Tragué saliva. Me temblaban las rodillas.

La cabeza de Carly Beth me miraba desde la hierba. Los chillidos de Sabrina me resonaban en los oídos.

Entonces oí una risa apagada, una risa que venía de la chaqueta de Carly Beth. Vi un mechón de pelo que le asomaba por el cuello levantado. Entonces se oyeron claramente las carcajadas de Carly Beth debajo de la chaqueta.

Sabrina dejó de soltar gritos y se echó a reír.

—¡Os hemos pillado! —exclamó Carly Beth. Sabrina y ella se abrazaron, partiéndose de risa.

—¡Jo! —gruñó Chuck.

A mí todavía me temblaban las rodillas. Me parece que no había respirado ni una vez en todo el rato.

Me agaché a recoger la cabeza de Carly Reth. Era como de muñeco. Una escultura, supongo. Le di la vuelta entre las manos. Era increíble, igualita que ella.

—Es de escayola —explicó Carly Beth, arrebatándomela—. Me la hizo mi madre.

—¡Pero parece de verdad! —dije casi sin habla.

Carly Beth sonrió.

—Mi madre es muy buena. Me ha hecho un montón. Esta es de las mejores.

—Sí, pero no nos has engañado —dijo Chuck.

—No. Sabíamos que era de mentira —me apresuré a añadir, aunque todavía estaba tan asustado que se me quebró la voz.

Sabrina meneó la cabeza. Su coleta negra se agitó a su espalda. Sabrina es muy alta, más alta que Chuck y que yo. En cambio Carly Beth es muy bajita, sólo le llega al hombro.

—¡Teníais que haberos visto la cara! —exclamó Sabrina—. ¡A vosotros sí que casi se os cae la cabeza!

Las dos se abrazaron otra vez, muertas de risa.

—Os vimos a un kilómetro de distancia —dijo Carly Beth, dándole vueltas a la cabeza entre las manos—. Por suerte hoy la había llevado al colegio para enseñarla en clase de arte, así que me subí la chaqueta por encima de la cabeza y Sabrina metió la de escayola en el cuello.

—Habéis picado —se burló Sabrina.

—No nos hemos asustado, de verdad —insistió Chuck—. Sólo os llevábamos la corriente.

Yo estaba deseando cambiar de tema. Las niñas se pasarían todo el santo día hablando de lo tontos que éramos Chuck y yo. No pensaba permitirlo.

Soplaba el viento y seguía lloviendo. Me estremecí. Nos estábamos empapando.

—Carly Beth, ¿te acuerdas de la máscara que llevabas el Halloween pasado? —pregunté—. ¿De dónde la sacaste? —Me mostré indiferente porque no quería que se me notara lo mucho que me importaba.

Ella se abrazó a la cabeza de yeso.

—¿Eh? ¿Qué máscara?

Solté un bufido. A veces parece tonta.

—Aquella máscara tan espantosa que tenías el Halloween pasado. ¿De dónde la sacaste?

Sabrina y ella se miraron.

—No me acuerdo —me dijo por fin Carly Beth.

—¡Venga ya! —protesté.

—De verdad —insistió ella.

—Sí que te acuerdas —dijo Chuck—. Lo que pasa es que no nos lo quieres decir.

Yo sabía por qué Carly Beth no quería decir nada. Probablemente pensaba conseguir otra horrible máscara en la misma tienda para este Halloween. Seguro que quería ser la más terrorífica del barrio y que no le hiciera la competencia.

Me volví hacia Sabrina.

—¿Tú sabes dónde compró esa máscara?

Sabrina hizo ademán de cerrarse la cremallera sobre los labios.

—No te lo pienso decir, Steve.

—No sé para qué lo quieres saber —dijo Carly Beth, todavía abrazada a su cabeza—. Era una máscara demasiado espantosa.

—Lo que pasa es que quieres dar más miedo que yo —repliqué enfadado—. Pero este año necesito una máscara siniestra de verdad, Carly Beth. Quiero asustar a unos niños y…

—Lo digo en serio, Steve —me interrumpió ella—. Esa máscara tenía algo muy raro. No era sólo una máscara; estaba viva. Se me pegó a la cabeza y no me la podía quitar. Estaba como embrujada.

—Ja ja —dije poniendo los ojos en blanco.

—¡Es verdad! —exclamó Sabrina, mirándome con el ceño fruncido.

—La máscara estaba maldita —prosiguió Carly Reth—. Empezó a darme órdenes. Hablaba sola con un espantoso gruñido ronco. Yo no podía controlarla. La tenía pegada a la cabeza y no me la podía quitar. Pasé un miedo horroroso.

—¡Jo! —murmuró Chuck moviendo la cabeza—. Qué imaginación tienes, Carly Beth.

—Sí, es una buena historia —dije apoyando a mi amigo—. Guárdala para la clase de lengua.

—¡Pero ésa es la verdad! —exclamó Carly Beth.

—Lo que pasa es que no quieres que yo también dé miedo. Pero necesito una buena máscara como ésa. Venga —supliqué—. Dímelo.

—Dínoslo —insistió Chuck.

—Dínoslo —repetí, intentando hacerme el duro.

—Ni hablar —dijo Carly Beth, sacudiendo su falsa cabeza—. Está lloviendo mucho, vámonos a casa.

—¡No, hasta que me lo digas! —grité, poniéndome delante de ella para impedirle el paso.

—¡Coge la cabeza! —dijo Chuck.

Le arrebaté a Carly Beth la cabeza de escayola.

—¡Dámela! —Carly Beth intentó cogerla, pero yo la aparté de sus manos y se la tiré a Chuck.

Mi amigo retrocedió unos pasos, y Sabrina se lanzó hacia él.

—¡Devuélvesela!

—Os la devolveremos cuando nos digáis de dónde sacasteis esa máscara —le dije a Carly Beth.

—¡Lo tienes claro!

Chuck me tiró la cabeza. Carly Beth intentó alcanzarla, pero yo la cogí y se la lancé de nuevo a Chuck.

—¡Devolvédmela! ¡Venga! —exclamó Carly Beth, corriendo tras mi amigo—. La hizo mi madre. ¡Si se estropea me mata!

—¡Entonces dinos de dónde sacaste la máscara! —insistí.

Chuck me tiró la cabeza. Sabrina dio un salto y la interceptó de un golpe, tirándola al suelo. Se lanzó a por ella, pero yo llegué antes. La cogí de la hierba y se la devolví a Chuck.

—¡Basta ya! ¡Dádnosla!

Las dos chicas nos gritaban furiosas, pero Chuck y yo seguimos con nuestro juego.

Carly Beth saltó frenéticamente para coger la cabeza y se cayó de narices al suelo. Cuando se levantó tenía empapada la chaqueta y los téjanos, y toda la frente manchada de hierba.

—¡Dímelo! —insistí, sosteniendo la cabeza en alto—. Dímelo y te la devolveré.

Ella me lanzó un gruñido.

—Está bien —le advertí—. Entonces tiraré la cabeza a ese tejado.

Me volví hacia la casa, al otro lado del jardín. Agarré la cabeza con las dos manos e hice como que apuntaba hacia arriba.

—¡Vale, vale! —exclamó Carly Beth—. No la tires, Steve.

—¿De dónde sacaste la máscara?

—¿Conoces una tiendecita de disfraces muy rara que hay a un par de manzanas del colegio?

Asentí. Había visto la tienda, pero no había entrado nunca.

—La compré allí. Hay una trastienda llena de máscaras feísimas. Allí compré la mía.

—¡Bien! —exclamé contentísimo, y le devolví la cabeza.

—Sois unos idiotas —masculló Sabrina, subiéndose el cuello para protegerse de la lluvia. Me apartó de un empujón y se puso a limpiar las manchas de hierba de la frente de Carly Beth.

—Yo no quería decíroslo —gimió Carly Beth—. La historia que os he contado de la máscara es verdad. Fue algo terrible.

—Sí, ya. —Puse los ojos en blanco.

—¡No vayáis, por favor! —suplicó ella, cogiéndome del brazo con fuerza—. Por favor, Steve. Por favor, no vayas a esa tienda.

Aparté su brazo y la miré con los ojos entrecerrados. Entonces me eché a reír.

Por desgracia no la tomé en serio.

Por desgracia no la escuché.

Podría haberme salvado de una noche de horror inacabable.