Me di media vuelta, conteniendo el aliento. Miré por los estrechos agujeros de la máscara y vi al instante que no era una mano lo que tenía en la pierna. Eran unos dientes, dientes de perro.

—¡Sparky! —exclamé. Pero mi voz no era más que un seco susurro apagado.

Sparky retrocedió. Me aclaré la garganta y lo intenté de nuevo.

—No tengas miedo, Sparky. Soy yo.

Me salió una voz cascada. ¡Parecía mi abuelo! Ahora tenía la cara de un viejo… y la voz de un viejo. Me sentía muy débil, casi agotado.

Tendí la mano para acariciar a Sparky pero el brazo me pesaba una tonelada. Al agacharme me crujieron las rodillas. El perro me miró con la cabeza ladeada y moviendo la cola como un loco.

—No tengas miedo, Sparky —grazné—. Sólo me estaba probando esta máscara. Da miedo, ¿eh?

Bajé la cabeza e intenté coger al perro, pero vi que se le dilataban las pupilas de terror. Sparky lanzó un aullido, se me escapó de las manos de un brinco y echó a correr por la habitación ladrando a pleno pulmón, totalmente aterrorizado.

—¡Sparky, soy yo! —exclamé—. Ya sé que mi voz suena diferente, pero soy yo… ¡Steve!

Quise salir tras él, pero tenía las piernas muy flojas y las rodillas se negaban a doblarse. Tuve que intentarlo tres veces antes de conseguir levantarme. Me dolía la cabeza y no tenía resuello para perseguirlo.

De todas formas, era demasiado tarde. El perro ya estaba bajando por las escaleras, ladrando como un loco.

—Qué raro —murmuré, frotándome la espalda dolorida.

Me acerqué cojeando al espejo. Sparky ya había visto máscaras otras veces, sabía que era yo. ¿Por qué estaba tan asustado entonces? ¿Por la voz tan rara que me salía? ¿Cómo es que la máscara me había cambiado la voz? ¿Y por qué, de pronto, me sentía como si tuviera cien años?

Por lo menos ya no me quemaba la cara, aunque la piel de la máscara seguía apretándome tanto que apenas podía mover los labios.

«Tengo que quitarme esto de encima —pensé—. Chuck tendrá que esperar a la noche de Halloween para que le dé el susto de su vida.»

Me llevé las manos al cuello, buscando el borde de la máscara. Noté que tenía la piel fofa y arrugada, y muy seca.

¿Dónde estaba el borde de 1a máscara? Me acerqué mis al espejo y miré muy atentamente, con los ojos entrecerrados, el cuello de la máscara. La piel estaba arrugada y llena de ronchas marrones. ¿Pero dónde se encontraba el borde? ¿Dónde terminaba la máscara y empezaba mi cuello?

Me toqueteé todo el cuello con las manos temblorosas. El corazón me iba a cien. Fui moviendo las manos poco a poco, muy despacio, arriba y abajo, una y otra vez.

Dejé caer los brazos y lancé un débil y asustado suspiro. ¡La máscara no tenía borde, no había ninguna línea entre la máscara y mi cuello! ¡La piel manchada y arrugada de la máscara se había convertido en mi piel!

—¡Mooooo! ¡Noooo! —grité con mi voz de viejo. ¡Tenía que sacarme de encima aquella cosa! ¡Tenía que hacerlo como fuera!

Apreté las mejillas de la máscara y tiré con todas mis fuerzas.

—¡Ay! —Una punzada de dolor me recorrió la cara.

Entonces tiré del pelo, pero me hice daño en la cabeza. Cogí la máscara, frenético, le di bofetadas, tiré de ella, intenté romperla… Pero cada bofetada, cada tirón, me dolía como si fuera mi propia piel.

—¡Los ojos! —exclamé.

A lo mejor podía meter los dedos en los agujeros de los ojos y quitarme la máscara. Me puse a palpar con dedos temblorosos… Pero no había agujeros en los ojos.

Aquella piel arrugada y cubierta de ronchas se había fundido con la mía, se había convertido en mi piel. ¡Aquella máscara asquerosa se había convertido en mi cara! Yo tenía la pinta de un viejo decrépito y terrorífico lleno de arañas, y me sentía cansadísimo.

Se me agarrotó la garganta de miedo. Apoyé mi abultada y espantosa frente en el espejo y cerré los ojos. «¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?» La pregunta se repetía como un triste cántico en mi mente.

Entonces oí que se cerraba la puerta de la casa.

—Steve… ¿estás en casa? ¿Steve? —gritó mi madre, al pie de las escaleras.

«¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer?» La pregunta se repetía una y otra vez.

—¡Baja, Steve! —gritó mi madre—. Quiero enseñarte una cosa.

«¡No! —pensé, tragando saliva. Mi garganta seca soltó un chasquido—. ¡No! ¡No puedo bajar! ¡No puedo! ¡No quiero que me vea así!»

—Bueno, es igual —dijo mi madre—. Ya subo yo.