Me cogí la camiseta y apreté las dos manos contra el bulto de la máscara.

—Uf —murmuré, colocando bien la máscara.

«Deja de imaginar cosas, Steve —me reprendí—. Cálmate. La máscara se te estaba resbalando por el pecho, nada más. No se estaba moviendo. No te ha mordido. Entra en casa y escóndela en un cajón de tu cuarto. Y contrólate.»

¿Por qué estaba tan nervioso?

Ya había pasado lo peor. Había escapado con una de las mejores máscaras. Ahora era yo quien iba a asustar. ¿Por qué había de seguir teniendo miedo?

Sin soltarme la camiseta, abrí la puerta y entré en la casa.

—¡Al suelo! ¡Al suelo, Sparky! —grité cuando el pequeño terrier negro salió a saludarme dando brincos a mi alrededor y ladrando y gimiendo como si no me hubiera visto en veinte años—. ¡Al suelo, Sparky! ¡Al suelo!

Yo pretendía entrar furtivamente en la casa, subir corriendo a mi cuarto y esconder la máscara antes de que mis padres me oyeran, pero Sparky me fastidió los planes.

—Steve, ¿eres tú? —Mi madre irrumpió en el cuarto de estar con cara de preocupación. Me miró furiosa, y con un soplido se apartó de los ojos un rizo de pelo rubio—. ¿Dónde demonios te habías metido? Tu padre y yo ya hemos terminado la cena. La tuya debe de estar helada.

—Lo siento, mamá —dije, sin soltarme la camiseta para que no se me resbalara la máscara, y al mismo tiempo intentando apartar a Sparky.

El rizo volvió a caerle sobre la frente y mi madre se lo apartó otra vez de un soplido.

—¿Pero se puede saber dónde estabas?

—Pues… bueno…

«Piensa, Steve. No le puedes decir que te has escapado para robar una máscara de Halloween del sótano de una tienda.»

—Tenía que ayudar a Chuck en una cosa —contesté por fin.

Era una mentira, claro, pero tampoco muy gorda. Casi siempre soy sincero, aunque en ese momento lo único que me importaba era quedarme con la máscara. Ya era mía, y estaba impaciente por sacármela de debajo de la camiseta y ponerla a salvo en mi habitación.

—Pues deberías habérmelo dicho —me regañó mi madre—. Tu padre ha salido a comprar, pero también está muy enfadado. Tenías que haber venido a cenar.

Bajé la cabeza.

—Lo siento, mamá.

Sparky me miró… ¿o estaba mirando el bulto debajo de mi camiseta? Si el perro lo veía, mi madre también podía verlo.

—Voy a quitarme el abrigo y bajo enseguida —dije.

No le di ocasión de contestar. Salí disparado y subí las escaleras de dos en dos. Atravesé corriendo el pasillo, aterricé en mi cuarto y cerré de golpe la puerta.

Estaba casi sin aliento. Me quedé escuchando un rato para ver si mi madre me había seguido. No. La oí abajo, trasteando en la cocina, para prepararme la cena.

¡Me estaba muriendo de ganas de ver la máscara! ¿Cuál sería? Cuando se encendió la luz del sótano, me la había metido debajo de la camiseta sin mirar. Ahora, por fin, podía sacar mi preciado trofeo.

—¡Guau! —La sostuve con las dos manos para admirarla bien.

Era la máscara del viejo. Había cogido la del viejo siniestro.

Le alisé los largos mechones de pelo rubio blanquecino. Luego la cogí por las puntiagudas orejas y me la puse delante de la cara. Encima del labio inferior sobresalía un diente blanco con un gran agujero podrido en el medio. Entonces recordé que cuando estaba en el porche, el diente me había rascado el pecho. Por eso había pensado que la máscara me estaba mordiendo.

Tenía la boca torcida en una mueca malvada, y los labios retorcidos como dos gusanos. De la nariz le caían mocos verdes. Le faltaba un trozo de piel en la frente, y debajo se veía el cráneo gris.

Toda la cara estaba arrugada. La piel era de un asqueroso color verde y parecía que le estuviera cayendo de la cara. En las mejillas hundidas había varias ronchas oscuras, y unas arañas negras le reptaban por el pelo pajizo. También le salían dos arañas por las orejas.

—¡Aj! —exclamé con repugnancia.

Era la máscara más siniestra del mundo. Qué digo, ¡de todo el universo! Sólo de tenerla tan cerca ya me daba un poco de miedo. Le froté una mejilla con el dedo. La piel estaba caliente, como si fuera de verdad.

—Je je je je. —Intenté reírme como el viejo—. Je je je. —Fingí una risa seca y cascada.

«¡Cuidado, Puercos! ¡Cuando me veáis salir de golpe en Halloween con esta máscara os vais a morir de miedo!»

—Je je je.

Al peinarle el pelo con la mano, mis dedos tropezaron con las arañas enredadas. No parecían de goma. Eran suaves y cálidas, como la piel. Volví a mirar alucinado aquella cara tan asquerosa. Los labios marrones se estremecieron.

¿No debería probármela?

Me acerqué al espejo de mi armario. Me moría de ganas de ver cómo me quedaba. Decidí ponérmela sólo un segundo, el tiempo justo para ver el aspecto tan espantoso y siniestro que tendría.

La cogí con las dos manos, me la puse en la cabeza y, muy despacio y con muchísimo cuidado, empecé a bajarla, bajarla, bajarla sobre mi cara.