—¡No!

Me puse a revolver frenéticamente el cajón, tirando todos los calcetines al suelo.

No estaba la máscara. Había desaparecido. Los calcetines, doblados con forma de bola, rebotaban por toda la habitación. Mi cabeza estaba igual de revuelta.

Entonces me acordé.

Por la mañana, antes de ir al colegio, había sacado la máscara. Tuve miedo de que mi madre hiciera la colada, abriera el cajón y la descubriera. Así que la había metido en el fondo del armario, detrás del saco de dormir.

Lancé un largo suspiro y me puse a gatas. Recogí rápidamente todos los calcetines y volví a meterlos en el cajón. Luego abrí el armario y saqué la máscara del último estante.

«Steve, tienes que calmarte, tío —me dije—. Al fin y al cabo no es más que una máscara de Halloween. No tienes que darte estos sustos.»

A veces es bueno regañarse uno mismo, darse consejos. Empecé a sentirme más calmado. Alisé el pelo de la máscara y pasé la mano por la piel arrugada y cubierta de ronchas. Los labios marrones sonreían. Metí el dedo meñique por el asqueroso agujero del diente y toqué las arañas que se metían en las orejas.

—¡Es genial! —exclamé en voz alta.

Faltaba sólo un día para Halloween pero no podía esperar. Tenía que enseñársela a alguien. ¡Tenía que darle un susto a alguien! En ese instante me vino a la mente la cara de Chuck. Mi viejo amigo Chuck era la víctima perfecta. Acababa de verle hacía sólo un instante.

«¡Madre mía! ¡Se va a quedar de piedra!», me dije. Chuck pensaba que yo había salido de aquel sótano con las manos vacías. Me metería a escondidas en su casa y saltaría sobre él con aquella máscara tan asquerosa. ¡Se iba a desmayar!

Eché un vistazo al reloj. Quedaba una hora antes de la cena. Mis padres aún no habían llegado a casa.

«¡Sí, ahora mismo voy!», decidí.

—Je je je je —practiqué la risa del viejo—. Je je je je. —Era la risa más diabólica que me salía.

Entonces cogí la máscara por el cuello con las dos manos, me acerqué al espejo y me la puse en la cabeza. Luego la bajé. Se deslizó fácilmente por el pelo. Al irla bajando sobre la cara la noté suave y cálida, primero en las orejas y después en las mejillas. Cada vez más abajo, hasta que por fin noté que la parte de arriba se me ajustaba en el pelo. La giré un poco hasta que pude ver por los estrechos agujeros de los ojos. Bajé las manos y me acerqué más al armario.

Era muy cálida. De pronto me pareció demasiado cálida. Me apretaba la cara y cada vez estaba más caliente.

—¡Eh! —grité.

Me quemaba. Me costaba respirar.

—¡Eh! ¿Qué está pasando?