Chuck llegó a mi lado casi sin aliento.
Los dos apretamos las caras contra el escaparate y nos quedamos mirando. La oscuridad era absoluta.
—¿Está cerrado? —preguntó Chuck suavemente—. A lo mejor hemos llegado tarde.
Yo suspiré decepcionado.
—No. Está cerrado definitivamente. La tienda ya no está.
Escudriñando a través del polvoriento cristal, logré ver las estanterías vacías. A un lado del pasillo central había un alto estante metálico y, encima del mostrador, un cubo de basura lleno a rebosar de papeles y latas vacías.
—En la puerta no hay ningún cartel que diga que han cerrado —apuntó Chuck. Se había dado cuenta de mi decepción y trataba de mantener vivas las esperanzas, como buen amigo que es.
—Está vacía —suspiré—. Totalmente vacía. No van a abrir mañana por la mañana.
—Sí, me parece que tienes razón. —Chuck me dio una palmada en el hombro—. Bueno, no te preocupes. Ya encontrarás una máscara en otra tienda.
Me aparté del escaparate.
—Yo quería una como la de Carly Beth —me quejé—. ¿Te acuerdas de ella? ¿Te acuerdas de aquellos ojos brillantes? ¿Te acuerdas de cómo se movía la boca, cómo nos gruñó con aquellos largos colmillos que goteaban saliva? Era asquerosísima. Y parecía totalmente real. ¡Como un monstruo de verdad!
—Seguro que en K-Mart tienen máscaras —sugirió Chuck.
—Venga ya, hombre —mascullé. Le di una patada a un envoltorio de chocolatina que volaba por la acera.
Un coche pasó despacio. La luz de los faros barrió la tienda, iluminando las estanterías desnudas, el mostrador vacío.
—Vámonos a casa —me apremió Chuck, apartándome de la tienda—. No me dejan andar por la calle a estas horas.
Dijo algo más, pero no le oí. Todavía estaba recordando la máscara de Carly Beth, incapaz de sobreponerme a mi decepción.
—Tú no comprendes lo importante que es esto para mí —dije—. Esos enanos me están arruinando la vida. Tengo que vengarme este Halloween. Tengo que vengarme.
—No son más que unos críos.
—No. Son monstruos. Son monstruos malvados, devoradores de hombres.
—A lo mejor podríamos hacer nosotros una máscara —dijo Chuck—. De papel maché o algo parecido.
Ni siquiera me molesté en contestar. Chuck es un buen tío, pero a veces tiene cosas de bombero retirado. Ya me imaginaba yo a Duck Benton y Marnie Rosen cuando me vieran aparecer en Halloween: «¡Aah, qué susto! ¡Qué susto! ¡Papel maché!»
—Tengo hambre —se quejó Chuck—. Venga, Steve. Vámonos.
—Bueno, vale. —Empecé a seguirle, pero de pronto me detuve.
Había aparecido otro coche en la calle y sus faros iluminaron un estrecho callejón al lado de la tienda de juguetes.
¡Eh, Chuck! ¡Mira! —Le cogí por el hombro de la sudadera y le hice dar la vuelta—. ¡Mira! —señalé el callejón—. ¡Hay una puerta abierta!
—¿Eh? ¿Qué puerta?
Arrastré a Chuck hasta el callejón. Había una gran trampilla negra que reflejaba la luz de una farola. Estaba abierta y nos asomamos. Unos empinados escalones de cemento conducían a un sótano.
¡El sótano de la tienda de disfraces!
Chuck se volvió hacia mí con cara de desconcierto.
—¿Qué pasa? Se han dejado la puerta del sótano abierta, ¿y qué?
Cogí la trampilla y me incliné sobre los escalones, forzando la vista bajo la tenue luz de la farola.
—Ahí abajo hay un montón de cajas.
Chuck seguía sin entender nada.
—A lo mejor es donde guardan las máscaras y disfraces. Quizás aún no se han llevado la mercancía.
—Oye, ¿qué se te ha ocurrido? No pensarás bajar ahí, ¿verdad? No irás a meterte en ese sótano oscuro para robar una máscara…
No le contesté. Ya estaba bajando las escaleras.