Oí sus pasos en las escaleras, y en un arrebato de pánico me lancé contra la puerta. Estuve a punto de caerme. Tenía las piernas tan viejas y tiesas que no podía moverme con rapidez.
Me acerqué cojeando a la puerta y la cerré justo cuando mi madre llegaba al segundo piso. Me quedé allí apoyado, con la mano en el pecho, intentando controlar la respiración, pensando qué decir.
No podía dejar que me viera así, no podía dejar que viera la máscara porque empezaría a hacer preguntas, pero sobre todo no podía dejar que viera lo que me había hecho la máscara.
Un instante después, mi madre llamaba suavemente a la puerta.
—Steve, ¿estás ahí? ¿Qué haces?
—Eh… nada, mamá.
—Bueno, ¿me dejas entrar? Te he comprado una cosa.
—No, ahora no —grazné.
«¡Por favor, no abras la puerta! —supliqué en silencio—. ¡Por favor, no entres en la habitación!»
—Steve, ¿por qué tienes esa voz tan rara?
—Pues… —«Piensa rápido, Steve. Piensa algo»—. Esto… me duele la garganta, mamá. Me duele mucho.
—Déjame que te la vea. ¿Estás enfermo?
Vi que el pomo de la puerta se movía.
—¡No! —grité, apretando la espalda contra la puerta.
—¿No estás enfermo?
—Bueno, sí —dije con mi temblona voz de viejo—. No me encuentro muy bien, mamá. Me voy a tumbar un rato y luego bajo, ¿vale?
Me quedé mirando el pomo de la puerta, escuchando la respiración de mi madre al otro lado.
—Steve, te he comprado las galletas de chocolate que tanto te gustan. Tus favoritas. ¿Quieres una? A lo mejor te animas un poco.
Me resonaron las tripas. Son unas galletas increíbles, con chocolate por un lado y vainilla por el otro.
—A lo mejor después —gemí.
—Me he desviado tres kilómetros para comprártelas —dijo mi madre.
—Más tarde. Ahora no me encuentro muy bien. —Y no era mentira. Me palpitaban las sienes y me dolía todo el cuerpo. Me sentía tan débil que apenas podía sostenerme en pie.
—Ya te llamaré para cenar —dijo mi madre. Oí que bajaba las escaleras.
Me acerqué cojeando a la cama y dejé caer en ella mi cuerpo de viejo.
«¿Y ahora qué? —me pregunté, cogiéndome las mejillas con las manos—. ¿Cómo me quito yo esta cosa?»
Cerré los ojos e intenté pensar. Al cabo de unos minutos el rostro de Carly Beth apareció flotando en mi mente.
«¡Sí! Carly Beth es la única persona en el mundo que puede ayudarme», me dije.
El Halloween pasado, Carly Beth llevaba una máscara de la misma tienda. Tal vez a ella le había pasado lo mismo. Tal vez también a ella se le había pegado la máscara a la cara. Y si ella había conseguido quitársela, entonces podría decirme cómo quitarme yo la mía.
El teléfono estaba al otro lado de la habitación, en la mesa, al lado del ordenador. Normalmente habría llegado en tres segundos, pero tardé tres minutos en levantar mi viejo cuerpo, con muchos gruñidos y esfuerzos, y luego tardé cinco minutos más en arrastrarme por la habitación.
Cuando me dejé caer en la silla estaba exhausto. Necesité todas mis fuerzas para levantar la mano y marcar el número de Carly Beth.
«No puedo seguir así —me dije—. Carly Beth tiene que ayudarme. Ella tiene que saber cómo quitarme la máscara.»
El teléfono sonó tres veces antes de que lo cogiera su padre.
—¿Diga?
—Hola… Esto… ¿se puede poner Carly Beth? —pregunté con voz ahogada.
Silencio.
—¿Quién es? —preguntó por fin el señor Caldwell, desconcertado.
—Soy yo —contesté—. ¿Está Carly Beth?
—¿Es uno de sus profesores?
—No. Soy Steve. Yo…
—Lo siento, señor. No le oigo muy bien. ¿No puede hablar más alto? ¿Para qué desea hablar con mi hija? Tal vez yo pueda ayudarle.
—No… Yo…
Oí que el señor Caldwell hablaba en voz baja con alguien.
—Es un anciano que pregunta por Carly Beth. Apenas le oigo. No quiere decir quién es. —Entonces volvió al teléfono—. ¿Es usted algún profesor? ¿De qué conoce a mi hija?
—Es amiga mía —dije con voz rota.
Oí que de nuevo se dirigía a alguien, probablemente la madre de Carly Beth. Tapó el teléfono con la mano, pero de todas formas oí que decía:
—Creo que es un loco. O alguna broma. —Volvió a dirigirse a mí—: Lo siento, señor. Mi hija no se puede poner. —Y colgó.
Me quedé allí sentado, oyendo el pitido, con la araña en la oreja.
«¿Y ahora qué? —me pregunté—. ¿Ahora qué?»