1

Andrea, Scott está mirándote —susurró Taylor, su mejor amiga, mientras se llevaba disimuladamente el vaso de cerveza a los labios, sonriendo con picardía.

Andrea, apoyada en la barra de color caoba oscura, dio un pequeño salto en el taburete del bar. Mordiéndose el labio inferior con fuerza, miró los azules y claros ojos de su mejor amiga.

—¿Todavía?

—Ajá —susurró—. Todavía. Y creo que lo seguirá haciendo durante los próximos minutos. —Le guiñó un ojo.

Aguantando la respiración, Andrea se echó para atrás un mechón de su cabello castaño claro liso. ¿Qué diablos haría allí Scott? La había abandonado hacía ocho años, cuando ella tenía diecisiete y era una estúpida adolescente enamorada por completo de un futuro marine que, tras haber pasado satisfactoriamente las pruebas de la Marina, había entrado en ella sin decirle nada, dejándola sola al día siguiente cuando se despertó en su cama. Pero, a pesar de ello y de los años transcurridos, no había dejado de pensar en él.

¿Seguiría igual de atractivo y masculino? ¿Conservaría aquellos ojos negros increíblemente exóticos que la excitaban con sólo clavarse en ella? ¿Seguiría teniendo aquellos grandes e inmensos hombros en los cuales ella había hundido sus uñas mientras la llevaba hacia un explosivo y desgarrador orgasmo?

Humedeciéndose los labios, se llevó a ellos la lata de Coca-Cola.

—No me jodas.

—No te preocupes, cielo —se rio Taylor—. Me van los hombres, como a ti, ¿recuerdas? A quien no me importaría joder sería a Scott. Dios bendito, está muchísimo mejor que hace ocho años.

Andrea se planteó concienzudamente si girarse o no. Lo que menos quería era volver a caer en sus manos…

Ay, cielo santo, y qué manos.

Las recordaba grandes, masculinas y expertas sobre su ansioso e inexperto cuerpo adolescente. Llegó a Estados Unidos desde Sevilla con tan sólo catorce años y a los dieciséis comenzó a salir con Scott, quien era tres años mayor. Andrea siempre había aparentado más edad de la que realmente tenía durante la adolescencia y todo ello gracias a los genes de su abuela. Sus pechos eran voluptuosos; no enormes ni exagerados, pero sí llenaban totalmente unas manos masculinas. Sus curvas habían tardado poco tiempo en aparecer y, además, siempre se había considerado una chica madura.

Siempre excepto cuando estaba cerca de Scott.

En el instituto se había conocido a Scott como el calienta-coños. Andrea había sido consciente de todos los chismes que habían circulado por el centro. Todas las chicas intentaban rifarse a Scott, asegurando que era el mejor polvo que nunca antes habían echado y que, al menos, había que disfrutar de él una vez en la vida.

Cuando Andrea perdió su virginidad con Scott, tras un año de relación, podría haberse hecho adicta al sexo con él.

Adicta a él.

Cierto que había sentido dolor la primera vez, pero tras él vino el placer. El verdadero placer. Había visto con sus propios ojos el gran tamaño y anchura de su pene. Al principio se había asustado, preguntándose si aquello realmente podría entrar en ella. Pero luego…

Se despertó sola, en su habitación y con una nota donde le decía que, a primera hora de la mañana, le habían aceptado en los marines, tras superar las pruebas.

Aquello fue un fuerte golpe para ella. Enamorada por completo de él, decidió pasar página y, cuando todos le preguntaban si era cierto que se había marchado, ella se encogía de hombros y seguía hacia adelante. La única persona que sabía realmente por lo que había pasado era Taylor.

—¿Sería muy descarada si me voy ahora mismo del bar sin mirarlo?

—Sí. —Taylor sonrió—. Sobre todo si sus amigos no paran de mirar hacia donde nos encontramos nosotras.

Andrea maldijo en voz baja y en español.

Joder.

—Cariño, recuerda que no hablo español.

—No quiero hablar con él, no quiero que se acerque. —Dio otro sorbo a la bebida—. ¿Tienes alguna sugerencia acerca de lo que podemos hacer?

—Andrea, ya tienes veinticinco años, ¿no crees que es hora de zanjar de una vez el tema? Quizá sólo quiera saludarte. O tal vez desee algo más. Si antes eras atractiva, ahora estás fabulosa. Y lo sabes. La cantidad de hombres que van tras de ti lo testifican. —Le guiñó un ojo y sonrió a su amiga.

—Gracias Tay. —Se pasó una mano por el cabello, echándoselo para atrás.

—De nada. Eso sí, quiero que sepas que Scott viene hacia nosotras con uno de sus amigos, un tío rubio de esos que nuestra querida y remilgada amiga Irina amaría.

La sonrisa se Andrea se borró.

—¿Qué? ¡¿Qué viene hacia nosotras?! —susurró asustada.

Taylor asintió.

A pesar de intentarlo… no pudo evitarlo, necesitó revisar su aspecto antes de que Scott la viera. Se miró la camiseta negra de tirantes con escote cuadrado, sus vaqueros cortos oscuros y sus zapatos, unos botines Nike negros. En un espejo del bar pudo ver su rostro. Sus castaños ojos brillaban con fuerza, y sus labios seguía teniendo ese color rojo sangre del pintalabios que se había aplicado hacía apenas una hora.

Y en ese momento lo notó.

Notó aquel gran cuerpo cálido y masculino tras ella. Aquel olor a hombre, cuero y menta llegó hasta su nariz. Apretó los ojos y contó hasta tres, recordándose todas aquellas palabras que había practicado frente a un espejo por si algún día se lo encontraba. Pero…

Era oler a Scott y sentir cómo sus pezones se endurecían. Su cuerpo ya temblaba de deseo, y esas palabras que había practicado a solas en su casa se esfumaron de su cabeza como si de polvo se tratase.

Se giró con lentitud, mirando de reojo a Tay, quien sonreía mientras saludaba al rubio que, ciertamente, estaba buenísimo.

Luego clavó sus ojos en Scott.

Aguantó la respiración.

Dios bendito, Scott seguía siendo igual de atractivo, masculino y perfecto como siempre. Con aquel cabello corto azabache tan oscuro como las alas de un cuervo y aquellos ojos tan negros como una noche cerrada. La nariz recta, los labios finos y pícaros, perfectos para morder y lamer. Y su mandíbula, con una barba incipiente que le daba un aspecto más juguetón, sexi y oscuro.

¿Por qué diablos el tiempo había tratado tan bien a Scott McCain?

Con su metro noventa y siete de estatura, hombros anchos y musculosos al igual que todo su cuerpo, Scott era la perfección masculina. Ningún hombre podía igualarse a él.

Su corazón comenzó a latir con fuerza contra su pecho. Se humedeció los labios, aunque dejó de hacerlo al ver cómo la oscura y ardiente mirada de él se clavaba en ellos.

—S-Scott —susurró, obligándose a sonreír—. Qué de tiempo, ¿qué tal estás?

—Muy bien y, por lo que veo, tú también. —Su sonrisa pícara y calienta-bragas hizo su aparición, afectando a Andrea y a las mujeres cercanas a ellos. Taylor se rio al oírlas suspirar.

—Oh, sí. Todo va muy bien. —Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones cortos. Se sonrojó cuando sus oscuros ojos se clavaron en sus pechos y luego bajaron a sus piernas. ¿Por qué diablos la miraba así, como si quisiera devorarla?

—Me alegro. Hace unos días regresé de Irak, tengo permiso para permanecer aquí hasta nuevo aviso.

—Entonces, ¿sigues alistado en la Marina? —¿Por qué su voz sonó tan decepcionada?

Scott sonrió aunque más tenuemente, mostrando una hilera de dientes blancos y regulares.

—Sí.

Andrea se quedó callada, sin darse cuenta de que sus ojos color avellana estaban clavados en él con fuerza, expectantes. Scott se aclaró la garganta y se acercó más a ella, colocándose al lado de la barra del bar e inclinándose sobre ella.

—Bueno, cuéntame algo de ti. ¿En qué trabajas?

Se negó a contestar. Conocía bastante bien a Scott, o al menos al viejo Scott, si es que había cambiado. Borró toda sonrisa forzada y se cruzó de brazos, aunque rápidamente deshizo aquella postura al notar la mirada de él en sus pechos, que se habían alzado.

—No voy a entrar en esto, Scott. Si crees que he olvidado todo lo que pasó hace ocho años… estás equivocado —susurró para que no se enterara el rubio.

Él suspiró y toda sonrisa anterior desapareció.

—Andrea…

—Encantada, yo soy Taylor Lanson; seguro que tú no te acuerdas de mí pero yo también fui a tu instituto. —Su mejor amiga habló justo a tiempo, haciendo que Andrea le dirigiera una sonrisa agradecida.

Scott le estrechó la mano, aunque parecía molesto por la interrupción.

—Un placer Taylor, soy Scott McCain.

—He oído hablar mucho de ti, Scott McCain. Pensábamos irnos ya, así que…

—¿Por qué no os tomáis algo con nosotros? —habló el rubio—. Estamos ahí con dos amigos más, también marines. Nos vendría bien algo de compañía femenina.

Andrea negó con la cabeza, aunque sonrió.

—No, gracias. Tenemos muchas cosas que hacer. Quizá en otra ocasión.

En ese momento la puerta del bar se abrió y apareció Irina Maxwell. De padre ruso y madre estadounidense, Irina trabajaba como modelo para diversas campañas. De cabello largo, liso y negro que le llegaba hasta las costillas y con unos ojos simplemente violetas, era una mujer que resultaba impactante para todos los hombres. Tenía una hija pequeña de tres años, fruto de una relación con un español que finalmente acabó mal.

El rubio silbó por lo bajo al verla.

En cambio, Scott la ignoró, con la mirada clavada todavía en ella.

—Andrea, tenemos que hablar.

Aquellas palabras que había temido desde que él se fue hicieron acto de presencia. Con la voz suave y masculina, parecía estar hablando con tranquilidad, como si temiese que en cualquier momento ella fuera a salir corriendo como un animal asustado.

Eso era realmente lo que quería hacer.

Irina fue hasta ellas, con una sonrisa temblorosa. Sus largas y torneadas piernas se movían con maestría sobre aquellas sandalias blancas de tacón que dejaban sus pies descubiertos.

Aclarándose la garganta, Taylor habló.

—Os presento a Irina Maxwell Boyka. Irina, ellos son Scott McCain y Dorek Nowak.

Irina parpadeó, aunque simultáneamente sonrió de forma cálida. Mientras que Scott le estrechó la mano, Dorek se la cogió y le dio un beso en la muñeca, ganándose un sonrojo por parte de ella, aunque luego se rio con suavidad.

—Irina, lamento tener que decírtelo, pero tenemos que irnos ya.

Los ojos violetas de Irina se entrecerraron.

—¿Ya? Pero si apenas acabo de llegar, pensé que tomaríamos algo. —Miró el reloj de su muñeca—. Sólo he llegado tarde dos minutos.

Andrea se apartó de Scott.

—Debemos irnos, ya. —Lo miró y tembló. Cielos, aún lo deseaba. Lo sabía. Todavía sentía aquel nudo de deseo en la garganta al verlo, aún conseguía excitarla con sólo una mirada. Frotó involuntariamente sus muslos, intentando aliviar parte del calor que sentía entre ambos. Sintió la garganta seca y, al ver que su lata estaba vacía, cogió su bolso con rapidez—. Fue un placer verte de nuevo, Scott. —Miró a Dorek—: Un placer conocerte.

Y sin más, salió del bar con rapidez seguida por sus dos amigas, que apenas podían creerse qué había pasado.

Irina y Taylor se colocaron con celeridad a su lado, intentando mantener su ritmo. Andrea no era consciente de que la estaban siguiendo, sólo quería irse a su pequeña casa, estar con su perro y abrazarlo mientras veía una película de su actor favorito, Scott Adkins.

Que curiosamente se llamaba igual que su Scott…

Espera… «¿Su Scott?»

«Es de todo menos mío», pensó amargamente con una sonrisa mientras pasaba veloz un semáforo en verde.

Taylor la cogió de la mano, parándola enfrente de un McDonald’s.

—Para, para. Oye, ¿qué pasa?

—No quiero estar cerca de él, ¿vale? Eso es todo. Viene a saludarme como si fuésemos viejos conocidos, como si no me hubiese abandonado tras haberse acostado por primera vez conmigo, sabiendo que era virgen.

Irina sonrió con tristeza.

—Andrea, ¿por qué no le dejas que te lo explique? He estado poco tiempo, pero parecía dispuesto a darte una explicación.

Clavó en su amiga una mirada furiosa.

—¿Tras más de ocho años? Irina, si no vas a apoyarme te ruego que cierres esos labios que a tantos hombres vuelven locos.

Su amiga se sonrojó. Taylor sonrió. El viento movió su cabello rubio corto hasta el cuello, desprendiendo aquel olor a canela que tanto le gustaba.

—Anda, entremos en el McDonald’s y comamos algo. Luego ya veremos qué hacemos. Ahora olvida que has visto al sexi calienta-coños de Scott y…

—¡Tay! —bufó Irina—, no hables así.

Taylor sonrió mientras entraba en el local de comida rápida.

—¿Por qué? Oh, vamos, Ira —dijo llamándola como solían hacerlo en Rusia, diminutivo de Irina—. Comamos algo y olvidemos a los hombres. No valen para nada… Al menos no para todo lo que deberían.

Andrea sonrió, agradeciéndole a su amiga el apoyo mientras entraba en el restaurante. Sabía que sería imposible olvidar la fuerza e intensidad que transmitían los ojos de Scott, el amor que había sentido a través de ellos ocho años atrás, pero al menos lo intentaría.

Andrea era una luchadora y no pensaba perder aquella batalla.

* * *

—La asustaste, tío —dijo Dorek mientras bebía de la segunda cerveza que se había pedido—. Te dije que nada de miradas hambrientas ni acercamientos.

—Cállate —maldijo Scott—. ¿Has visto las ganas que tenía de irse nada más verme?

Kevin se rascó la perilla mientras con sus ojos zafiro miraba la televisión de pantalla del bar.

—¿Cómo querías que reaccionara? La abandonas después de habértela follado y, para empeorarlo, era virgen y llevabais un año de relación. ¿En qué pensabas?

Scott se pasó una mano por el pelo.

—Joder, pensaba en conseguir dinero y volver a por ella. Era una sorpresa, ya lo sabes.

Dorek maldijo en polaco tras sonreír.

—Eres un cabrón, amigo —dijo con aquel acento polaco tan fácilmente reconocible—. Por cierto, ¿alguien sabe dónde vive esa tal Irina Maxwell? Creo que me he enamorado. —Sus ojos castaños brillaron.

Kevin le golpeó el hombro, haciéndolo reír.

—Tú no te enamoras, estúpido.

Sean dejó de hablar por el móvil y suspiró.

—La he jodido, y buena.

Su acento escocés algo rudo y seco resonó entre ellos.

—¿Pasa algo? —preguntó Scott desinteresadamente, todavía con la imagen de Andrea en la cabeza. ¿Habría dejado de amarlo? Un año después de estar en los marines, regresó a Estados Unidos, a Nueva York, a por ella. La sorpresa que se llevó al enterarse de que se había mudado le había sentado como un puñetazo en el estómago. De todas formas, no podía recriminarle nada, pensó. No sabía qué habría hecho él en su lugar, pero seguro que no esperarlo de brazos cruzados. Eso le pasaba por no contarle nada, nunca se le habían dado bien las sorpresas y aquello lo había demostrado.

La alegría de haber hecho el amor con ella le había nublado la razón, pensando que un año apenas sería nada para ambos.

Se había equivocado por completo.

—Tengo una vecina al lado que no para de jugármela. —Una sonrisa apareció en su rostro—. Acaba de pincharme la rueda del coche.

—¿Y eso te hace gracia? —preguntó Dorek alzando una ceja rubia.

—¿Tienes algún problema con eso? —respondió Sean, seguido de un insulto en gaélico.

—Odio cuando hacéis eso, hablar cada uno en otro idioma. —Kevin se levantó perezosamente—. Voy al baño.

—No irás a cascártela, ¿verdad?

Kevin sonrió.

—No me hace falta, al contrario que a ti, Scott. —Todos se rieron.

Eso era malditamente cierto. No iba a negar que en esos largos y horribles ocho años se había tirado a alguna que otra mujer desconocida que se había acercado a él, pero nunca volvió a ser lo mismo. Acababa asqueado, separándose de aquel cuerpo femenino húmedo y sintiendo asco de sí mismo mientras pensaba en Andrea.

Se movió incómodo, sintiendo cómo su polla apretaba con fuerza la tela del pantalón vaquero.

¿Qué podía haber esperado? ¿Que Andrea lo recibiera con las piernas abiertas?

Dorek alzó su cerveza.

—Brindemos, amigos.

Sean dio un trago de la suya.

—Claro, ¿por qué no?

Scott se cruzó de brazos y estiró las piernas. Pensaba recuperarla. Andrea era suya y él era de ella. Sólo tenía que hacérselo ver.