeza por la puerta con una sonrisa.

—Andrea, ya han llegado los libros que compraste por Internet el otro día. ¿Quieres que te los traiga?

—Claro, gracias Blue.

Ella asintió antes de cerrar la puerta con suavidad. A pesar de haber dado muchísimos giros a su vida, intentando por todos los medios sacar a Scott de ella, había conservado algo de él.

Fotos.

Las fotos que ambos se habían hecho durante su relación, que ella guardaba como oro en paño en una caja de zapatos en su armario. Y estaba la carta que se había encontrado nada más despertarse al día siguiente de haber hecho el amor con él.

También la conservaba.

Quizá, después de todo, ella también fuese culpable de no olvidarlo al quedarse con tantos recuerdos.

* * *

—No me puedo creer que vayas a cenar con el señor calienta-coños. —Taylor sonrió pícaramente, alzando una delgada ceja rubia.

Irina gruñó. Cogió un cojín del sofá y se lo tiró, dándole en la cara. Tay se rio, alzando los pies y abrazándose las piernas al pecho.

—¿Quieres dejar de llamarlo así, por favor?

—Pero ¿por qué? Es cierto. Vamos, Ira, admítelo. Todas hemos tenido deliciosos y calientes sueños eróticos con Scott. Todas.

Andrea se aclaró la voz al dejar tres latas de Coca-Cola en la mesa.

—Tay, ¿te importa controlarte? —A pesar de su tono serio, sonreía—. No quiero que en mitad de la noche se me escape llamarlo así.

—Cielos, sería genial. ¿Te imaginas, Ira? —Cogió su lata—. Eso sí, dime por qué has aceptado salir con él.

Andrea se sentó en la alfombra del salón. En ese momento Blanca fue corriendo hacia ella y se sentó entre sus piernas, lamiéndole las manos para que la acariciase.

—No sé. —Se encogió de hombros—. Quiero terminar ya con esto. No sé si sigo enamorada de él, pero sé que lo deseo. Como nunca antes he deseado a nadie. Necesito ver si es sólo algo pasajero que pueda…

—… superarse con un polvo o es algo más serio —la interrumpió Tay al verla indecisa—. No te preocupes, te entendemos perfectamente.

—Scott está ahora de descanso, pero se irá de nuevo. Quiero que todo esto acabe cuanto antes para poder seguir con mi vida. Para no tener que comparar a todo hombre que pase por mi cama con Scott.

Ira se sonrojó.

—¿Tan bueno era?

Tay se rio.

—Ira, estoy segura de que nunca y, escuchadme, he dicho nunca, habéis estado con un hombre como Scott —dijo Andrea abrazando a Blanca contra su pecho, besándole la cabecita nívea. Su perrita le respondió dándole un lametazo en la mejilla.

—Joder, me dejas sorprendida. —Taylor parpadeaba—. ¿Hicisteis sexo oral la primera vez?

—¡Taylor! —se quejó Ira—. Eso es algo muy personal.

—A ti no te he preguntado.

Andrea sonrió.

—Sí. Es más, yo iba directa a la bragueta de su pantalón cuando me cogió de las manos y me dio la vuelta. —Se mordió el labio—. Puedo decir con toda seguridad que Scott es el…

—Mejor lamedor de coños que hay en todo el mundo, ¿no?

Ira suspiró.

—Dios, eres horrorosa, Tay. Me alegro de que Amy no esté aquí. ¿Sabes lo mal que habla desde que…?

—Te habrás depilado, ¿verdad, Andrea? El look selva no se lleva nada de nada.

—Claro que me he depilado —contestó molesta—. Desde que comencé a salir con Scott adquirí la buena costumbre de depilarme.

Tay asintió.

—Ésa es mi chica. ¿Qué te vas a poner?

Andrea se levantó, dejando con suavidad a Blanca en la alfombra, dormida. Fue a su habitación y cogió la bolsa con el vestido azul cielo que le había prestado Irina. Los zapatos se encontraban en la misma bolsa, también suministrados por ella.

Fue al salón y sacó el vestido, mirando a Ira con una sonrisa.

—Ira me ha dejado este vestido de color azul cielo.

Era precioso.

Su amiga se lo había traído tras pedírselo ella por teléfono. Era un vestido de una sola manga de distintas telas de seda, que dejaba el otro hombro al descubierto. Le llegaba hasta las rodillas y, aunque no era estrecho, con el movimiento de sus caderas se pegaba a ella como una segunda piel, haciendo que su trasero se transparentase de vez en cuando al tocar la tela.

Taylor parpadeó.

—Es precioso, nadie lo puede negar. Pero es… demasiado elegante, inocente y… demasiado Irina —soltó haciendo un gesto con las manos que la hizo reír. Irina frunció el ceño—. Pensé que te pondrías algo más…

Andrea sonrió.

—Más de tu estilo, ¿no?

—Exacto. —Movió las manos—. Un vestido negro o rojo entallado que fuese tan atrevido que, al verte, a Scott le diese la sensación de estar leyendo un letrero donde pusiese «Hazme lo que quieras, soy toda tuya».

Irina aguantó la risa mientras bebía su refresco; en cambio, Andrea apretó los dientes.

—Te recuerdo que yo no voy a esa cena para acostarme con Scott. Deseo cerrar esta historia.

—¿Y la mejor manera de cerrarla no sería con un fabuloso polvo?

—Andrea, nosotras te apoyamos. —Irina sonrió con ternura—. Haz lo que creas que tengas que hacer esta noche. Si en algún momento te sientes mal o incómoda, llámanos e iremos a por ti. No lo dudes en ningún momento.

Andrea asintió y sonrió, agradecida.

Por un momento se permitió pensar en aquella velada dejando a un lado el pasado. ¿Se comportaría Scott? ¿O haría todo lo posible por derrumbar aquellas barreras que ella había levantado para poder, así, acceder a ella?

Bufó.

Por supuesto que no se comportaría. Scott amaría cada segundo, incitándola a desearlo aún más, a dejar a un lado los malos recuerdos para abandonarse al placer. Pero ¿y luego? Era muy fácil decir que después ya pensaría qué hacer, pero Andrea era una mujer que estaba acostumbrada a tenerlo todo controlado.

Y con Scott aquello era imposible.

—Deja de poner esa cara de reprimida y vete a la ducha. Recuerda que Scott te recoge en el trabajo. Oye, ¿por qué no se ha ofrecido a recogerte aquí? —preguntó Ira—. Eso me ha extrañado; según me habéis contado, Scott siempre se ha caracterizado por tener unos modales de envidia.

Tay bufó al tiempo que palmeaba el muslo de Ira.

—Cariño, Andrea no quiere que Scott sepa dónde vive. Si alguna noche se presenta, ¿qué hará ella?

Los rasgados y violetas ojos de Ira se entrecerraron, confusos.

—Pues decirle que se vaya y cerrar la puerta, u ofrecerle un café pero nada más.

Tay se rio.

—Ya, claro. Eso es lo que harías tú. —Rodeó los hombros de Irina con uno de sus brazos—. Pero Andrea es una mujer dominada por las hormonas, Ira. A ver, déjame que te lo explique… —Andrea sonrió mientras iba hacia la cocina—… cuando una bebe demasiado, no se acuerda de nada de lo que ha hecho al día siguiente, ¿cierto? —Esperó a que asintiera—. Pues las hormonas son como el alcohol. Por las noches, nuestra Andrea se encuentra borracha y, encima, si viene Scott con ese metro noventa y seis y pene de…

—Tay, lo he entendido —susurró Irina enfadada.

—Genial.

—Pero no entiendo por qué Andrea no es capaz de controlarse. A mí nunca me ha pasado y…

—Ése es el problema, Ira. Nunca te ha pasado y, cuando te pase, te acordarás de nosotras. —Le guiñó un ojo.

Tras ducharse, Irina se encargó de arreglarle el largo cabello castaño dejándoselo suelto en suaves ondas con algún que otro mechón liso cuyos reflejos dorados aclaraban su cabello. Por otro lado, Taylor se ocupó de pintarle los labios de un rojo carmesí y de darle un poco de sombra a sus ojos, haciendo que aquel tono marrón dorado contrastase más.

Había que decir que Andrea se había mostrado contraria a que ellas la arreglaran. Odiaba que tocaran su cabello, a no ser que fuese un peluquero, y, además, detestaba no ver cómo estaba quedando el maquillaje en su cara. Pero vio la ilusión en los ojos de sus amigas.

En los de Taylor, ilusión porque iba acostarse con Scott.

En los ojos de Irina… Simplemente ganas de peinarla, como una madre asistiendo a la primera cita de su hija.

Una vez arreglada se fue hacia la puerta y, al abrirla, se encontró con un coche negro esperando en la acera.

Se quedó paralizada bajo el dintel.

Una figura oscura salió del vehículo. Andrea aguantó la respiración.

Cuando aquella sombra se acercó a la puerta de su casa y la luz de fuera lo iluminó… Andrea jadeó.

Scott estaba frente a ella, con una camisa blanca remangada en los antebrazos y con algunos botones abiertos por el pecho, dejando ver una porción de piel y músculos que la volvieron loca de deseo. No tenía ni rastro de vello en el tórax y, ante aquella imagen, sólo pudo suspirar de deleite.

Después estaban aquellos pantalones oscuros que tan bien le sentaban, marcando sus fuertes piernas y, sin que a sus ojos le pasase inadvertido, su miembro. Llevaba en uno de sus brazos una chaqueta. Su pelo corto negro estaba peinado en punta, algo húmedo.

Y cuando se acercó a él…

El olor a menta fresca y cuero la invadió.

—Andrea —la saludó roncamente mientras sus ojos vagaban por su cuerpo.

—¿Q-Qué haces aquí? —tartamudeó—. No te he dicho dónde vivo.

—Me pareció más correcto recogerte aquí. —Evitó su pregunta descaradamente, algo que a Andrea no le gustó.

Iba a insistir cuando Taylor e Irina aparecieron a su lado.

—¡Eh, Scott! Estás para comerte —saludó su amiga rubia con énfasis.

Aunque maldijo cuando Irina le golpeó en la cabeza.

—¿Pero qué coño he dicho?

Irina la ignoró.

—Hola Scott, buenas noches.

—Buenas noches, Irina. Taylor.

Su amiga rubia sonrió.

—No te portes muy bien, ¿de acuerdo? Haz que nuestra chica…

—Os deseamos una buena velada. —Irina empujó a Andrea por los escalones, haciéndola bajar hasta chocar contra el duro y fuerte pecho de Scott. Andrea puso sus manos en su torso para evitar tropezarse; las grandes manos de él fueron a parar a sus hombros—. Nosotras nos ocuparemos de Blanca y te cerraremos la casa al irnos.

Andrea asintió sin oír realmente lo que había dicho su amiga.

Estar apoyada en el pecho de Scott y sentir sus manos en ella enturbiaban su mente. Sólo podía pensar en las maravillas que harían en ella, en su cuerpo. Ya lo había probado una vez, y deseaba probarlo nuevamente tras ocho años.

Cuando la puerta se cerró, ambos se quedaron solos.

Era una noche veraniega, fresca, y las flores que había en su ventana y en los setos desprendían un olor tan aromático y relajante que Andrea se adormeció en sus brazos mientras respiraba hondamente.

Se oía el chirrío de algún que otro grillo. Todo aquello parecía ser como aquella noche en la que Andrea se entregó a Scott. Aquello la aterrorizó y la enterneció a la vez.

Cuando sus grandes manos pasaron por sus brazos varias veces, calentándola, se estremeció y volvió al presente.

—¿Estás bien?

Andrea asintió, aunque no habló, segura de que la voz le fallaría.

Levantó la cabeza y se encontró con sus ojos oscuros, que parecían carbón en aquella oscuridad con tan poca luz. Se humedeció los labios y vio cómo aquel gesto era seguido por él con ansia.

—Vamos, he hecho una reserva en un buen restaurante.

Y con una mano en su baja espalda, la condujo hasta el coche, sintiendo en cada paso que se disparaba una alarma que le advertía de estar entrando en la boca del lobo.