—¡Steve!

Me sobresaltó el grito de mi madre.

—Steve, ¿dónde estás? ¡Baja a cenar ahora mismo!

—¡Ya voy! —contesté. Me quité la máscara. Ya me la probaría más tarde.

Fui corriendo al armario y abrí el cajón de los calcetines. Antes de meter la máscara, le puse el largo pelo lleno de arañas por encima de la cara. La escondí debajo de unos cuantos pares de calcetines y bajé a la cocina. Mi madre me había puesto en la mesa una ensalada y un plato de macarrones con queso.

Noté un gruñido en el estómago y me di cuenta de que estaba muerto de hambre. Me senté, aparté la ensalada y me puse a engullir los macarrones a toda velocidad. Bajé un momento la vista. Sparky me miraba con sus grandes y tristes ojos negros. Al ver que le prestaba atención, movió la cola.

—Sparky —le dije—, a ti no te gustan los macarrones.

Él ladeó la cabeza, como si intentara comprenderme. Le di un par de macarrones. El perro los olisqueó y los dejó en el suelo.

Mi madre estaba muy atareada limpiando la nevera para hacer sitio a la verdura que había ido a comprar mi padre. Yo me moría de ganas de contarle lo de la máscara. Quería enseñársela, e incluso ponérmela y darle un susto, pero sabía que me haría demasiadas preguntas: dónde la había comprado, cuánto me había costado, cuánto había retirado de mis ahorros para comprarla… Como no podía responder estas preguntas, me mordí la lengua y me aguanté las ganas de soltar la maravillosa noticia de que este Halloween no tendría que ser un vagabundo otra vez.

Ése había sido mi disfraz durante los últimos cinco años: un vagabundo. La verdad es que tampoco era del todo un disfraz. Me ponía un traje viejo de mi padre con el pantalón lleno de remiendos, y mi madre me pintaba la cara con carbón para que pareciera que iba sucio. En el hombro llevaba un hatillo.

¡Menudo rollo!

Pero este Halloween sería diferente. Este Halloween no iba a ser ningún rollo. Me sentía feliz.

Seguí tragando macarrones con queso sin dejar de pensar en la máscara. «No se lo voy a contar a nadie —decidí—. Quiero asustar a todo el mundo que conozco. No se lo diré ni a Chuck. Al fin y al cabo, él salió corriendo y me dejó tirado en aquel sótano.

»¡Cuidado, Chucky! —se me escapó la risa y me salieron los macarrones de la boca—. ¡También voy a por ti!»