Notaba que la piel de la máscara me apretaba la cara cada vez más. Me ardían las mejillas. Me invadió un hedor rancio y asfixiante. Intenté respirar hondo, pero la máscara me apretaba tanto que casi no me dejaba coger aire.

La toqué con las dos manos. Por fuera parecía normal… pero por dentro estaba ardiendo.

Intenté quitármela pero no se deslizaba. Tenía la goma caliente pegada a la cara. Volvió a invadirme el olor pútrido. Tiré con más fuerza, pero la máscara siguió sin moverse. Resollé, intentando respirar.

Entonces la cogí por el pelo y tiré. Luego metí las manos debajo de la barbilla y tiré de nuevo.

—¡Aaah! —Se me escapó un gemido de los labios.

Dejé caer las manos yertas a los lados. De pronto estaba agotado. Me encontraba débil, muy débil. Cada aliento era una lucha. Me incliné. Me temblaba todo el cuerpo.

Me sentía débil y viejo.

Viejo.

¿Era así como se sentía un viejo?

«Cálmate, Steve —me dije—. No es más que una máscara de goma. Te aprieta un poco, eso es todo. La tienes pegada a la cara, nada más. Pero te la quitarás y ya está. Intenta calmarte. Cuenta hasta diez y luego mira bien la máscara en el espejo. Si la coges por abajo te la podrás quitar. Es muy fácil.»

Conté hasta diez y me acerqué al espejo, pero al ver mi imagen estuve a punto de soltar un grito. La máscara era tan real, tan horrible, tan espantosa… Con mis ojos debajo de ella, la cara parecía cobrar vida. Los labios marrones me sonrieron con una mueca. Cuando movía los labios, los de goma se movían asquerosamente. Los mocos verdes temblaban en aquellas narizotas y las arañas parecían reptar entre el pelo enredado.

«No es más que una máscara, una máscara genial», me dije.

Empecé a calmarme un poco, pero entonces se me escapó una risa de la garganta.

—Je je je je.

¡No era mi risa! ¡No era mi voz! Era la risa rota de un viejo.

¿Cómo había podido pasar? ¿Cómo había soltado un sonido tan raro? Cerré la boca. No quería volver a hacer el mismo ruido.

—Je je je.

¡Otra risa espeluznante! Era una voz aguda, más parecida a un graznido ronco que a una carcajada. Tensé la mandíbula y apreté los dientes, conteniendo el aliento para no volver a reírme.

—Je je je.

¡No era yo! ¿Quién se estaba riendo así? ¿De dónde venía aquella carcajada seca y aguda?

Me quedé mirando la cara del viejo en el espejo, petrificado de miedo.

Y entonces una mano me agarró la pierna con fuerza.