El perro se cansó enseguida de que lo estrujara. Se me escapó de un brinco y desapareció en el cuarto de estar. Yo tiré de la máscara con las dos manos, pero sabía que era desperdiciar fuerzas. No notaba ningún cambio. La espantosa cara seguía pegada a mi cabeza.
Carly Beth me puso la mano en el hombro.
—Lo siento —dijo—. Supongo que en cada máscara es diferente.
—¿Quieres decir que necesito otra cosa para quitármela? —pregunté, moviendo tristemente la cabeza llena de arañas.
—Sí, pero no sé qué.
—¡Estoy muerto! —gemí—. ¡Ni siquiera puedo ponerme de pie!
Carly Beth me cogió por debajo de los brazos y me levantó. Yo tuve que apoyarme en el bastón para no perder el equilibrio.
Entonces se me ocurrió una idea:
—¡El hombre de la capa! ¡Él sabrá lo que tengo que hacer!
—¡Es verdad! —Carly Beth se animó enseguida—. Sí, tienes razón, Steve. El año pasado me ayudó. ¡Si volvemos a la tienda te ayudará a ti también!
Empezó a llevarme hacia la puerta, pero yo la retuve.
—Sólo hay un pequeño problema —dije.
—¿Un problema?
—Sí —contesté—. Se me había olvidado decírtelo. La tienda está cerrada. La han cerrado definitivamente.
Pero fuimos, de todas formas. Yo iba renqueando, más agotado a cada segundo que pasaba, y Carly Beth tuvo que llevarme casi en brazos.
Las calles estaban desiertas y brillantes bajo las hileras de farolas. Era muy tarde. Todos los niños se habían ido a sus casas.
Nos seguían dos perros, dos grandes pastores alemanes. A lo mejor pensaban que íbamos a compartir con ellos nuestros caramelos de Halloween. Pero yo no tenía ninguno, claro.
—¡Fuera! —les grité—. Ya no me gustan los perros. ¡Venga! ¡Fuera!
Para mi sorpresa, pareció que los perros me entendían. Dieron media vuelta y desaparecieron en el oscuro jardín de una casa. Pocos minutos después, pasamos por delante de una hilera de pequeños comercios y nos detuvimos delante de la tienda de disfraces. Estaba oscura y desierta.
—Cerrada —murmuré.
Carly Beth llamó a la puerta. Yo me quedé mirando las sombras azules a través del polvoriento escaparate. Ni un movimiento. Allí no había nadie.
—¡Abra! ¡Necesitamos ayuda! —gritó Carly Beth, aporreando la puerta de madera con los puños.
Silencio.
Un viento frío barría la calle. Me estremecí, intentando esconder mi fea cabeza entre los hombros.
—Vámonos —dije casi sin voz. Estaba condenado.
Pero Carly Beth se negaba a darse por vencida. Siguió aporreando la puerta. Yo me aparté del escaparate y eché un vistazo al callejón que había junto a la tienda.
—¡Eh, espera! —dije—. Ven, mira.
Desde la calle había visto que la trampilla estaba cerrada, pero a pesar de todo me metí en el callejón.
Carly Beth iba detrás de mí, frotándose los nudillos. Supongo que se había hecho daño de tanto golpear la puerta.
—Por aquí se entra al sótano de la tienda —dije al llegar a la trampilla—. Ahí abajo están todas las máscaras y otras cosas.
—Si podemos entrar —me susurró Carly Beth—, a lo mejor encontramos alguna solución para ti.
—A lo mejor.
Carly Beth se agachó a coger el asa de hierro de la trampilla. Tiró con fuerza, pero no consiguió moverla ni un milímetro.
—Me parece que está cerrada con llave —gruñó.
—Inténtalo otra vez —dije yo—. Se queda pegada y es difícil de abrir.
Carly Beth tiró de nuevo del asa con las dos manos. Esta vez se abrió la trampilla y aparecieron los escalones que llevaban al sótano.
—Vamos, deprisa, Steve. —Carly Beth me tiró del brazo.
«Mi última oportunidad —pensé—. Mi última oportunidad.»
Me metí detrás de ella en la densa oscuridad, temblando de miedo.