—¡Aaah! —grité aterrorizado.
El hombre de la capa había llegado al pie de las escaleras. Casi sentía su aliento en el cuello.
«¡La trampilla se tiene que abrir! —me dije—. ¡Se tiene que abrir!»
Respiré hondo y lancé el hombro contra ella. Empujé con un gruñido desesperado. Volví a empujar.
El hombre de la capa intentó cogerme. Noté que su mano me rozaba el tobillo, pero se la aparté de una patada. Luego di otro golpe con el hombro en la trampilla. Y por fin se abrió.
Un grito de alegría escapó de mi garganta cuando salí a trompicones al callejón.
El aire frío me dio en la cara. Entonces tropecé con algo duro, una piedra o un ladrillo.
No me paré a mirar. Seguí corriendo por el estrecho callejón hasta llegar a la acera delante de la tienda.
Miré a todas partes buscando a Chuck. Ni rastro de él. ¿Me habría seguido el hombre de la capa? ¿Me estaría persiguiendo? Me volví hacia el callejón, pero sólo vi oscuridad.
Entonces eché a correr como un loco. Los pies no me tocaban el suelo. Crucé la calle a toda velocidad y unas brillantes luces cayeron sobre mí. Un coche hizo sonar el claxon al pasar y pegué un bote del susto.
—¡Eh, Steve! —Chuck salió de detrás de un matorral muy alto—. ¡Lo has conseguido!
—Sí, lo he conseguido —repliqué jadeando.
—No… no sabía qué hacer —dijo él con voz entrecortada.
Yo moví la cabeza.
—Así que te quedaste aquí plantado…
—Te estaba esperando. Tenía miedo —me dijo.
Menuda ayuda.
—Vámonos —le apremié, echando un vistazo al otro lado de la calle—. A lo mejor nos está persiguiendo.
Echamos a correr. Nuestro aliento era una nube de vapor en el aire frío de la noche. Las casas y los oscuros jardines pasaban a nuestro lado como un borrón negro. No dijimos ni una sola palabra.
Tres manzanas más allá aminoramos la carrera. Nos estábamos acercando a la casa de Chuck. Yo me incliné, intentando calmar el dolor que sentía en el costado. Siempre me da una punzada cuando corro unas cuantas manzanas.
—¡Nos vemos! —exclamó Chuck, también sin aliento—. Siento que no hayas conseguido tu máscara.
—Sí, es una pena —murmuré tristemente.
Me quedé mirándolo hasta que desapareció en la parte trasera de la casa. Luego respiré hondo y eché a correr otra vez, esta vez más despacio, en dirección a mi casa, en la manzana siguiente.
El corazón me palpitaba con fuerza, pero empezaba a calmarme. El hombre de la capa negra no había salido a perseguirnos. Enseguida estaría a salvo en mi casa.
Cuando ya estaba en el camino de entrada me detuve. La punzada del costado se había convertido en un dolor sordo. Entré en el porche, iluminado por una luz amarilla, y oí a mi perro Sparky que ladraba dentro. Sparky sabía que yo había llegado.
Cuando alcancé la puerta esbocé una sonrisa, una gran sonrisa. Estaba muy satisfecho conmigo mismo. La verdad es que estaba contentísimo. Tenía ganas de ponerme a dar brincos, de ejecutar una danza salvaje, de lanzar un alarido, de echar atrás la cabeza y aullarle a la luna.
La noche había sido un éxito total.
No se lo había dicho a Chuck porque no quería que supiera nada, pero cuando el hombre de la capa encendió la luz del sótano —en esa fracción de segundo antes de que él me viera o yo le viera él—, cogí una máscara de la caja y me la metí debajo de la camiseta.
¡Tenía una máscara!
No había sido nada fácil. La verdad es que cuando me encontré atrapado en aquel sótano siniestro con aquel hombre tan raro, pasé más miedo que en toda mi vida.
¡Pero tenía una máscara debajo de la camiseta! La notaba en el pecho al correr y también ahora, cálida contra mi piel. Estaba contentísimo conmigo mismo.
Entonces sentí que la máscara se movía y lancé un grito. ¡Me había dado un mordisco en el pecho!