Mientras descendía el corazón me latía a toda velocidad. Los escalones eran estrechos y estaban resbaladizos por la lluvia. De pronto di un traspié y me caí.

—¡Aah! —Fui a agarrarme a la barandilla, pero no había ninguna.

Aterricé en el suelo con un fuerte golpe… pero de pie, por suerte. Un poco tembloroso, respiré hondo y contuve el aliento.

Luego me volví hacia la trampilla.

—Estoy bien —le grité a Chuck—. Baja.

A la luz de la farola vi su rostro sombrío, que me miraba.

—No… no quiero —dijo.

—Venga, Chuck, deprisa —insistí—. Sal del callejón. Si te descubre alguien van a sospechar.

—Pero es muy tarde, Steve —gimoteó—. Y no está nada bien entrar a la fuerza en los sótanos y…

—No hemos entrado a la fuerza —le dije con impaciencia—. La puerta estaba abierta, ¿no? Date prisa. Si buscamos en las cajas entre los dos, en cinco minutos habremos terminado.

Chuck se inclinó sobre la abertura.

—Está demasiado oscuro —se quejó—, y no tenemos linterna ni nada.

—Yo veo bien. Venga, baja. No pierdas más tiempo.

—Pero es ilegal… —comenzó. Entonces vi que le cambiaba la cara. Abrió la boca y la luz de unos faros cayó sobre él. Chuck se metió en la abertura y bajó a toda velocidad.

Se acercó a mí jadeando.

—Creo que no me han visto. —Pasó la mirada por el enorme sótano—. Está muy oscuro, Steve. Vámonos a casa.

—Espera que se te acostumbren los ojos —le indiqué—. Yo veo bien.

Miré en torno al sótano. Era más grande de lo que creía. No se veían las paredes, ocultas en las tinieblas. El techo, muy bajo, nos quedaba a menos de un palmo de nuestras cabezas. A pesar de la poca luz, se veían las telañaras en las vigas.

Las cajas estaban apiladas en dos hileras, cerca de las escaleras. Al otro lado de la habitación se oía el clik clik clik del agua.

—¡Ah! —Pegué un brinco al oír un chasquido. Tardé un momento en darme cuenta de que era el viento que agitaba la trampilla de metal en el callejón.

Me acerqué a una caja y me incliné para examinarla. Las solapas no estaban pegadas.

—Vamos a echar un vistazo —murmuré.

Chuck permanecía de brazos cruzados.

—Esto no está bien —protestó—. Es robar.

—No hemos cogido nada. Y si encontramos una buena máscara, sólo la tomaremos prestada. Ya la devolveremos después de Halloween.

—¿No tienes… un poco de miedo? —preguntó Chuck en voz baja, moviendo los ojos en torno al sótano.

Asentí con la cabeza.

—Sí, un poco —admití—. Esto está helado y es bastante siniestro, desde luego. —El viento resonaba en la trampilla por encima de nosotros. Oí el débil goteo del agua sobre el suelo de cemento—. Date prisa —le apremié—. Ayúdame.

Chuck se acercó, pero se quedó mirando la caja sin hacer nada. Yo abrí las solapas.

—¿Qué es esto? —Saqué un sombrero de fiesta en forma de cono. La caja estaba llena de gorros—. ¡Genial! —exclamé entusiasmado—. Tenía razón. Todas las cosas de la tienda están empaquetadas aquí. ¡Ya verás cómo encontraremos las máscaras!

Había un montón de cajas apiladas. Me puse a abrir otra.

—Chuck, tú mira la del final —indiqué.

El tendió la mano vacilante.

—Todo esto me da muy mala espina, Steve —murmuró.

—Tú busca las máscaras. —El corazón me iba a tope de lo nervioso que estaba. Me temblaban las manos al abrir la segunda caja.

—Está llena de velas —informó Chuck.

En la mía había montones de mantelitos de fiesta, servilletas y vasos de papel.

—Tú sigue —le apremié—. Las máscaras tienen que estar aquí.

El viento seguía sacudiendo la trampilla sobre nuestras cabezas. Yo confiaba en que no se cerrara de pronto. No quería quedarme atrapado en aquel sótano frío y a oscuras.

Arrastramos dos cajas más al cuadrado de pálida luz que venía de la calle. La mía estaba cerrada con cinta adhesiva. Me puse a arrancaría, pero me detuve al oír un crujido que venía de arriba.

¿Serían los tablones de madera del suelo?

Me quedé petrificado, con las manos en la caja.

—¿Qué ha sido eso? —susurré.

Chuck me miró con el ceño fruncido.

—¿El qué?

—¿No has oído un ruido en el piso de arriba? Parecían pasos.

Chuck movió la cabeza.

—Yo no he oído nada.

Me quedé escuchando un momento. Al ver que todo estaba en silencio, seguí abriendo la caja. Cuando por fin lo logré, miré dentro ansiosamente.

Eran tarjetas de felicitación, montones de tarjetas de felicitación. Revolví un poco entre ellas. Tarjetas de cumpleaños, de San Valentín. Toda una caja llena de tarjetas.

Dejé a un lado la caja, decepcionado, y me volví hacia Chuck.

—¿Ha habido suerte?

—Todavía no. A ver qué hay en ésta.

Abrió la caja con las dos manos y se inclinó sobre ella.

—¡Aj! —exclamó.