Un escalofrío me recorrió toda la espalda. Lancé un gemido y me quedé mirando a Sparky. El perro me miró también, moviendo la cola, como si estuviera encantado de su hazaña.
«¡Has arruinado mi vida, Sparky! —me hubiera gustado gritarle—. ¡Cerdo glotón! ¿No podías guardarme ni una galleta? Ahora estoy acabado. ¡Estoy condenado a vivir con esta cara asquerosa para siempre!»
Y todo porque a Sparky le gustaban las galletas de chocolate tanto como a mí. El perro vino hacia mí corriendo, sin dejar de mover la cola, y se frotó contra mi pierna. Quería que lo acariciara.
«¡De eso nada! —pensé—. No pienso acariciarte, traidor.»
En ese momento mi padre llamó a mi madre desde el cuarto de estar.
—Que os divirtáis, niños. —Mi madre se despidió y fue corriendo a ver qué quería mi padre.
¿Que nos divirtiéramos? Me di cuenta de que nunca volvería a divertirme. Me volví hacia Carly Beth.
—¿Y ahora qué hacemos? —susurré abatido.
—Deprisa, coge a Sparky —dijo ella, tendiendo las manos hacia el perro.
—¿Que lo coja…? ¡No volveré a tocar a ese perro en mi vida! —exclamé sombrío.
Sparky, jadeando y con el rabo hasta el suelo, se frotó de nuevo contra mi tobillo.
—¡Cógelo! —insistió Carly Beth.
—¿Para qué?
—Sparky es tu símbolo de amor —me dijo Carly Beth—. Míralo, Steve. Mira cuánto te quiere.
—¡Me quiere tanto que se ha comido todas mis galletas! —gemí.
Carly Beth me miró con el ceño fruncido.
—Olvídate de las galletas y coge al perro. Sparky es tu símbolo de amor. Cógelo y abrázalo. Seguro que entonces sale la máscara.
—Creo que vale la pena intentarlo —repliqué. Me agaché para coger al pequeño terrier, y me crujieron la espalda y las rodillas.
«Que funcione —supliqué en silencio—. Que funcione, Señor.»
Tendí las manos hacia Sparky… y el perro salió disparado hacia el cuarto de estar.
—¡Sparky! ¡Ven aquí! ¡Sparky! —grité, todavía encorvado y con las manos extendidas. El perro se detuvo en mitad del salón y dio media vuelta—. ¡Ven aquí, Sparky! —le dije con mi temblona voz de viejo—. ¡Ven aquí, guapo! ¡Ven con Steve!
El perro volvió a menear la cola y me miró con la cabeza ladeada, pero sin moverse.
—Quiere jugar —le dije a Carly Beth—. Quiere que lo persiga.
Me puse de rodillas y le hice una seña a Sparky con las manos.
—¡Ven aquí, perrito! ¡Ven! ¡Soy demasiado viejo para perseguirte! ¡Ven, Sparky!
El perro soltó un ladrido extraño, atravesó a la carrera la sala… y se arrojó en mis brazos.
—Venga, Steve, abrázalo —me apremió Carly Beth—. Abrázalo fuerte. ¡Va a funcionar, seguro!
El perro era demasiado pesado para mis débiles y doloridos brazos, pero lo estreché con fuerza contra mi pecho. Todo lo fuerte que pude, durante mucho, mucho rato.
Y no pasó nada.