Los labios masculinos de él bajaron por su cuello, lamiendo y mordisqueando a su gusto, mientras sus manos apretaban sus pechos, con los pulgares en los duros pezones, y con una rodilla entre sus abiertas piernas, dejando que se frotara ansiosamente contra ella y así consiguiese aliviar parte del calor que sentía.
Andrea le clavó las uñas en sus anchos y musculosos hombros, y se mordía los labios mientras el placer la invadía poco a poco, dejándola con ganas de más. Apenas podía contener las ganas de cogerle la cabeza y atraerla a sus labios, que cada vez estaban más impacientes por probar los suyos.
—Bésame —susurró.
Poco a poco la cabeza fue alejándose de su cuello, y se clavaron en ella unos ojos negros que la paralizaron.
Era Scott.
El miedo se instaló en ella. Rápidamente intentó separarse, pero sus manos cogieron sus muñecas y las colocaron por encima de su cabeza, impidiéndole cualquier movimiento.
—No, no, no. ¡Déjame Scott! —Intentó soltar sus muñecas, pero su agarre era como tenazas de acero.
Sus labios dibujaron una sonrisa pícara.
—¿Por qué? Apenas acabamos de empezar —dijo roncamente. Su sonrisa se borró—. Eres mía, Andrea. He venido a por ti y no pienso irme con las manos vacías.
Cuando sus labios impactaron en los de ella, abrió la boca para dejar que su lengua penetrara dentro de ella. Aquel beso la estaba devorando, consumiéndola en miles de llamas que dejaban un vivo deseo en cada poro de su piel.
Y aquella erección potente, grande y dura contra su muslo la quemaba viva. Apenas podía controlar las enormes ganas que tenía de sentirla dentro de sí, con fuerza, rápido y…
Algo le lamía la cara y no era Scott.
Es más, Scott había desaparecido.
¿Por qué diablos tenía que dejarla en ese estado, caliente, húmeda y excitada?
Otra vez sentía la misma sensación y… Andrea abrió los ojos, aunque los cerró al sentir la luz del sol impactar con fuerza en su rostro. Jadeando, los entreabrió y sonrió al ver a su labrador blanco, que estaba tumbado junto a ella con la lengua rosa a un lado.
Estirando la mano, acarició su cabeza varias veces mientras pensaba en aquel sueño que solía tener casi todas las noches. Siempre sucedía en el cuarto de Scott, como la primera y única vez que hicieron el amor y, aunque antes de terminar podía encontrarse en otros lugares, como una playa, también finalizaba en su cuarto. Como si su cabeza quisiese advertirle de que la había dejado una vez y podría hacerlo nuevamente.
Tenía dos opciones: o darse una ducha fría y arreglarse para ir a trabajar o acabar la faena masturbándose, cosa que era muy habitual en su triste vida.
Eligiendo la primera, le dio una palmada al lomo de Blanca antes de levantarse de la cama e ir hacia el cuarto de baño dando tumbos.
Tras asearse, fue en ropa interior a la cocina mientras pensaba en Scott. Dios santo, lo odiaba por ser tan atractivo. Aquella mirada oscura clavada con fuerza sobre ella, su musculoso cuerpo cerca del suyo, transmitiéndole ese calor y masculinidad que la excitaba. Y esos labios…
Se moría de ganas de lamerlos.
Suspirando, cogió la cafetera, la rellenó con café y agua y la puso a calentar. Se apoyó contra la encimera y miró por la ventana de la cocina. Hacía un buen día, el sol estaba en lo más alto, sin nubes que lo cubrieran. Los árboles que había no se movían por la ausencia de viento o por la escasez del mismo.
Tras desayunar y vestirse, dio de comer a Blanca y se fue cerrando la puerta con llave. Mientras iba caminando al trabajo, contestó los mensajes de su familia desde España con una tierna sonrisa en el rostro. Finalmente sus padres habían decidido quedarse en Sevilla, pues decían que aquel clima era el suyo y que no podían permanecer demasiado tiempo alejados, por lo que Andrea era la que usualmente iba a visitarlos, a pesar de no gustarle del todo viajar sola en avión.
Al entrar en el edifico de su trabajo, saludó a todos sus compañeros y fue hacia su despacho. Trabajaba en una revista que salía todos los días en Nueva York. La publicación empezó siendo pequeña, pues era apenas leída por algunos neoyorquinos, pero al cabo de unos años acabó ganando una buena reputación e influencia, de las que pocas podían presumir.
Al llegar a su despacho, se encontró con Blue, una chica australiana de veintidós años de cabello castaño claro casi rubio y ojos azules que brillaban.
—Buenos días Andrea, Patrick te espera en su despacho. Necesita que revises unas cuentas con respecto a la publicidad que hacemos de la comida tailandesa en las páginas finales.
Andrea asintió.
—De acuerdo, en diez minutos estaré allí.
Blue sonrió y se fue con un asentimiento de cabeza. Al quedarse sola, comenzó a sacar de diversos sitios de su despacho todos los contratos y el papeleo que tendría que haber terminado para esa semana. Suspiró y gimió. «Al menos ahora tengo a un equipo que me ayuda», pensó. Años atrás era ella la que debía hacer sola todo el trabajo.
Cogió su agenda, el contrato que tenían firmado con la empresa de comida tailandesa y el móvil del trabajo y se dirigió a la sala de reuniones.
Su jefe levantó sus verdes ojos del móvil y sonrió.
—Buenos días, Andrea, ¿todo bien?
—Ajá —asintió; luego frunció el ceño—: ¿Hay algún problema con la publicidad que realizamos de la comida tailandesa? Yo fui la responsable de revisarlo y todo estaba correcto.
Patrick hizo un gesto con la mano.
—No, no te preocupes. Siéntate.
Asintiendo, Andrea se acomodó a su lado aún con el ceño fruncido. Cogió aire lentamente al sentir las manos húmedas por el sudor. Las tenía apretadas con fuerza contra el estómago, intentando sonreír mientras por dentro ardía de expectación por saber qué pasaba.
Patrick suspiró a la vez que se cruzaba de brazos.
—Andrea, hemos conseguido, gracias a Blue —la aludida se sonrojó—, una entrevista con un marine que fue asignado en una misión en Afganistán. Queremos publicar una buena entrevista, donde se le pregunte por todo: qué hacían allí, cómo se vivía, qué intereses políticos hay de por medio, por qué hubo problemas a la hora de llegarles los suministros… Ya sabes que los estadounidenses siempre hemos estado muy interesados por cualquier asunto militar. —Andrea asintió lentamente, sin saber qué pintaba ella en todo aquello—. Quiero que seas tú la que lleve a cabo la entrevista.
Andrea resopló, llevándose una mano a la garganta.
—¿Cómo?
—Sí —asintió—. Quiero que seas tú la que tengas para mañana una batería de preguntas para nuestro marine y se las plantees. Una vez realizada, le pasarás tus notas a Blue para que la redacte, aunque llevará tu firma, claro. —Achicó sus ojos—. Sabes que esto es una buena oportunidad, ¿verdad?
Ella sólo pudo asentir varias veces, sorprendida.
—Sí-í, Patrick.
—De acuerdo, aceptas entonces, supongo —Andrea asintió dos veces rápidamente—. Estupendo. Mañana estará aquí a las diez de la mañana, esperándote en tu despacho. Olvídate de la publi de comida tailandesa, de eso se ocupará otro de tu equipo. —Sonrió—. Eso es todo.
Andrea abrió la boca para agradecerle aquella oportunidad, pero su lengua se trababa, haciendo que tartamudease sin parar. La cerró y se sonrojó ante la mirada paternal de Patrick.
Le acarició la mano con unas palmaditas.
—Sé que puedes, Andrea. Hazlo bien y hablaremos sobre un posible ascenso.
* * *
—¡Eso es increíble! —Tay se metió la cañita en la boca, haciendo un ruido tosco al sorber su bebida—. Y un marine… Ahora es cuando empiezo a envidiarte. Ser diseñadora sólo te aporta beneficios a los ojos, pero nada de tocar o hablar.
—Yo no quiero tocar nada, Taylor. Sólo quiero hacer esta entrevista lo mejor posible y conseguir un ascenso. ¿Sabes cuánto tiempo he estado esperando una oportunidad como ésta?
—Ajá. —Le pagó al camarero su consumición—. ¿Ya tienes las preguntas?
—Sí. He hecho algunas de repuesto y he recolectado información para estar algo más documentada. Por cierto, ¿dónde está Irina? —Buscó con la mirada a su alrededor, divisando una parada de autobús y un parque—. Quedamos las tres en ir a dar un paseo por…
Blanca ladró enérgicamente en ese momento, levantándose del suelo y dando pequeños saltitos. Su rabo comenzó a moverse con rapidez, mientras el animal miraba en una dirección determinada.
Andrea hizo lo mismo y maldijo en español. Allí estaba Scott, con una camisa blanca arremangada sobre los fuertes antebrazos y un poco abierta por el cuello, por el que podía verse un pequeño trozo de su musculoso pecho. Y aquellos vaqueros claros… le marcaban un trasero perfecto, de esos que una mujer mataría por tener en sus manos y estrujar.
Sus ojos oscuros brillaban mientras cogía de la correa a un gran pit bull blanco que intentaba tirarse encima de él para quitarle una pelota de tenis que tenía en la mano.
Siempre había sabido que Scott era de perros peligrosos. Durante su relación en la adolescencia le había hablado más de una vez de su sueño de tener muchos perros, entre ellos pit bulls, rottweilers, huskys siberianos…
Al ver cómo los ojos del pit bull se clavaban en su pequeño labrador, lo cogió en brazos y lo colocó sobre su regazo mientras éste seguía ladrando.
Tay silbó por lo bajo.
—Vaya… Esos pantalones le hacen un culo a Scott de lo más apetecible, ¿no crees, Andrea?
Asintió boquiabierta.
—Y ese perro peligroso… ¿Te has dado cuenta del aire de macho duro que tiene? Lo devoraría ahora mismo. De arriba abajo, como un Chupa Chups.
Cuando Scott se arrodilló en el césped, Andrea contuvo el aliento. El pit bull saltó con fuerza sobre él, intentado derribarlo juguetonamente mientras buscaba la pelota. ¿Lo extraño? No lo derribó. Scott permaneció firme, implacable mientras agarraba al perro y lo hacía rabiar, ganándose unos gruñidos.
Suspiró aliviada.
—Dios santo, qué susto me he dado.
—Andrea, deja de preocuparte. Scott es grande y fuerte, ¿no ves que ese perro no tiene nada que hacer con él?
—Es un pit bull, Taylor. —Abrazó con fuerza a Blanca, quien le lamió la mejilla—. Yo apenas puedo controlar a la mía.
Tay sonrió pícaramente.
—Tú no controlas nada, cielo. Nada.
En ese momento Scott la miró. Sonrió y levantó la mano, saludándola mientras controlaba a aquel monstruoso perro que no paraba de moverse. Sin poder evitarlo, Andrea se sonrojó y le devolvió el saludo tímidamente. Scott puso un bozal a su perro con suavidad, cogió la correa y fue hacia ella.
Al llegar a su lado, se inclinó y la besó en la mejilla, cerca de la comisura del labio derecho.
—Hola, Andrea. —Miró a Taylor—. Taylor.
—Hola hombretón. —Le guiñó un ojo—. Bonito perro.
Scott sonrió y palmeó el lomo del pit bull, que se sentó a su lado.
—Sí, es un buen chico. —Cuando se echó a un lado para dejar pasar a una mujer, Andrea vio unas marcas blancas en el antebrazo derecho. Parecían haber sido causadas hacía años. Líneas blancas irregulares que subían poco a poco hasta ser tapadas por la camisa blanca.
—Scott, ¿qué te pasó en el brazo derecho?
El aludido se lo miró y luego se encogió de hombros.
—Me atacó apenas pasaron dos semanas tras comprarlo.
Andrea abrió los ojos como platos.
—¿Y te lo quedaste? Es decir, ¿no hiciste nada?
Sus negros ojos se clavaron en ella con fuerza, haciéndola empequeñecer en su sitio. Ardientes, oscuros, hambrientos…
—Puedo domesticarlo. Es más, ya lo he hecho. —Una de las comisuras de sus labios se levantó en una media sonrisa pícara—. Siempre consigo lo que quiero.
Tay susurró algo por lo bajo. Andrea soltó todo el aire de sus pulmones. ¿Estaba retándola? ¿Acababa de decir que pensaba dominarla? ¿A ella? Si no fuera por lo nerviosa que estaba, se habría reído.
—No siempre se puede conseguir lo que uno quiere en la vida.
—Quizá, pero si pones el entusiasmo y las ganas necesarios, todo es posible princesa, todo.
Andrea le aguantó la mirada con fuerza, intentando no retirarla mientras sus mejillas se volvían más rojas cada segundo que pasaba. ¿Era la única que sentía calor en ese instante? Porque ella estaba ardiendo. Literalmente.
Había tanta tensión sexual entre ambos que Taylor se abanicó con la mano sin dejar de sonreír.
—Dejad de miraros así, chicos. Están saltando chispas por todas partes. Vais a derretirnos.
—Tengo que irme —dijo Scott sin retirar la mirada de ella. Se acercó un par de pasos más hasta que Andrea tuvo que levantar la cabeza para mirarlo a los ojos—. ¿Crees que podríamos vernos?
El corazón de Andrea dio un brinco dentro de su pecho.
—No… No creo que sea muy-y buena idea, S-Scott.
—Andrea, necesito hablar contigo —susurró. Apretó la mandíbula al ver la determinación en los ojos de ella—. Tarde o temprano tendremos que hacerlo, y lo sabes.
Andrea selló sus labios y se mantuvo en silencio. Oyó a Scott maldecir por lo bajo antes de despedirse de Taylor y tirar de aquel enorme pit bull para irse.
Pasados unos segundos, miró a Taylor. Ésta la observaba a ella, cruzada de brazos y con una ceja rubia alzada.
—No digas nada —gruñó.
Su amiga levantó las manos.
—No he dicho nada.
* * *
Irina cogió en brazos a su hija Amy, cuyos grandes ojos dorados verdosos, como los de su padre, brillaban de amor. Su cabello rubio miel caía hasta sus hombros, liso y con un flequillo recogido hacia atrás con un pasador de una mariposa.
Sus bracitos pálidos rodearon su cuello.
—¿Preparada para ir a comprar, cielo? —preguntó en ruso.
—Sí —respondió en español. Debido a que su padre era español, ella estaba aprendiendo ese idioma más que el ruso, que también manejaba aunque lo entendía mejor que lo hablaba. Con respecto al inglés… lo entendía, aunque solía perderse.
Irina montó a la niña en su sillita del coche, se subió al vehículo y encendió el aparato de música, en el que sonó el disco de su cantante favorito. Mientras Amy cantaba, inventándose a veces la canción, Irina sonreía.
A pesar de que su relación con Carlos no había acabado bien, lo había amado durante sus cuatro años de relación y le había dado lo mejor de su vida: Amy. A veces se había preguntado si no habría tenido ella la culpa de haber roto la magia que los había unido.
Suspirando, estacionó el coche en el aparcamiento del supermercado y tomó a Amy de la mano.
Al entrar, cogió una bolsa y comenzó a llenarla con todo lo que necesitaba mientras miraba la lista de la compra.
Estaba buscando la marca de galletas que le gustaba a su hija cuando una sombra tapó la luz que incidía sobre ella, imposibilitándole ver bien los productos. Se dio la vuelta y sonrió al ver a Dorek. Su cabello rubio estaba húmedo y, por el olor a loción que captó, pensó que era muy posible que se hubiera duchado hacía apenas unos minutos. Imaginar el agua deslizándose por aquel cuerpo firme y grande la hizo sonrojarse.
—Irina.
—Dorek. Es un placer verte de nuevo.
Miró a su hija, que estaba detrás de ella tapándose la cara con una mano mientras con la otra permanecía agarrada a sus piernas.
—¿Es tu hija?
—Sí, se llama Amy. Cariño, saluda a Dorek.
Dorek se agachó, remangándose un poco los pantalones al hacerlo. Sonriendo, le dio con un dedo en la punta de la nariz, haciéndola reír.
—Encantado, Amy. Soy Dorek.
La niña sonrió, aunque no salió del escondite seguro de las piernas de su madre.
—Es una niña hermosa. —La miró—: Como su madre.
Irina sonrió tímidamente.
—Gracias.
Dorek se aclaró la voz, a la vez que desviaba la mirada.
—Mmm… Mmm… Estás… ¿casada?
Irina sonrió y negó con la cabeza.
—No, soltera.
Una sonrisa apareció en el atractivo y perfecto rostro del polaco. Aquella nariz recta, su mandíbula fuerte y esos labios masculinos hacían de él un rostro muy atractivo, bello, parecido a uno de esos modelos de portada que a veces una pensaba si existían realmente.
Se quedaron en silencio, e Irina cogió las galletas tras hallar la marca que le gustaba a Amy. Con una sonrisa se las dio; ella las apretó contra su pecho con una gran sonrisa infantil.
—Ha sido un placer verte, Dorek. Espero que nos veamos en otra ocasión.
—Sí, yo también lo espero.
Al ver que se acercaba, Irina permaneció rígida, aunque no dejó de sonreír. Tan sólo le dio un beso casto en la mejilla, pero dejó huella en ella. Como una llama, se fue extendiendo rápidamente por todo su cuerpo. Se llevó la mano a la mejilla.
Dorek le hizo un gesto a la pequeña y se fue a la caja.
Suspirando, miró a su hija.
—Vamos, cielo, terminemos de comprar y vayamos con las tías Andrea y Tay, nos estarán esperando.
Amy asintió y caminó de la mano junto a ella con la caja de galletas pegada todavía a su pecho.